“¿Por dónde tiene el solideo?”
Aclaro que el solideo es la prenda de vestir morada que usan los obispos en la coronilla. Mons. Manuel Ruiz Rodríguez fue el primer arzobispo que tuvo La Habana (1925-1940), para muchos, el más inteligente de los que han ocupado esta sede, un hombre impetuoso que también ´´estaba hecho para mandar ejércitos”, como diría el cónsul norteamericano del obispo Espada (1756-1832)
Era pequeño, delgado… El primero de los grandes oradores sagrados del siglo xx cubano. Lo seguirían en el orden del tiempo, Evelio Díaz, Alfredo Llaguno, Ismael Testé y Fernando Azcárate. Apropiándonos de la metáfora del padre Juan Suárez (1977), me atrevería a decir que fue un obispo de báculo de hierro y no de cera, de los que necesitaría la Iglesia hoy.
Su carácter temperamental fue lo que motivó esta expresión a los sacerdotes que visitaban el arzobispado en tiempos de Mons. Manuel Ruiz. En lugar de decir: “¿Cómo está hoy?”, decían: “¿Por dónde tiene el solideo, por delante o por detrás?”. Y así sabían a lo que se iban a enfrentar.
En una ocasión, llamó a un sacerdote que, según cuentan, andaba en malos pasos. Nunca llegó a nuestros oídos la naturaleza de esos malos pasos, lo que sí sabemos es que, para recibirlo, Mons. Ruiz lo hizo con la mitra en la cabeza y el báculo en la mano. Es de imaginar cómo estaría el sacerdote ante la imagen de su obispo. La entrevista fue rápida. Cuando el sacerdote se presentó ante el arzobispo, este le dijo: “¿Tú sabes cuántas cosas hacen falta para ser sacerdote? Tres”. Y dando con el báculo en el piso, continuó: “Ser hombre”. Dio un segundo baculazo, y dijo: “Ser hombre”, y añadió dando nuevamente con el báculo en el piso: “Ser hombre. Y ahora, retírese”.
Ya está dicho que fue un gran orador sagrado, que llegaba al nivel de lo poético. Los que lo escuchaban quedaban embelesados por la belleza de su oratoria de alto vuelo, aunque tal vez nada o poco entendieran. Era incapaz de hablar ante un micrófono o ante la presencia de su madre. Sin embargo, en 1929 fue a Limpias, pequeño pueblo de muy pocos habitantes que existe en las montañas de Santander, España. En el pueblo se encuentra un hermoso templo de piso de madera, sin barnizar, que engrandece el lugar por la imagen agonizante de Cristo Crucificado.
Entre finales del siglo xix y el primer tercio del xx se narran un conjunto de movimientos de la imagen del Cristo agonizante. Mons, Ruiz visitó el lugar en 1929. Cuando regresó a La Habana escribió una Carta Pastoral, en la cual daba testimonio de lo que él vio, y decía más o menos: “Soy un hombre creyente, aunque no crédulo. Yo vi que el Cristo se movió ante mí. Pudo haber sido una ilusión óptica, o realmente un movimiento exterior a mi persona, que yo percibí, o tal vez, una visión interna en mi persona”. Lo cierto es que, desde ese momento, el arzobispo cambió el estilo de su predicación. Comenzó a predicar con la Biblia abierta en la mano, y de forma más catequética y sencilla. Solo hablaba de la Cruz de Cristo, que contiene toda sabiduría.
“Pare(z)e que a la hebrea le está gustando el catolici(z)smo”
El padre Agapito Alonso Bernal fue un sacerdote que llegó de Burgos en España en la segunda mitad de la década del treinta y fue destinado a San Nicolás de Bari. Allí estuvo unos años hasta que lo trasladaron a la parroquia de Alquízar, a la que amó entrañablemente. Se hizo el cura del pueblo y así lo sentían los alquizareños. Era popular por naturaleza, apuesto, atractivo como hombre y buen orador.
Una anécdota tipifica su quehacer. Cuando concluyó la Segunda Guerra Mundial, en el pueblo se organizó un gran desfile, en el que participaron todos los partidos y organizaciones municipales. Cuando le preguntaron con quiénes iba a desfilar, libre y resueltamente respondió: “con los comunistas”. Y así desfiló al frente del Partido Socialista Popular.
Su hombría logró que los hombres del pueblo asistieran a la Iglesia y tomasen parte en los trabajos de esta. De modo que la Acción Católica Masculina y, sobre todo, Juvenil, aumentó notablemente. Por lo general, no tenía cocinera y almorzaba en la fonda La Vizcaína. Allí conversaba con pueblerinos y viajantes comerciales. Era uno más.
Su presencia sacerdotal la trasladó con espontaneidad a los pueblos aledaños. Recuerdo que uno de los barberos de mi infancia, miembro del Partido Socialista Popular (PSP), me dijo en una ocasión: “La leche que tomaron mis hijos cuando pequeños, me la regaló el padre Agapito, porque yo no tenía dinero entonces. El cura enviaba una caja de leche evaporada todos los meses a familias necesitadas de la localidad”.
Quien escribe estas líneas lo dijo en Madrid cuando, sorprendido, tuve que improvisar la homilía del funeral del padre Agapito.
En otra ocasión, otro de los barberos de Alquízar, Mingo, narraba esta simpática historia: “El padre Agapito solía tomar la guagua en la acera del cine, y siempre cruzaba la calle Bertha, la polaca, dueña de la tienda de ropa de enfrente, con un pretexto para hablar con el cura. El zalamero padre Agapito le dijo a Mingo: ‘Pare(z)e que a la hebrea le está gustando el catoli(z)ismo…’”.
En 1956 fue trasladado como capellán del Santuario de San Lázaro, en el Rincón. En 1970, Mons. Francisco Oves, entonces arzobispo de La Habana, lo nombró vicario general y solicitó para el padre Agapito el título honorífico de Prelado de Su Santidad. En 1977 decidió volver a España. Allí murió en el asilo de El Buen Suceso, el 26 de octubre de 1986.
En septiembre del propio año, lo visité junto a otros dos sacerdotes. Estaba ya muy anciano. Cuando le pregunté: “Padre Agapito, ¿qué es lo que quisiera ahora?”, respondió resueltamente y con rapidez: “Volver a Alquízar”.
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