La covid y yo

Por: José Antonio Michelena

Diseño: Iván Batista
Diseño: Iván Batista

Recuento de un combate que no termina

 

Entre el 11 de marzo de 2020 y la fecha en que escribo esta crónica (Día de los Fieles Difuntos de 2021), más que los veinte meses transcurridos tal parece que pasó un siglo… porque un ruido molesto, un zumbido desagradable entró en nuestra existencia, alteró nuestro ritmo de vida, movimientos, maneras de relacionarnos, de conducirnos en el espacio público y hasta en nuestro hogar. El tiempo, ya se sabe, se percibe de distintas formas, de acuerdo con el estado emocional, y estos dos años en pandemia tienen el peso de cien. Al menos así lo he sentido yo. Veinte meses que son la marca de una época lóbrega que aún no termina.

En lo personal, mi primera reacción, una vez que comencé a leer las noticias sobre la enfermedad causada por el SARS Cov-2, fue protegerme lo mejor posible, aun antes de que llegara a Cuba. Tempranamente, mi esposa y yo nos trazamos un plan de protección muy riguroso. Ni visitar a nadie, ni recibir visitas, y salir a la calle lo menos posible. Ni siquiera cuando las restricciones se relajaron a fines de 2020 bajamos la guardia. Y cuando comenzaron los rebrotes arreciamos las medidas. Como se verá más adelante, de nada nos valió.

Durante el primer año sentía una gran curiosidad acerca del virus, leí mucho sobre la enfermedad, y realicé tres series de entrevistas sobre la pandemia para esta propia publicación. Aunque trabajo en una cuarta serie —para otro sitio— que aún no ha concluido, mi estado de ánimo y mi relación con el tema han cambiado totalmente, sobre todo desde que ingresé en la lista de víctimas. Estoy harto del coronavirus.

Una buena parte de los cubanos “de a pie” menos jóvenes, al cabo de estos veinte meses seguimos encerrados, temerosos, angustiados. La pandemia y la profunda crisis económica en que está sumido el país nos tienen en un coma existencial. Hemos perdido casi dos años de vida y contando… Para quienes pasamos de setenta es una catástrofe.

Pero los que no han enfermado gravemente, o no han sufrido la pérdida de un ser querido, o no han estado a punto de perderlo, aún “no han visto nada en Hiroshima”, parafraseando el filme de Alain Resnais. Como estuve en el tercer grupo sé de lo que hablo.

El lunes 20 de septiembre, mi esposa y yo comenzamos a tener febrícola. Dos días después resultamos positivos al test de antígeno. El domingo 26, dos médicos amigos la reconocieron a ella y escucharon crepitaciones en sus bases pulmonares. La neumonía ya estaba presente. Ese mismo día fue hospitalizada.

En sus doce días de hospitalización —que incluyó varios en terapia intensiva— viví en un túnel oscuro como ninguno que haya conocido. En ese tiempo de dolor sin nombre pedí por su cura, una y otra vez, a Dios, a San Lázaro, a La Caridad del Cobre, a Santa Bárbara, a San Judas Tadeo; se lo encomendé a varios amigos y amigas de fe; se lo solicité a un sacerdote jesuita; y supe, en ese lapso, de familiares, vecinos y amigos verdaderos.

Claro que mi dolor no es comparable con el de ella: dolor físico y dolor emocional. Saber que uno puede morir sin la cercanía de sus seres queridos es una de las cosas más terribles de esta enfermedad. Es un temor que uno solo puede imaginar. Igualmente saber que tu ser querido está solo en un hospital y puede fallecer sin un último abrazo te oprime el pecho a más no poder.

Traté de estar siempre ahí para ella, al alcance de un timbre, de un mensaje del chat. Viví esos días pendiente del teléfono como nunca. En una espera muy tensa. Viví también, como ella, pensando en nuestro hijo. Ese es un dolor agregado para quienes tenemos a los hijos con el mar de por medio. Un motivo adicional de asfixia que nos ha traído esta época y que el coronavirus ha agravado. Más de dos años sin verlo es una cuota de angustia demasiado alta.

Quienes enferman grave de Covid-19, transitan por una sala de terapia y logran salir de esos eventos para comenzar la recuperación, les viene después otro proceso también difícil, una especie de estrés postraumático, como el que sufren los soldados supervivientes de una guerra. Mi esposa ha tenido que ir, poco a poco, dejando de estar pendiente de la oxigenación, de la presión arterial, de la temperatura corporal; tiene dolores en distintas partes del cuerpo, sufre insomnio, y le siguen preocupando otras cosas de la enfermedad.

A mí también. Nos preocupa, en primer lugar, volvernos a contagiar. Poco sabemos de la reinfección porque no hay nada claro al respecto. Te hablan de un tiempo de inmunidad que varía de acuerdo con el científico que lo diga, pero también escuchas que puedes contagiarte con otras cepas. Y si en alguna parte lees que la reinfección será más suave, en otras te dicen que será peor. ¿Entonces? ¿A quién le crees? ¿Cuál es el criterio correcto? Eso nos inquieta bastante. A mí me dio de forma leve, pero ella no soportaría una segunda vuelta.

Por otra parte, la persona que toma aspirinas a diario después de haber recibido una buena cantidad de otros medicamentos anticuagulantes, según nos dijo un amigo médico, “tiene la sangre hecha agua”, de manera que vivimos en guardia permanente con los mosquitos, pues el dengue pulula en los alrededores. Otro estrés adicional.

En Cuba nos dijeron que los vacunados no nos enfermaríamos de forma grave y ya hemos visto lo que ha sucedido. Hace un par de semanas leí un artículo de un medio extranjero en el que un científico decía que quienes se enfermaron y luego se vacunaron tenían superpoderes. ¿Y si sucede al revés, pero con vacunas cubanas?

Veinte meses después de comenzar esta guerra no veo la luz al final del túnel. Salí de uno y continúo en otro. Sigo saliendo a la calle lo menos posible, y cuando lo hago, camino como si transitara por un campo minado, en zig zag. Ya pisé una mina hace dos meses que ni siquiera sé dónde estaba. Evito la gente, no quiero que me hablen ni se me acerquen. Ya no soy un ser social, no sé lo que soy, solo un superviviente (hasta ahora), un zombi más. Agradezco esta nueva oportunidad al gran poder de Dios, a los santos protectores, a los médicos que salvaron a mi esposa, pero queremos vivir de forma plena y no veo la hora, no vislumbro la aurora. W

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