“Memento, homo, quia pulvis es et in pulverem reverteris”.
(Recuerda, hombre, que polvo eres y en polvo te convertirás).
Estas palabras, de la sentencia de Dios al hombre en el Edén, es la fórmula latina que durante siglos ha marcado uno de los ritos de imposición de las cenizas al comienzo de la Cuaresma. Desde ese día, Miércoles de Cenizas, durante cuarenta días, la Iglesia invita a una recapitulación de nuestras vidas en Cristo como preparación a la celebración del Misterio Pascual, el misterio de la pasión, muerte y resurrección de Cristo, piedra y columna angular de la Nueva Alianza.
A lo largo de los siglos, con cambiantes matices, la praxis de este tiempo litúrgico no ha sido lineal. Desde épocas de penitencia austera y ayuno riguroso, hasta otras de parcial inobservancia, la Iglesia continúa invitando a los fieles, no a una ascesis artificial, o a un incremento de observancias, sino a un tiempo de gracia que prepare al cristiano a la celebración del triunfo luminoso de la mañana de Pascua.
Es la Pascua la meta del transitar de la Cuaresma. Cristo resucitado, vencedor del pecado y de la muerte, deroga la sanción adámica y restaura la gracia primigenia; la conversión es el eje principal de la práctica cuaresmal: “Conviértete y cree en el Evangelio”, es la invitación cardinal que, comenzando el Miércoles de Ceniza con la imposición de las cenizas, constituye su espíritu.
Orígenes de la Cuaresma
En la Nueva Alianza la celebración litúrgica que va a centrar el ser y el actuar de la Iglesia es la celebración del domingo, día de la Resurrección de Cristo. Al respecto la Sagrada Escritura no deja el menor atisbo: La Resurrección de Jesús ocurre el primer día de la semana. Pero de entre los domingos hay uno que descuella de modo singular: el Domingo de Pascua de Resurrección.
Al respecto, cerca del año 150, san Justino Mártir precisaba: “Y en el día del Sol (domingo) todos nos reunimos en un lugar, y leemos las memorias de los apóstoles o los escritos de los profetas… El domingo es el día en el cual celebramos nuestra asamblea común, porque es el primer día en el que Dios, haciendo volver la luz y la materia, creó el mundo, y también porque en ese día Jesucristo, nuestro Salvador, resucitó de entre los muertos”.
Es decir, para la Iglesia primitiva la liturgia dominical constituía el recuerdo de la Resurrección. Ello ofrece una explicación natural a algunas divergencias que aparecen en la segunda mitad del siglo ii en lo tocante al tiempo adecuado para celebrar la Pascua en tanto celebración anual, máxime si se tiene en cuenta que la Iglesia se va expandiendo, tanto en Occidente como en Oriente, y que existían discrepancias entre los cristianos procedentes del judaísmo y aquellos que no provenían de la cultura judía. De este modo, mientras que para los cristianos procedentes del judaísmo la fijación de la Pascua continuaba siendo la salida de Egipto, que según el calendario lunar babilónico correspondía a la primera noche de luna llena posterior al equinoccio de primavera (decimocuarto día del mes de Nisán), y a partir de ella fijaban la Pascua de Resurrección, independientemente del día de la semana en que esta ocurriera, para los cristianos procedentes del mundo gentil se tomaba como centro el día de la Resurrección, ocurrida el primer día de la semana, es decir, el primer domingo después de la Pascua judía y, a partir de este día, fijaban la celebración de la Pascua de Resurrección, aunque cayera en días diferentes de un año a otro. Esta no fue la única divergencia entre los cristianos procedentes del judaísmo y los que no procedían de este mundo, recordemos al efecto las divergencias que convergieron en la necesidad de realizar el Concilio Apostólico (Hech 15).
Pero no era solo la fijación del día de la celebración de la Pascua de Resurrección lo que traía divergencias, sino también el hecho de que, poco a poco, se fue introduciendo la praxis de un ayuno preparatorio a la celebración pascual, primero de un día, luego de dos días de duración, viernes y sábado, que con el domingo, dieron lugar a lo que luego sería el triduo pascual. Este ayuno era más sacramental que ascético; es decir, tenía un sentido pascual (participación en la muerte y resurrección de Cristo) y escatológico (espera de la vuelta de Cristo, arrebatado momentáneamente por la muerte).
Así, entre los siglos i y ii, comienza a perfilarse un ayuno comunitario de dos días previos a la celebración de la Pascua; mientras que para mediados del siglo iii se extenderá el ayuno a las tres semanas precedentes, durante las cuales se preparaban los catecúmenos para el bautismo en la noche pascual. A finales del siglo iv el triduo incluye el jueves, que será destinado a la reconciliación de los penitentes, se le agrega la celebración eucarística y se extiende el ayuno a otras dos semanas más, sin contar los domingos, en los cuales no se ayunaba.
Esta época es la que conoce el mayor esplendor del catecumenado de adultos, cuya última etapa, la anterior a la recepción de los sacramentos de iniciación cristiana, se desarrollaba en las semanas previas a la Pascua. Durante estos años se impulsará otra institución pastoral de la Iglesia: la penitencia pública de los grandes pecados, con el rito de la reconciliación de los penitentes en la mañana del Jueves Santo.
A finales del siglo iv ya se contaban, de este modo, cuarenta días de ayuno que comenzaban después del domingo primero de la Cuaresma. Ahora bien, como la reconciliación de los penitentes se hacía el Jueves Santo, se determinó, al objeto de que fueran cuarenta días de ayuno, comenzar la Cuaresma el Miércoles de Cenizas, dado que los domingos no constituyen días de ayuno.
Así pues, la Cuaresma, tal y como hoy la conocemos, queda definida en el siglo iv, y se consolida a partir de estas fechas tanto en Oriente como en Occidente. Ella, como tal, se extiende desde el Miércoles de Ceniza hasta la Misa de la Cena del Señor, la cual no se incluye; el simbolismo bíblico de los cuarenta días es bien conocido en la Iglesia como período de prueba, tentación y éxodo a través del desierto, a la par de tiempo de gracia y de acción divina en favor de su pueblo. Recordemos los cuarenta días del diluvio, los cuarenta años de peregrinación del pueblo de Israel por el Sinaí, los cuarenta días de Moisés y Elías previos al encuentro con el Señor, los cuarenta días de ayuno de Jesús antes del comienzo de su ministerio público, etc. De ahí los cuarenta días como período de preparación para la celebración de la solemnidad pascual.<
El ayuno
En los siglos ii y iii ya existía bajo diversas formas lo que hoy denominamos “ayuno cuaresmal”, llamado entonces “ayuno pascual”. Cuando la Cuaresma toma su forma definitiva en el siglo vi, es acompañada de ayuno, limosnas y oración. En estos siglos el ayuno consistía en una sola comida al día que se tomaba en la noche y en la cual la carne estaba prohibida, al igual que los huevos y los productos lácteos. El uso de vino también era juzgado incompatible con el ayuno.
Durante la Semana Santa, el ayuno se tornaba más riguroso, solamente estaba permitida la ingestión de alimentos secos. Algunos ayunaban dos o tres días seguidos, mientras que otros, más austeros, lo guardaban durante toda la Semana Santa, para suspenderlo después del primer canto de gallo de la aurora de Pascua.
Con el tiempo, estas rigurosas exigencias fueron suavizadas. Entre los siglos VII y IX era permitida la ingestión de alimentos hasta ese momento prohibidos, como huevos, leche, queso y pescado, al igual que el consumo de vino, aunque en pequeñas cantidades. Para el siglo xii se intenta mantener la regla que impide romper al ayuno antes de la noche, pero pronto las excepciones empiezan a implantarse. La comida de Cuaresma primero es trasladada a las tres de la tarde y luego al mediodía.
Esta primera concesión pronto llevó a otra. Al prolongado ayuno de un mediodía a otro, sin comer nada entre ellos, se le permite la ingestión de líquidos en la noche. Ya en el siglo xiii el hecho de beber entre las comidas es algo habitual, conjuntamente con el consumo de frutas y conservas.
Durante todos estos siglos el consumo de carne permanece totalmente prohibido, salvo necesidad absoluta o enfermedad. Como principio se impone el ayuno a toda persona, exceptuando a las de edad avanzada o las que realmente tuvieran necesidad de evitarlo, como aquellos que realizaban largos viajes. Los mendigos y los que no tenían recursos fijos para garantizar su alimentación eran también excluidos de la obligación del ayuno. Con respecto a las edades, se prescribía para todo bautizado mayor de veintiún años.
A partir del siglo xvi, la ley del ayuno es menos exigente y aumentan las dispensas, sobre todo con compensaciones como oraciones, mortificaciones, limosnas, etc., se deja a libre decisión de cada cual los términos de su práctica, pero se mantiene en estas fechas como único alimento prohibido la carne.
En nuestros días el actual Código de Derecho Canónico establece que “…Todos los fieles, cada uno a su modo, están obligados por ley divina a hacer penitencia; sin embargo, para que todos se unan en alguna práctica común de penitencia, se han fijado unos días penitenciales, en los que se dediquen los fieles de manera especial a la oración, realicen obras de piedad y de caridad y se nieguen a sí mismos, cumpliendo con mayor fidelidad sus propias obligaciones y, sobre todo, observando el ayuno y la abstinencia… En la Iglesia universal, son días y tiempos penitenciales todos los viernes del año y el tiempo de Cuaresma” (Nros. 1249-1250).
Tiempo catecumenal
La Cuaresma es, por excelencia, un tiempo de conversión. Esta conversión, con su elemento penitencial, encuentra su manifestación privilegiada en el bautismo de los catecúmenos. Si bien la práctica catecumenal no se presenta de forma clara en la primera generación apostólica y solo vemos una especie de “secuencia bautismal”: predicación, acogida, petición y bautismo, el hecho de la conversión, y la radicalidad que esta implica, es tenida como algo imprescindible en la Iglesia primitiva.
Al dispersarse los apóstoles por el mundo conocido de entonces llevaron con ellos el mensaje cristiano, aquello que habían visto y oído, aquello que en su momento no comprendieron, pero que a la luz de la aurora de Pascua tomaba un nuevo significado. El terreno en que se habría de implantar la semilla del evangelio, el mundo judío y gentil de entonces, hostil a la novedad de un mensaje que removía sus propios basamentos, hace que las primeras comunidades vean la necesidad de garantizar, en lo humanamente posible, una verdadera conversión.
Si bien la conversión es obra exclusiva de la fe, algo que entra en el terreno inescrutable de la interioridad personal y de la relación de esta con Dios, un tiempo de caminar en comunidad, recibiendo los fundamentos de la fe, y las exigencias que de la misma se derivan, se hace imprescindible. Con este fin, es creado por la Iglesia el catecumenado. A partir de los siglos ii y iii el catecumenado va a tomar consistencia a partir de dos vertientes: una moral, destinada a madurar la conversión, y otra más dogmática o doctrinal, dirigida a la defensa de los elementos de fe de las tergiversaciones procedentes del exterior y de las herejías que germinaban dentro de la Iglesia.
Es por ello que el catecumenado comienza a ser entendido no como un ente individual, sino comunitario. Es la comunidad quien introduce a los catecúmenos en los misterios de la fe, no solo en cuanto doctrina, sino también como modo de vida. Este andar del catecúmeno con la comunidad (en Roma, por ejemplo, duraba tres años en los siglos ii y iii), después de pasar por varias etapas, llega a su meta en la celebración bautismal de la Vigilia Pascual.
A partir del siglo iv, con la disminución de las persecuciones contra la Iglesia, sobre todo después del Edicto de Milán con la paz constantiniana, se produce el bautismo de pueblos enteros, muchas veces más por decisión imperial, que por convicción personal. Poco a poco disminuye el número de adultos que se preparan para recibir el bautismo, siendo el sacramento algo que desde el nacimiento, en los países de la cristiandad, es administrado.
Como consecuencia de lo anterior, la preparación cuaresmal, en lo referente al catecumenado, va a tomar un nuevo espectro. Aquello que era reservado a los conversos, la asimilación de los rudimentos de la fe y la renuncia a todo lo que alejara de ella, es propuesto a todos los fieles para que en la noche de Pascua vigoricen el don recibido. A partir del siglo vi, el largo camino catecumenal es limitado al tiempo de Cuaresma e incluso toma el nombre de “catecumenado cuaresmal”.
Un andar en Cristo
La Cuaresma a lo largo de los siglos ha estado determinada por las condiciones eclesiológicas de cada período de la historia de la Iglesia. Desaparecida la institución del catecumenado y de la penitencia pública (aunque no de forma similar o simultánea en todas las regiones donde el cristianismo se había implantado), la Cuaresma es orientada a ser un período penitencial y ascético, orientado a la purificación y la reconciliación personal y comunitaria.
Durante siglos, el bautismo de adultos fue algo reservado a los “países de misión”. No obstante, en la actualidad, ante el avance del secularismo, la frontera de estos es bastante ambigua. Grandes regiones de la antigua cristiandad pueden ser hoy consideradas “zonas de misión”, lugares donde las mentalidades y las formas de vivir distan mucho del ideal evangélico. Es por ello que la práctica cuaresmal, lejos de fosilizarse, constituye algo que la Iglesia, con las modalidades propias de cada época, no deja de proponer, haciendo énfasis en aquellos elementos que la caracterizan: el ayuno purificador, la limosna caritativa y la oración confiada. Su reanimación como tiempo de gracia, tal y como lo enuncia el Concilio Vaticano II, es una asignatura aún pendiente en muchos lugares.
“Puesto que el tiempo de la Cuaresma prepara a los fieles… para que celebren el misterio pascual, sobre todo mediante el recuerdo o la preparación del Bautismo y mediante la penitencia”, refiere el Vaticano II, “se ha de dar un particular relieve, en la liturgia y en una más amplia catequesis litúrgica, al doble carácter de dicho tiempo”; empleándose “más abundantemente, los elementos bautismales propios de la liturgia cuaresmal y, según las circunstancias, se restauren ciertos elementos de anterior tradición, a la par de los elementos penitenciales…”. En cuanto a la catequesis, invita que “se inculque a los fieles, junto con las consecuencias sociales del pecado, la naturaleza propia de la penitencia… La penitencia del tiempo cuaresmal”, enfatiza el Concilio, “no debe ser solo interna e individual, sino también externa y social. Foméntese la práctica penitencial de acuerdo con las posibilidades de nuestro tiempo y de los diversos países y condiciones de los fieles… téngase como sagrado el ayuno pascual… el Viernes de la Pasión y Muerte del Señor y aún se extenderá, según las circunstancias, al Sábado Santo, para que, de este modo, se llegue con ánimo elevado y abierto al gozo de la Resurrección del Señor…” (Sacrosanctum Concilium, Nros. 109-110).
Es decir, la meta de la práctica de la Cuaresma no es el “Miserere” del Viernes Santo, sino el “Gloria” triunfal de la Pascua. La fe en Jesucristo no es una fe orientada a la muerte sino a la vida, pero esa vida en plenitud solo se alcanza desde el insondable misterio de la Cruz. Es por ello que el Dios revelado en Jesucristo sigue siendo en muchas ocasiones ese “gran desconocido” que san Pablo predicara en el Areópago de Atenas. La fe en Jesús es una fe de interioridad y conversión, de dentro para fuera. Es la búsqueda de esa interioridad, de esa intimidad del creyente con Dios, la que la Iglesia durante veinte siglos ha propuesto de modo privilegiado durante la Cuaresma ya que, como recordara Goethe, “la humanidad avanza siempre, pero el hombre permanece el mismo”.
La fe cristiana no es una revisión de determinados hechos históricos con valor salvador. Cristo pasa a ser un mito inoperante desde el momento en que deja de actuar en nuestras vidas y en nuestro corazón. El Éxodo es mucho más largo y difícil de lo que suponía el pueblo israelita. La Iglesia en su continuo peregrinar hace suyo el hecho y el símbolo del desierto y se constituye en permanente éxodo hacia la patria de la promesa.
Por ello, sin un acercamiento renovado a Cristo, la Cuaresma y la Pascua corren el riesgo de convertirse en un conjunto de ritos ancestrales, hermosos o costumbristas, pero vacíos en cuanto significado, so pena de convertirse en algo puramente folklórico. Una fe sin obras, como recuerda el apóstol, es estéril. La caridad cristiana no es solo “dar limosna”, sino que, sin excluirla, la supera para convertirla en el único criterio seguro del verdadero cristianismo: la caridad.
Vivir la Cuaresma no significa, pues, la observancia de un conjunto de preceptos, sino la interiorización de la necesidad de una continua conversión; más que a guardar la “letra de la ley”, la invitación es dirigida a descubrir el “espíritu de la ley”. Así lo recuerda el profeta Isaías:
“Este es el ayuno que yo amo —oráculo del Señor—: soltar las cadenas injustas, desatar los lazos del yugo, dejar en libertad a los oprimidos y romper todos los yugos; compartir tu pan con el hambriento y albergar a los pobres sin techo; cubrir al que veas desnudo y no despreocuparte de tu propia carne. Entonces despuntará tu luz como la aurora y tu llaga no tardará en cicatrizar; delante de ti avanzará tu justicia y detrás de ti irá la gloria del Señor. Entonces llamarás, y el Señor responderá; pedirás auxilio, y él dirá: ¡Aquí estoy!
Si eliminas de ti todos los yugos, el gesto amenazador y la palabra maligna; si ofreces tu pan al hambriento y sacias al que vive en la penuria, tu luz se alzará en las tinieblas y tu oscuridad será como al mediodía, El Señor te guiará incesantemente, te saciará en los ardores del desierto y llenará tus huesos de vigor; tú serás como un jardín bien regado, como una vertiente de agua, cuyas aguas nunca se agotan” (Is 58, 6-11).
Es esto a lo que la Iglesia invita de modo especial durante la Cuaresma, a entrar en la “dinámica pascual”: tinieblas-luz, pecado-gracia, esclavitud-liberación, muerte-vida; en la dinámica del intercambio recíproco entre el misterio de la libertad humana y el misterio de la gratuidad de Dios, entre el abismo de la pecaminosidad del hombre y el abismo de la misericordia divina, con la seguridad de que si nuestros pecados son grandes, más grande es el amor de Dios, ese Amor que, resucitado del sepulcro en la aurora de la Pascua, constituye nuestra certeza y nuestra salvación.
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