San Francisco de Asís, un santo comunicador

San Francisco de Asís
San Francisco de Asís

Un santo comunicador*

Será de provecho para el hombre de hoy, reconocer la excelencia y eficacia de la comunicación practicada por el santo de Asís. Para esclarecer esta afirmación, es oportuno aproximarse a tres miradores: el de la índole comunicativa de la persona misma de san Francisco; el de las formas de comunicación empleadas por el santo; el de la esencia de la comunicación en que él destacó.

Juan Francisco Bernardone, un comunicador nato

La pequeña ciudad de Asís (al centro de Italia) ha quedado vinculada para siempre con la persona de san Francisco, quien nació en una de sus callejuelas, un día del año 1182 (o 1181). Fue bautizado con el nombre de Juan, pero su padre lo llamó Francisco, en honor de Francia, el país de su esposa. No parece que Pedro Bernardone y Pica haya tenido muchos hijos, pero tenemos noticia de al menos otro, nacido después de Francisco; ese hijo menor se llamaba Ángel, y no tuvo las virtudes de su hermano ni alcanzó su celebridad.

Francisco fue de un temperamento alegre y espontáneo. Era amigable y altruista, diáfano en sus apreciaciones y de una sensibilidad exquisita. De su madre debió heredar la nobleza de espíritu y la percepción de la belleza. Esas dotes afloraban en sus correrías juveniles, en las que destacaba por sus cualidades de juglar y por su capacidad para asumir rápidamente el papel de principal animador en las fiestas y tertulias. A eso contribuía, además de su natural generosidad, su condición de primogénito de una familia de ricos mercaderes en telas.

Pero cuidado con equiparar la juventud de Francisco con la conducta del hijo pródigo de que nos habla el Evangelio. El hijo de Pedro Bernardone era un alegre derrochador, pero no un joven disoluto y falto de conciencia. Nunca fue indiferente ante las penurias de los pobres y los padecimientos de los enfermos. Un día en que, excepcionalmente, no le dio limosna a un necesitado, enseguida se entristeció sobremanera e hizo de todo para reencontrar a ese pordiosero y reparar su omisión.

En cuanto a los enfermos, le costaba trabajo vencer la repulsión que sentía cuando se trataba de padecimientos contagiosos o repugnantes; tal era el caso de los leprosos, de los que había cierto número en Asís. Un episodio muy determinante en su vida fue aquel de su encuentro repentino con un leproso que le pedía limosna. Sin bajarse de su cabalgadura, le arrojó prontamente una moneda, casi con el propósito de apartarse cuanto antes de esa figura que le provocaba repugnancia; reaccionó, sin embargo, y bajó del caballo para acercarse al leproso, tomarle aquella mano roída por la lepra y besársela resueltamente. Ese gesto fue para él mismo como una liberación. Una barrera de incomunicación había quedado disuelta, tanto que se propuso repetir el gesto, ya no únicamente con relación a un solo leproso, sino con todos los enfermos de un leprosario: el de San Salvador, en las afueras de Asís.

El episodio del beso al leproso fue posterior a otra experiencia también decisiva en el proceso de purificación y cambio radical de Francisco: la peregrinación que hizo a Roma a comienzos del año 1206, cuando tenía veinticuatro años de edad. Llegó a la Ciudad eterna pertrechado de monedas para darles limosna a todos los pordioseros que encontrara. Los halló muy numerosos, aglomerados en las puertas de las iglesias y basílicas romanas. Mientras repartía limosnas, reflexionó en la oportunidad de no limitarse a socorrer a los pobres, sino hacerse él mismo pobre. A un pordiosero le cambió las finas prendas que llevaba por los sucios harapos que aquél vestía. Transformado en un mendigo, se puso a implorar la caridad de los peregrinos.

Vuelto a su ciudad natal, Francisco era otro: no tenía interés alguno en las riquezas de su padre y había renunciado a pensar en andanzas caballerescas. Se proponía tomar como esposa a “la Dama Pobreza”: “la más noble, la más bella y la más rica de todas las mujeres”. Pero, ¿cómo concretar ese anhelo tan singular? Dios se lo habría de revelar. Así fue efectivamente, a través de una serie de nuevos episodios. El hecho que más lo sacudió en su interior fue el haberle hablado Jesucristo a través de un Crucifijo, en la pequeña capilla de San Damián: “Francisco, reconstruye mi casa, que está a punto de derrumbarse”. La voz de Cristo era clara, y su petición muy concreta. Él la interpretó literalmente y se dio a esa tarea con tanta resolución que se atrevió a sustraer, de la bodega familiar, una carga de telas finas a fin de venderlas y hacer frente a los gastos. Cuando su padre se enteró de la sustracción, montó en cólera y llevó el asunto a conocimiento del obispo Guido. Francisco devolvió a su padre cuanto de él tenía y se acogió a la protección de la Providencia y al abrigo de la Iglesia. Fue así como llegó a ser un hombre enteramente libre.

Desapegado de todo, comenzó a ser dueño de todo lo creado, estableciéndose una relación de fraternidad entre él y las demás criaturas. Sin convencionalismos ni retórica, pudo llamar “hermano”, “hermana”, al agua, al fuego, a los árboles, a las piedras, a los pájaros, al sol, al viento… Los astros del cielo y los animales más diminutos pasaron a ser de su propiedad. Aprendió el “lenguaje” de todas las criaturas y tuvo la certeza de que la Creación entera respondía al lenguaje suyo. Lo que en otros hubiera sido ingenuidad o fantasía, para el santo de Asís fue una experiencia viva.

Al quedar desheredado de su padre terrenal, Francisco ascendió más rápidamente al punto de encuentro con el Padre de los cielos, en cuyo amor eterno todo se atrae y fraterniza. Si en las cosas y en todos los seres vivos veía un reflejo del Creador, en la persona humana reconocía la “imagen y semejanza” divina. Esta verdad fue para él un venero de gozo existencial y una fuerza expansiva para revelarles a todos el Amor y trasmitirles la paz.

El “medio de comunicación” en san Francisco

Entre los numerosos medios de que el hombre dispone para la comunicación, el primero en importancia, para san Francisco, es la vida misma. Enseñaba, por eso, que el Evangelio hay que predicarlo siempre, “y cuando es necesario, también con la palabra”. Esto quiere decir que el testimonio debe anteceder a la palabra. Cuando hay una equivalencia entre lo que se predica y lo que se vive, las palabras salen de la boca preñadas de vida, son comunicación auténtica. Y si tales palabras son dictadas por el amor, a la vez que trasmiten la verdad, suscitan alegría. El santo de Asís les decía a sus frailes: “¿Qué son los siervos de Dios sino juglares suyos que deben levantar los corazones de la gente y entusiasmarlos con su alegría espiritual?”.

Al testimonio, a la palabra viva y al amor, debemos añadir, entre los recursos de comunicación más empleados por el Poverello, el de la representación y el de la belleza. Estos dos medios a menudo van juntos.

El fundador de los franciscanos era en extremo sensible a toda representación de lo bueno, de lo verdadero y de lo bello. El libro de las Florecillas está lleno de episodios que muestran cómo, hasta en su manera de expresarse, recurría instintivamente a imágenes y a símiles muy eficaces. En la espiritualidad de san Francisco juegan un papel importante los sentidos, en particular la vista y el oído. Por eso creemos que en él tuvo un impacto estremecedor la voz de Cristo que le habló desde el Crucifijo de San Damián. Una devoción intensísima a la Pasión del Señor lo acompañará hasta el término de su vida.

A san Francisco también lo enternecía pensar que el hacedor de todo lo que existe, haya querido llegar al mundo como un niño indefenso que nace en el sitio más desarrapado. En este renglón se sitúa una de las grandes genialidades de san Francisco comunicador, a quien debemos el haber dado inicio a la tradición cristiana de representar cada año, en las iglesias y en los hogares, el pesebre de Belén, para avivar la imaginación de los creyentes y despertar la ternura de sus corazones. La primera representación de la Navidad, promovida por san Francisco, tuvo lugar en el pueblecito de Greccio, en una gruta existente en las afueras de la aldea.

A un amigo y bienhechor suyo, san Francisco le confió su propósito: “Quiero, al menos una vez en mi vida, festejar como es debido, la venida del Hijo de Dios a la Tierra, y ver con mis propios ojos hasta qué punto quiso ser pobre y miserable Aquel que nació solo por amor a nosotros”. El amigo del santo entendió bien los preparativos de que debía ocuparse, y en la noche del 24 de diciembre del año 1223, se vio en medio de aquella gruta un altar y a los pies del mismo un humilde pesebre para recostar allí a un recién nacido. Cerca del pesebre estaban dos pacíficas bestias: un buey y un asno verdaderos. Un sacerdote celebró la Misa, mientras Francisco, vestido de diácono, se mantenía de pie, “suspirando profundamente, abrumado bajo la plenitud de su piedad y desbordante también de una alegría maravillosa” (Tomás de Celano). Los pobladores de Greccio habían acudido, llevando por el bosque, hasta aquella gruta, antorchas encendidas. El espectáculo, del todo nuevo, era de una belleza indescriptible.

La esencia de la comunicación franciscana

La esencia de la comunicación de san Francisco de Asís es el Amor, Dios mismo, que todo lo embellece y armoniza. El hondo sentido de la naturaleza que poseía san Francisco no es panteísmo, pero sí percepción del amor unificador del Creador que irradia en la naturaleza. La experiencia que el santo tenía de la creación era la de una gran hermandad cósmica. En ella veía realizado un proyecto armonioso de Dios.

En la naturaleza se percibe también la presencia de un elemento perturbador que es el pecado. Esa fuerza negativa actúa contra el hombre mismo, su primer responsable, y sobre la entera naturaleza, cuya armonía desestabiliza. Pero hay una energía muy superior a la fuerza destructiva del pecado: es la gracia redentora y misericordiosa de Jesucristo, Salvador del mundo y principio reunificador de todo lo creado.

La redención comienza en el interior del hombre. Por eso el saludo franciscano, inspirado en el Evangelio, es el ofrecimiento de la paz. El propósito de este saludo es consolidar la armonía en el interior de la persona, a fin de volverla receptora de cuanto es bueno, verdadero y bello. Aquí está una clave fundamental de la comunicación practicada por el santo de Asís: contribuir primero a que se pongan las condiciones para que pueda restablecerse la comunión de las criaturas con su Creador. Por eso san Francisco, en tono con las enseñanzas de Jesucristo, insiste tanto en la penitencia y en la necesidad de una constante purificación interior.

San Francisco no es un teórico de la comunicación. Es un comunicador, un trasmisor vivo de la verdad, un sembrador de alegría, un Evangelio viviente, un instrumento fiel del “perfecto Comunicador” que es Cristo.

La comunicación del Poverello de Asís, fundamentada en el amor y en la hermandad universal, es un proceso vivo que parte del corazón y apunta al bien de los demás.

Las misiones en “tierras de infieles” fueron un anhelo constante de san Francisco, el cual envió frailes a Túnez y a Marruecos, y él mismo se llegó hasta Egipto, donde se entrevistó con el sultán Mélek-el-Kamel, a quien le estuvo hablando de Jesucristo y de la fe cristiana. Lo hizo con tanta humildad y fervor que, aunque no hablaba la lengua del sultán ni este la de Francisco, se entendieron perfectamente, en una comunicación vital, por encima de las palabras. Al despedirlo, en un gesto de nobleza y sinceridad, el sultán le pidió al santo: “Rogad por mí, para que Dios me revele la religión que le es más agradable”.

El mismo principio de la fraternidad universal hace explicable y no risible que san Francisco les haya predicado aun a los pájaros y que estos hayan dado señales de acatar su exhortación a que nunca cesaran de alabar al Creador.

En su viaje hasta Egipto, san Francisco contrajo una infección en los ojos, de la cual nunca sanó.

Sin embargo, ni la ceguera galopante, ni el agotamiento físico, ni los intensos dolores que le causaban las llagas de Cristo (en septiembre de 1224, orando en el monte Alverna, había recibido en su cuerpo la gracia de las estigmas), nada opacó la alegría de su espíritu ni entorpeció su sensibilidad de poeta. Con una ceguera casi total, incapaz de abrir los ojos ante un firmamento luminoso, compuso su Cántico de hermano Sol, que en seguida extendería a todas las criaturas (Cántico de las criaturas) y, cercano ya al propio fallecimiento, también a la “hermana muerte”.

Recostado sobre el duro suelo, la noche del 3 de octubre de 1226, Francisco de Asís puso su alma en las manos del Padre celestial, Dios-Amor, fuente de toda auténtica comunicación.

Cántico de las criaturas

Altísimo, omnipotente, buen Señor,

tuyos son los loores, la gloria, el honor

y toda bendición.

A ti solo, Altísimo, convienen,

y ningún hombre es digno de hacer

de ti mención.

Loado seas, mi Señor,

con todas las criaturas,

especialmente el hermano Sol,

el cual hace el día y nos ilumina,

y es bello y radiante con gran esplendor.

De ti, Altísimo, porta significación.

Loado seas, mi Señor,

por la hermana Luna y las Estrellas.

En el cielo las has formado

esclarecidas y preciosas y bellas.

Loado seas, mi Señor, por el hermano Viento,

y por el Aire y Nublado

y Sereno y todo tiempo,

por el cual a tus criaturas

das sustentamiento.

Loado seas, mi Señor,

por la hermana Agua,

la cual es muy útil y humilde

y preciosa y casta.

Loado seas, mi Señor,

por el hermano Fuego,

con el cual alumbras la noche,

y es bello y jocundo

y robusto y fuerte.

Loado seas, mi Señor,

por nuestra hermana Madre Tierra,

la cual nos sustenta y gobierna,

y produce diversos frutos

con coloridas flores y hierba.

Loado seas, mi Señor,

por los que perdonan por tu amor

y soportan enfermedad y tribulación.

Bienaventurados los que las sufren en paz,

pues de ti, Altísimo, coronados serán.

Loado seas, mi Señor,

por nuestra hermana la Muerte corporal,

de la cual no hay hombre viviente que pueda escapar.

¡Ay de los que mueren en pecado mortal!

Bienaventurados los que cumplen tu santa voluntad,

porque la muerte segunda no les hará mal.

Alabad y bendecid a mi Señor

a quien gracias se han de dar,

y servidlo con grande humildad.

San Francisco de Asís*

Texto publicado en Palabra Nueva por el sacerdote paulino, Juan Manuel Galaviz (EPD).

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