La travesía

Eran las once de la noche del 14 de enero de 2022. Una llamada anónima de la Seguridad del Estado amenazándome, fue el catalizador necesario para que mi esposa y yo tomáramos una decisión que veníamos pensando desde meses atrás, pero que ahora se tornaba urgente: teníamos que irnos de Cuba de inmediato. Ya no era la caída en picada de las posibilidades para acceder a los insumos básicos para vivir dignamente, aunque reconozco que nosotros no éramos de los que peor vivíamos en Cuba; ni la incapacidad para darle una vida decorosa a nuestros futuros hijos, amen de ser yo un profesional y mi esposa una estudiante de sexto año de Medicina. Ahora se trataba de mi libertad; pero también de evitarle la angustia a mi familia de tener siempre la sombra de la Seguridad del Estado sobre nosotros, con la amenaza de caer en un calabozo y destrozarle los últimos años de su vida a mi abuelita de noventa años, a mi madre que cuida permanentemente de mi padre enfermo, y a mi esposa, mi compañera de vida, que lloró a más no poder cuando me vio llegar a casa el 11 de julio.

Ahora la cosa comenzaba a complicarse y empezaban las preguntas difíciles: ¿para dónde nos vamos?, ¿con qué dinero nos vamos?, ¿qué vamos a hacer cuando lleguemos a ese lugar? La primera pregunta parecía tener la respuesta mas fácil, pues nosotros teníamos visa a Panamá, ya las otras dos eran mas complicadas de responder. Gracias a Dios, un tío mío nos dijo que nos apoyaba económicamente para que pudiéramos salir y pudiéramos establecernos en otro lugar, pero ahora se presentaba otro problema: todas las aerolíneas estaban saturadas por el éxodo masivo de cubanos que hay desde que Nicaragua impuso el libre visado para los cubanos. Sin embargo, Dios siempre es bueno, y de manera casi milagrosa en esa semana la aerolínea Copa sacó pasajes para la semana siguiente, así que sacamos pasaje para el día 22 y todo empezaba a desenredarse. Fue entonces que surgió una encrucijada: ¿quedarnos en Panamá, o intentar una travesía hacia los Estados Unidos? Habíamos visto en las redes sociales a muchos conocidos nuestros que estaban llegando, y se nos metió el bichito en el cuerpo: si otros lo están logrando, ¿por qué no nosotros? Decidimos que íbamos a intentarlo, aún sin saber todos los riesgos que corríamos, y nuestra familia nos apoyó totalmente. Entonces un amigo mío, cuyo hermano estaba haciendo la travesía, me puso en contacto con la persona que se estaba encargando de llevar al hermano. Al contactar con la persona, nos pareció agradable y responsable, nos prometió que el viaje iba a ser cómodo, en carro prácticamente todo el camino y que no iba a haber problemas, que todo estaba bien coordinado.

El día antes de irnos, fui al cementerio a la tumba de mi abuelo. Recé y lloré delante de la lápida, hablé con él, y le pedí que su espíritu nos acompañara y nos protegiera. Luego hice análisis de conciencia y me confesé. Quería ir ligero de equipaje interior que es el más importante.

Llegó el día de partir. Es imposible olvidar los sentimientos de ese día: lloré de rodillas delante de mi abuela, por dentro me comía el corazón el miedo de no poder volver a verla, a darle un beso, abracé a mi madre, a mi padre y a mi suegra a más no poder. Ellos también lloraban, tenían un miedo inmenso, pero no lo decían. Se iban la alegría y el sostén de la casa. Rezamos todos juntos antes de irnos al aeropuerto, el Espíritu Santo nos dio paz, pues no sentí miedo de lo que se venía por delante, algo en mi interior me decía que todo iba a ir bien. En la madrugada siguiente de estar en Panamá, comenzó la travesía.

Llegamos a la frontera de Panamá con Costa Rica sin ningún contratiempo y cruzamos la frontera entre ambos países a través de un pasillo que une ambos lados. Ahí nos estaba esperando una persona que nos montó en una guagua que nos llevó a San José, donde nos recogieron y nos llevaron a descansar. Al día siguiente, tomamos otra guagua que nos llevó a un pueblo que se encuentra en la costa del océano Pacífico y ahí fue el primer momento duro de la travesía. Durante la noche nos montaron en un bote de pesca equipado con un motor fuera de borda que nos iba a llevar a Managua. En el bote montaron junto a nosotros a diez nepalíes que iban también hacia Estados Unidos. Fueron seis horas de suplicio en aquel bote que iba dando saltos sobre las olas; cada vez que caía nos sentíamos los golpes con el agua en todo el cuerpo, y para colmo de males, había viento que provocaba olas y en muchos momentos parecía que el bote se iba a volcar. Gracias a Dios, logramos llegar a Managua a una casa en la que ni siquiera había un colchón para poder recostarnos a descansar. Aun así, logramos descansar un par de horas y salimos de camino a la frontera con Honduras. Ya este cruce fue más difícil, pues tuvimos que hacerlo a caballo, bordeando puntos fronterizos, y luego caminar escondidos en el monte unos cuarenta minutos hasta llegar a una casa que no tenía ni siquiera electricidad. Junto a nosotros a esa casa llegaron otros dos cubanos. Ahí nos recogieron los teléfonos y el dinero que llevábamos encima, porque había riesgo de que nos asaltaran y nos montaron en motos de motocross para bajar las montañas, a casi setenta kilómetros por hora, bordeando acantilados muy peligrosos, un mal cálculo de uno de los choferes y hubiéramos caído barranco abajo.

Ellos nos dejaron a los cuatro en una choza en las afuera de la ciudad, a esperar a que vinieran por nosotros, y de pronto llegó el dueño de la casita a intentar secuestrarnos, pues él decía que nosotros no podíamos estar ahí y que, si no le pagábamos cien dólares cada uno, nos iba a entregar a la policía. Entonces los otros muchachos llamaron a las personas que los debían recoger a ellos y a los veinte minutos llegó como un bólido un hombre que dijo: “vamos, cubanos”, intimidó al dueño de la vivienda y aunque él no era el responsable de nosotros, nos escapamos con él. El hombre iba preparado, pues iba escoltado por dos camionetas más sin chapa, y como si fuera una película de acción, las camionetas salieron a toda velocidad en medio del tráfico. Nosotros estábamos con los nervios de punta, pero el hombre nos dijo que nos calmáramos que ya estábamos seguros y que él nos iba a entregar a la persona responsable de nosotros para que pudiéramos seguir nuestro camino, y así fue. Estuvimos tres días en una casa esperando a que nos devolvieran nuestros teléfonos y el dinero que habíamos entregado, para seguir a Tegucigalpa y de ahí nos montaron en una guagua que nos iba a llevar hasta la frontera con Guatemala. Cuando abordamos el bus, nos dimos cuenta que estaba lleno de cubanos y luego, cuando paró en un punto del camino para que comiéramos, había dos guaguas más llenas de cubanos.

En ese tramo hasta esta frontera vimos la corrupción de la policía, pues tres veces pararon las guaguas para pedirnos dinero, y las tres veces de manera muy directa, pues nos dijeron que ellos no tenían problemas con dejarnos seguir nuestro camino, pero teníamos que darles veinte dólares cada uno. Pagando los sobornos, logramos llegar a la frontera de Guatemala y Honduras. En la mañana siguiente nos cruzaron esa frontera en un carro, y en varios puntos del camino el chofer le dio dinero a soldados que estaban en la ruta; todo de manera muy natural, nos llevaron a un hostal cerca de la frontera y ahí descansamos unas horas para luego seguir hasta Ciudad de Guatemala, a la cual llegamos de noche. Al día siguiente tomamos un autobús hasta un pueblo cerca de la frontera con México, y de ahí fuimos de pie en una guagüita que fue bordeando toda la frontera entre ambos países durante casi cuatro horas. Luego tuvimos que caminar veinte minutos por un camino en una montaña que cruzaba los dos países y de repente, estábamos en México. Nos llevaron a una casa en medio del monte donde estuvimos tres días durmiendo en el piso, sin apenas comida.

Llegado el momento de salir, nos montaron aproximadamente a veinte personas en una minivan que tiene normalmente capacidad para diez, y salimos en una caravana de tres vehículos. Sin embargo, en una parte del camino, en la guagüita en la que íbamos puso las luces de carretera y no eran tres, ¡eran nueve! Una detrás de la otra en caravana por la autopista a muy alta velocidad, pasando puntos de peaje como si nada. En un momento del recorrido, nos detuvo la policía. El chofer se comunicó por un walkie-talkie con su jefe y le dijeron que cerrara bien la camioneta y esperara. A los cinco minutos, llegó un carro de la Guardia Nacional, habló con el policía que nos detuvo y nos hicieron señas para que siguiéramos. Llegamos hasta otra casa donde estuvimos prácticamente hacinados durante tres días, durmiendo en el piso, muy apretados con muchas personas a nuestro alrededor. A la hora de movernos, nos montaron en camionetas, las mujeres adelante y los hombres acostados en la cama de la camioneta, apretados y tapados con lonas para que no nos vieran. Así recorrimos seis horas entre carretera y desierto, con temperaturas muy bajas porque era de madrugada.

En el siguiente tramo, fue donde se puso feo el viaje: nos montaron a 150 personas en un camión de carga. El camión tenía una división con tablas en el medio para hacer dos pisos: los hombres arriba y las mujeres abajo, todos encerrados y sin apenas poder respirar. El viaje iba tranquilo hasta que al camión lo detuvo una patrulla. Cuando el policía mandó al chofer a apagar el camión, este aceleró y se dio a la fuga con todos nosotros adentro, iba a máxima velocidad y el camión iba en zigzag esquivando el tráfico y en un punto de la carretera evadió por muy poco un barranco. Nosotros adentro veíamos cómo las tablas se movían y parecían que se iban a partir y le iban a caer encima a los que estaban abajo. El camión iba a su máxima velocidad y como iba con exceso de carga era muy inestable y oscilaba de un lado para el otro. Por supuesto, la policía lo persiguió y pidieron refuerzos hasta que nos detuvieron. El chofer intentó huir corriendo, pero lo capturaron. Dios puso su mano y nos protegió de que aquel monstruo de hierro no se volcara o se partiera alguna de las tablas. Ese día todos los que estábamos allí vivimos gracias a su intervención divina, no hay otra explicación. Dentro del camión íbamos cristianos de muchas denominaciones y mientras esperábamos a que nos bajaran del camión, nos pusimos entre todos a rezar, a cantar y a dar gracias a Dios por estar vivos.

Finalmente, la policía después de varias horas encerrados en el camión comenzó a bajarnos y a llevarnos a un centro de detención de inmigrantes. En el momento del traslado, a mi esposa y a mí nos separaron y cuando yo llegué al centro de detención y vi que ella no llegaba me sentí desesperado, tenía mucho estrés y mucho miedo de que a ella no la llevaran para el mismo lugar que a mí. Al cabo de las horas, finalmente la trajeron a ella y nos pudimos abrazar. El Instituto Nacional de Inmigración, que es como se llama el lugar donde estábamos, básicamente es una especie de prisión, pues teníamos que dormir en celdas, solo con unas colchonetas en el piso. El centro estaba lleno, así que dormíamos hacinados y estábamos divididos por nacionalidades. Para poder salir de allí, nuestra familia tuvo que buscar un abogado, el cual fue recomendado por un amigo nuestro. Este abogado no era especializado en inmigración, así que no conocía los requisitos para lograr sacarnos rápido de allí, por lo cual el proceso para nosotros se hizo más lento, mientras nosotros veíamos que el resto de los cubanos lograban salir rápido. Sentíamos mucho miedo de que nos deportaran, pues esa posibilidad era muy real. A las tres semanas exactas, una tarde en el patio, un grupo estábamos buscando citas bíblicas y justo después de yo leer Mateo 25.31-46, nos llamaron que estábamos libres bajo ciertas restricciones: no podíamos salir de la ciudad y debíamos ir a reportarnos cada lunes al Instituto.

El abogado nos prestó su apartamento, y ahí estuvimos dos semanas, mientras buscábamos cómo seguir nuestro camino. Encontramos a una persona que nos llevó en un carro, solo a nosotros dos. Este viaje fue más largo, en muchos tramos por autopista, y en otros por caminos paralelos para evitar a la policía. Hubo un momento del recorrido que fue bien tenso, pues tuvimos que entrar a territorio controlado por un cártel. Ese tramo del camino, según el mismo chofer, estaba bien coordinado pues él le paga al cártel para poder pasar por ese territorio. Entramos a un pueblo que parecía un pueblo fantasma y tuvimos que esperar a que los hombres del cártel nos autorizaran a seguir. Ese momento fue bien tenso pues vimos a hombres armados hasta los dientes que en su forma de actuar se nota que son capaces de matar sin ningún tipo de remordimiento. Mientras esperábamos, ellos vieron a lo lejos por el camino que se levantaba una nube de polvo, y ellos dijeron que se acercaban soldados del ejército, así que nos mandaron a regresar a la casa de donde habíamos salido. Tuvimos que esperar tres días hasta que pudimos volver a intentarlo, pues había un operativo grande. Gracias a Dios, el día que volvimos a salir logramos hacer todo el recorrido sin contratiempos y en ocho horas estábamos en la ciudad fronteriza con Estados Unidos. Ahora tocaba esperar a que nuestra familia hiciera el pago final para cruzarnos. Cuando llegó el día, nos llevaron a una parte en las afueras de la ciudad donde había un río, no más ancho que una calle y donde el agua llegaba por la cintura. Cruzamos en cinco minutos y de la nada aparecieron soldados norteamericanos para detenernos. Mi esposa y yo nos mirábamos y nos reíamos. A partir de entonces todo fue bien, pues como yo hablo inglés pude comunicarme con los guardias y eso nos relajó a todos. Nos llevaron a un centro de detención donde nos trataron muy bien, y en menos de setenta y dos horas nos liberaron. Pudimos llegar a Miami y abrazar a nuestra familia que vive aquí y que estaban desesperados porque llegáramos.

Lo habíamos logrado, gracias a Dios, cincuenta y cinco días después de haber salido de casa, estábamos en Estados Unidos. Ahora comienza una nueva etapa en nuestras vidas. Rezo todos los días para que Dios ilumine nuestro camino y podamos construir ese futuro que soñábamos y que en Cuba, lamentablemente, no podíamos volver realidad. Esa vida tiene tres bases fundamentales: la oración constante para no perder el rumbo, no olvidar el sacrificio que realizamos para llegar hasta aquí, y jamás olvidar a los que dejamos allá, que estoy seguro que algún día nos volveremos a reunir.

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