El poder de las series un siglo después

Por: José Antonio Michelena

A propósito del éxito de Succession

Como toda persona nacida en Cuba a mediados del siglo pasado, entre las primeras adicciones de mi infancia estuvieron los “muñequitos” o historietas y los episodios radiales (Los tres Villalobos, sobre todo), pero para nuestros padres no hubo nada como la radionovela El derecho de nacer, el archifamoso culebrón escrito por Félix B. Caignet en 1948 y luego radiado en muchos países de América Latina, así como adaptado para la televisión y llevado al cine.

Mi generación también se hizo adicta a las series de procedencia estadounidense que comenzaron a transmitirse para los televisores de la Isla en la década de 1950. Lassie, Tumbstone Arizona, Patrulla de caminos, La ley del revólver, Rintintín, Perry Mason, entre otras, nos ocupaban las primeras horas de la noche y pujábamos por un lugar en la sala de los pocos amigos que tenían entonces el mágico aparato.

Siete décadas después, la telenovela latinoamericana ha evolucionado en estructuras y modos de narrar, ha ido sumando temas, asuntos, motivos, pero los enredos de las subtramas recuerdan mucho a El derecho de nacer. Sin embargo, el serial norteamericano (como también el británico, el español, el nórdico…) ha registrado cambios más significativos y se ha transformado en un producto audiovisual distinto, más cerca del cine que de la radio y el teatro que lo originaron.

La sociedad, el poder, la naturaleza humana

Las series para la televisión resultan un producto muy atractivo en el universo audiovisual, porque son capaces de concertar, para un proyecto determinado, un selecto grupo de talentos en la actuación, el guion, la dirección, la producción. Los frutos de esa conjunción pueden ofrecer obras como Succession, la serie dramática de HBO convertida en suceso por la cantidad de premios alcanzados ahora en su tercera temporada.

Catalogada por la crítica como shakespeariana, la historia creada por Jesse Armstrong es un drama construido al borde de la sátira por su humor ácido, corrosivo, los comportamientos esperpénticos, a ratos, de algunos personajes, y por el tono burlesco de no pocas escenas y parlamentos.

Succession narra la cruenta lucha por/desde el poder de una familia multimillonaria, el combate feroz de padre e hijos; estos por sucederlo y aquel por encontrar un aliado capaz de salvar a su empresa de la doble crisis que enfrenta —financiera y tecnológica—, al tiempo que busca al mejor heredero del trono, un proceso que avanza y retrocede una y otra vez en muchas direcciones.
Waystar, el imperio que rige Logan Roy, es un gigantesco consorcio de medios de comunicación y de diversión, pero desde el primer episodio se ven aflorar las dificultades por mantenerse a flote, la disfuncionalidad de la compañía —necesitada de renovación— y de la familia Roy.

Una de las incógnitas no develadas de Succession es el pasado de la familia, las razones por las que los hermanos Roy son una mezcla de egoísmo, irresponsabilidad, maldad, vanidad, inmadurez, vicios, desamor, deshumanización. Solo en el penúltimo capítulo de la tercera temporada nos enteramos que el padre y Caroline, la madre, se separaron cuando Siobhan tenía trece años y la propia madre dice que nunca debió tener hijos. El egoísmo es una marca familiar.

Cada uno de los hijos de Logan y Caroline es un compendio de defectos humanos. Solo en Kendall –—el único con descendencia— aflora, en ocasiones, algún rasgo de nobleza y de amor, pero es un ser roto, atrapado entre la presión laboral, social y familiar, víctima de los ataques del padre y los hermanos, quienes no dudan en golpearlo sin compasión cuando lo creen necesario para defender sus posiciones. Jeremy Strong, en una actuación soberbia, es capaz de representar —de manera contenida— el dolor, la depresión, la soledad, el desamparo, por estar encerrado en un círculo de fuego.

La familia Roy es una metáfora de las élites corporativas, del poder que concentran, así como de lo que son capaces por defenderlo. Alrededor del círculo de los Roy, como insectos atraídos por la cegadora y falsa luz de la opulencia, tras los atractivos de los banquetes, los jets, los helicópteros, los yates, las limusinas, giran otros/otras personajes, aun cuando suponga vivir entre la humillación y el menosprecio de la familia real. A veces son expulsados, sacrificados como peones en una partida de este ajedrez en que nadie está a salvo. Pero como la fidelidad, la honestidad, la empatía o la solidaridad, no forman parte de los códigos en Waystar Royco, ellas y ellos entienden que todo vale; hoy son delatados, traicionados, expuestas sus vísceras en las redes sociales, y mañana pueden regresar diciendo “no pasa nada, todo está bien, entiendo por qué lo hiciste”, a seguir en la partida, hacia un nuevo banquete, a otro viaje en helicóptero, a Hong Kong o a Qatar.

La proyección de esta imagen de las élites se sustenta en su capacidad expresiva. Cada capítulo de Succession tiene la densidad cinematográfica de un largometraje. Cada escena se construye con especial cuidado. Cada diálogo está cifrado y con carga dinamita. Uno nunca sabe si Roman, además de un aberrado, es ciertamente un imbécil; desconocemos si fue a alguna universidad, cuál es su cultura, porque todo el personaje está montado sobre el cinismo y la simulación, hasta el punto que Kendall le dice en el capítulo final de la tercera temporada: “Tú no eres una persona real”.

Quien busque suspenso y tensión dramática a la manera de Homeland no los encontrará en Succession, más bien creemos que no hay movimiento, que siempre pasa lo mismo, porque todas las batallas parecen ser (solo parecen) la misma y el rey, de una forma u otra, siempre gana, pero como diría Cantinflas, “ahí está el detalle”. La intriga sigue en el aire para la cuarta temporada.

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