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—Buenos días, tabarich.
—Dobraya Utra, tabarich.
—¿Y eso qué es?
—Buenos días, camarada… Aprende que todo va a ser ahora en ruski yasik…
Es un simpático diálogo mañanero captado al azar, pero no es el azar el responsable. Es la geopolítica, un activo siempre dispuesto a las actualizaciones, ahora más que nunca avivado por un conflicto en Europa de sombrío pronóstico: la guerra en Ucrania.
Aunque la isla está a más de nueve mil kilómetros, Moscú ha reposicionado a La Habana en su escala de prioridades geoestratégicas dada su vecindad con Estados Unidos. Son tiempos de guerra caliente entre las dos superpotencias nucleares. Sergei Shoigu, ministro ruso de Defensa, lo ha certificado sin ambigüedades, hablando desde los tiempos soviéticos al presente como si tal cosa: “Cuba fue y sigue siendo el socio más importante de Rusia en el Caribe”.
Atrapados por los revolcones de la historia, el par de vecinos que juegan a hablar ruso son jubilados y viven solos. Ambos son capitanes de sus propias escaramuzas para facturar cuatro pesos en una ciudad parca en opciones para viejos.
Uno chapea parterres y jardines. El otro recoge desechos de comida para la crianza de cerdos. A cien pesos el cubo y se lo arrebatan de la mano los porcicultores de ranchitos cercanos. Medio kilo de bistec coquetea ya con los mil pesos, casi las dos terceras partes de la pensión mínima (1528 pesos). El primero fue profesor de dibujo técnico. Rastrero, el segundo. Una artritis reumatoide terminó con sus días de carretera.
CCCP: las siglas de la “bonanza”
El saludo en un ruso macarrónico ha devuelto al profesor a un breve ejercicio de memoria —escuchaba a retazos las clases del idioma eslavo por radio— y por añadidura, a un escozor emocional por adentrarse en un pasado feliz para él que no halla la manera de sobrevivir en el presente.
El profe, como lo saluda casi todo el mundo, repasa los años ochenta —“los mejores de mi vida”—, cuando Moscú y el resto de los países este-europeos del llamado socialismo real insuflaban a la economía de la isla unos cuatro mil millones de dólares anuales, según cálculos estadounidenses.
Desde fábricas, aviones y petróleo en abundancia —se reexportaban los excedentes— hasta tomacorrientes y lápices de colores. Muchas con valor agregado, eran mercancías que se trocaban por commodities: azúcar, cítricos, mariscos y níquel, principalmente.
“Desayunaba, almorzaba y comía carne rusa enlatada”, recuerda el profesor, a modo de chiste, el producto estrella de las provisiones soviéticas de la época, una suerte de competidor simbólico, para los cubanos de la tercera edad que las conocieron, de las sopas Campbell.
Aunque la isla acumuló una aparatosa deuda en rublos (que el Moscú capitalista tradujo en veintinueve mil millones de dólares y cuya aritmética financiera jamás aceptó La Habana socialista), para el gobierno cubano se trataba de un orden justo, desarrollista y libre de las iniquidades con que históricamente el gran mercado capitalista ha extorsionado al Sur periférico y subdesarrollado. Era otra división internacional del trabajo que compensaba las asimetrías. Más de una vez, Fidel Castro terminó algunos de sus vehementes discursos dando vivas a la indestructible y eterna amistad entre Cuba y la Unión Soviética.
“Agua pasada, pero quién sabe. La vida da muchas vueltas”, masculla el más añoso de los vecinos, afilando su mocha para la ciega, mientras el culebreante humo de su cigarrillo, sostenido a lo Humphrey Bogart, le hace entrecerrar los párpados en medio de una claridad creciente que colabora con su fotofobia.
“Bah”, responde su interlocutor encogiéndose de hombros y se marcha en dirección a los tachos desbordados de la esquina. No le interesa ya seguir escuchando esa cháchara de “bonitos recuerdos”. Al parecer, no se cree el cuento del mecenazgo ruso del que tanto ha oído hablar por estos días. Tampoco es que tal beneficio se lo transfiera a los americanos. “A estas alturas del partido” (de su vida), él dice no creer “ni en su sombra”. Cuando llega a los basureros, una manta de moscas se levanta de repente, dándole la bienvenida a este buzo sin mar y sin careta.
Cascada de eventos
No pasa una semana sin tener noticias del desate de las relaciones ruso-cubanas. Trepidantes, operan al máximo nivel. La plana mayor del gobierno cubano, incluido el estamento militar, ha pasado por Moscú, y en La Habana han sido recibidos desde vicepresidentes hasta el jefe de los servicios de seguridad. Los turistas rusos salen de Sheremétievo y en quince horas ya se bañan en Varadero, donde compran con sus tarjetas Mir, apenas admitidas por un puñado de naciones en el mundo.
Se habla de arrendamientos de tierras y de inversiones en sectores estratégicos de la economía cubana. Energía, minería y turismo, entre otros. El pasado año, las inversiones rusas y el comercio bilateral apenas si rebasaron los 450 millones de dólares.
No obstante, Moscú pretende arropar el Plan Nacional del Desarrollo Económico y Social hasta el 2030, manejando una temporalidad que oscila entre el mediano y largo plazos, y bajo un enfoque de implacable economía de mercado en un país con recurrentes fatigas financieras y acosado por Estados Unidos. De hecho, ya en 2020 la isla solicitó un aplazamiento de la deuda por incapacidad de pago. El Kremlin extendió el límite hasta diciembre de 2027.
Para tales efectos, el millonario Boris Titov, presidente del Consejo Empresarial Rusia-Cuba, es el encargado de presentar a las autoridades de la isla un programa de “transformaciones económicas basadas en el desarrollo de la empresa privada”. El plan estaría diseñado por el Instituto P.A. Stolypin de Economía del Crecimiento, que lleva el nombre de un político reformista ruso, que pretendió resolver una paradoja: modernizar el zarismo, al que sirvió como primer ministro y ministro del Interior. Murió asesinado en 1911.
Un moscovita en burros
Otras de las noticias que corre de boca en boca es que Rusia apañaría su parque automotor que rueda en la isla, viejos modelos soviéticos conservados, como Moskvich, Niva, Zhigulí, Volga y Lada, junto a otros más modernos, como Gazelle, Kamaz y UAZ, desplegando de ese último una planta de ensambladura en el país.
Para el médico intensivista A.G., jubilado hace casi diez años, luego de cuarenta de trabajo, esas novedades son música para sus oídos. Su querido e incómodo Moskvich rojo lleva un montón de tiempo aparcado sobre burros por falta de neumáticos. “No puedo pagar los doce mil pesos que piden por cada goma”, dice molesto, mostrando en su teléfono la tarifa que aparece en uno de los portales de clasificados.
Su achacoso Moscocivh, como suelen llamarle los cubanos al agregarle la vocal o, es, además, un Frankenstein mecánico, al tener piezas adaptadas de otros modelos, una práctica sempiterna en Cuba que tiene en los invictos autos americanos de la primera mitad del siglo pasado su más virtuosa consumación.
A.G no pierde las esperanzas. Conoce que en 2002, la firma rusa entró en bancarrota y fue comprada por la francesa Renault, la cual suspendió la línea de producción de los Moskvich, pero, a su vez, con las actuales sanciones occidentales a Moscú la planta regresó a manos rusas.
“Estoy al venderlo”, dice año tras año, pero nunca se ha decidido. “Un carro es un carro”, sopesa y seguramente 2023 no será la fecha del adiós.
Cero libreta, MLC o pesos de MIPYMES
En marzo pasado, en Moscú, el propio Titov anunció que Rusia vendería próximamente a Cuba alimentos, productos químicos y otros artículos para el hogar por medio de una casa comercial especial, una noticia que llegó a los ojos de Teresa Verónica, una graduada en bibliotecología de sesenta y tres años.
“¿Volverá la carne rusa?”, se pregunta, pero su vecina, mucho más joven y menos ilusionada, le replica con un “¿Y en qué moneda la van a vender: ¿ en pesos o en MLC. En las tiendas o las MIPYMES? Seguro que por la libreta no te la van a poner”.
Teresita, a su vez, contraataca con un as en la manga: “¡Tal vez la tengamos por el ciclo!”, aludiendo a la venta mensual de productos controlados que organizan las cadenas CIMEX y Caribe.
Según Titov, la decisión de los precios estará en manos de la casa comercial importadora.
A mitad de los años ochenta, Teresita viajó a la Unión Soviética. Fue un viaje turístico. Ella costeó su pasaje con su salario de profesional más la ayuda de su familia. Compró un ventilador y ropa para sus padres y hermanos, y también como a H. G. Wells, hace ya un siglo, le pareció entonces que había visitado el futuro y que funcionaba. Solo que a ese futuro funcional que la cautivó le quedaba apenas un lustro de vida.
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