Los que se quedaron

Por: Mons. Antonio Rodríguez (padre Tony)

Padre Sardiñas
Padre Sardiñas

Con el siguiente texto reanudamos el trabajo iniciado en el año 2017, al conmemorarse los 230 años de la erección de la diócesis de San Cristóbal de La Habana, como un desmembramiento de la diócesis de (Santiago) de Cuba. En un primer momento, destacamos la vida y obra de los obispos habaneros a partir del año 1900 hasta el presente, que cerramos con la semblanza de Mons. Juan de Dios Hernández, último obispo auxiliar que ha tenido La Habana.

En 1961 algo más de novecientos sacerdotes trabajaban en la pastoral o en la educación cubana. Una parte notable de ellos eran cubanos; los otros, en su mayoría, españoles, seguidos de italianos y canadienses. Es necesario mencionar aquí que todas las parroquias del campo habanero y algunas de la ciudad, estaban dirigidas por clérigos cubanos, gracias a la meritoria labor vocacional del más cubano de nuestros obispos, el cardenal Arteaga, quien cubanizó el clero habanero. Solo las parroquias de Jaruco y Santa Cruz del Norte eran pastoreadas por los padres de las misiones extranjeras provenientes de Quebec en Canadá.

Este trabajo quedaría incompleto si no mencionáramos a aquel grupo de sacerdotes habaneros (puesto que estoy hablando de la Arquidiócesis de La Habana) que después de la expulsión de 231 sacerdotes en el barco Covadonga, el 17 de septiembre de 1961, decidieron, libremente, permanecer en Cuba, y aquí murieron, como fue el caso del padre Juan Méndez, fallecido el 10 de enero de 2021.

Es preciso clasificar el número de sacerdotes expulsados por el Gobierno Revolucionario en el Covadonga, porque en él se incluyen al obispo auxiliar de La Habana, el siervo de Dios, Mons. Eduardo Boza Masvidal, años después propuesto para el Premio Nobel de la Paz. En su mayoría eran sacerdotes, con dos o tres hermanos de órdenes religiosas. Esta expulsión se realizó sin mediar proceso judicial alguno. La lista se hizo en solo diez días (desconozco la autoridad que la realizó) y las personas detenidas fueron congregadas en un lugar específico sin apenas llevar algo personal consigo. En el grupo había religiosos de las seis diócesis de Cuba. Los camarotes de primera y segunda clase del trasatlántico Covadonga ya estaban vendidos y el capitán de la nave comunicó que los sacerdotes deberían ir a las bodegas del buque. El último en subir fue Mons. Boza Masvidal. Una ovación de los pasajeros le tributó la bienvenida. El barco zarpó del puerto habanero y una numerosa cantidad de católicos se ubicó a lo largo del muro del canal de la bahía en la Avenida del Puerto para despedir a sus sacerdotes, quienes salieron de Cuba cantando el himno Tú reinarás. El destino del Covadonga era el puerto de Santander en Madrid. El último sacerdote de los expulsados murió en Madrid en el año 2015. Hablamos del padre cubano Mérito González Artigas, párroco de Güines en aquel momento. Algún tiempo después, el capitán del Covadonga comunicó por el audio un mensaje del general Francisco Franco, en el que decía que como jefe del Estado español los acogía en su país.

Muchos sacerdotes y laicos cubanos nacidos a partir de 1970 se hacen la pregunta: ¿y los obispos qué dijeron? Ellos, los que no habían sido expulsados se encontraban existencialmente en el mismo saco que los expulsados. Esperaban con muchas posibilidades una expulsión para ellos mismos. Había un telón de fondo marcado por el terror: unos meses antes, durante los días de playa Girón, varios obispos, entre los que se encontraban la figura más alta de la Iglesia en Cuba, Mons. Evelio Díaz y su obispo auxiliar, estuvieron encarcelados, al igual que centenares de cubanos. El recuerdo aún reciente de la sangrienta persecución religiosa ocurrida en la España republicana, en la Unión Soviética, en la República Popular China y en los países socialistas del este europeo, estaba muy fresco en la mente de todos. Allí fueron asesinados obispos, sacerdotes, monjas, seminaristas y muchos laicos. Estos últimos aportaron el número mayor. Por aquellos días, el cardenal húngaro József Mindszenty (1975) estaba asilado en la embajada de Estados Unidos en Budapest desde el derrocamiento de la Revolución húngara de 1956, antes de esta estuvo en las cárceles del gobierno comunista de su país. También el cardenal yugoslavo Aloysius Stepinac (1960), había estado confinado por el régimen de Tito en su aldea natal. En consecuencia, nuestros obispos se vieron ante un dilema: ¿protestamos o guardamos silencio?, y se impuso sabiamente la opción de guardar silencio, con el fin de salvar la permanencia de la Iglesia católica en Cuba.

De esa decisión para buscar el bien de la Iglesia, que es lo más propio de su finalidad, hemos vivido durante estos últimos sesenta y un años, salvo aquellos momentos cruciales de la historia del país en el que los obispos se han pronunciado públicamente en varias declaraciones (no olvidemos que el silencio es más que la ausencia de ruido). Sus nombres no quiero olvidarlos: Enrique Pérez Serantes, Evelio Díaz, Alfredo Müller, Manuel Rodríguez Rozas y José Domínguez, y la labor no bien comprendida del encargado de negocios de la Santa Sede en Cuba, Mons. César Zacchi. ¡Cómo nos enseñaron!

 

Trasatlántico Covadonga
Trasatlántico Covadonga

Como se puede ver, los expulsados fueron solamente 231. Esta es la cifra oficial. Ciertamente, de los restantes, una parte, aproximadamente alrededor de 300, se quedó en Cuba. El resto fue emigrando paulatinamente. Entre los que se quedaron, había, junto con los cubanos, sacerdotes españoles, italianos y canadienses y, curiosamente, un sacerdote chino, el padre Tomás Su Chao, párroco de Bahía Honda, quien había sido expulsado de la China comunista y ordenado sacerdote en Roma, desde 1955 trabajaba en la diócesis de Pinar del Río y permaneció en ella hasta 1987. De ellos escuché en varias ocasiones la misma expresión: “Me quedé por mis ovejas” o “No abandono a mis ovejas”. En ese ambiente nos formamos las generaciones de seminaristas cubanos desde 1963 hasta 1978.

Por su parte, los alumnos del seminario El Buen Pastor fueron sacados por sus respectivos obispos a distintos seminarios de España, Bélgica y Venezuela.

Hay que reconocer la permanencia en Cuba de varios religiosos de diferentes órdenes y congregaciones. Menciono, en primer lugar, a la Compañía de Jesús. Su superior, el padre Ceferino Ruiz, fue uno de los expulsados. Rápidamente, la Compañía nombró un sustituto, el padre Fernando Azcárate, hasta ese momento rector del noviciado de El Calvario. De un gran número de jesuitas en Cuba, quedaron alrededor de treinta en cuatro de las seis diócesis del país. Ellos, según me contó el propio Azcárate, les dijeron a los obispos: “Nos ponemos al servicio de la Iglesia en Cuba para las actividades pastorales que ustedes dispongan”. No solo fueron los jesuitas los únicos religiosos que se quedaron, también los dominicos, que con un solo sacerdote para todo el Vedado cuidaron el convento de Letrán y atendieron los diferentes templos asignados a ellos. Este fue el padre José Manuel Fernández, cubano, fallecido en octubre de 2019, conocido por todos como el padre Pepe. Además, se quedaron el padre carmelita Teodoro Becerril, también fallecido en Cuba el 25 de febrero de 2011; el padre Paulino Aguilar, que con tres claretianos, emigró de Cuba hacia España dieciocho días antes de morir. Con este último viajé de la Isla a Madrid, y en la nave de Iberia que nos transportaba, me enseñó su carné de ciudadano cubano, fechado en 1965, y me dijo: “Me hice cubano para que no me pudieran sacar”. Varios salesianos se quedaron también en sus tres templos habaneros. Destaco de ellos el nombre del padre Higinio Paoli, quien salió para morir en su país en junio de 1991. No quiero olvidarme de los franciscanos, los escolapios y de unos pocos redentoristas, capuchinos, paúles y pasionistas, todos capaces de mantener vivos sus templos y sus órdenes en Cuba hasta el día de hoy.

Los mencionados se quedaron viviendo como los fieles, los obispos y el resto de los cubanos: tenían la misma cotidianidad y comían de la libreta de abastecimiento. Consolaron a los fieles y alimentaron su fe, acompañaron a los afectados por las leyes revolucionarias y ayudaron monetariamente a muchas personas. A diferencia de lo que ocurre hoy, a ellos no se les permitía visitar las cárceles. El número de participantes en los oficios religiosos aumentó significativamente por aquellos años como nunca se había visto hasta ese momento. Con el tiempo, y a medida que crecía la radicalidad de las normas revolucionarias, no pocos católicos fueron abandonando la asistencia a los templos. En las restantes diócesis de Cuba, se dieron casos similares a los sacerdotes habaneros y a los fieles de esta arquidiócesis.

Hace casi cuarenta años, Mons. Fernando Prego, fallecido en 1999, me contó que poco tiempo después de la expulsión en el Covadonga, el Papa Juan XXIII envió a Mons. Silvio Oddi como internuncio, para leerles una carta personal suya a los sacerdotes que se quedaron, en la que les pedía que permaneciesen en Cuba. Mons. Prego me añadía que hubo algunos en la reunión habanera que, refiriéndose a esta carta, expresaron: “Eso lo dice el Papa, pero yo me voy”. Este dato explica la cifra más elevada que la de los expulsados, a la que me refería cuando dije que muchos fueron paulatinamente abandonando el país.

En lo referente a las órdenes y congregaciones femeninas quiero dedicar más adelante otro artículo. Ahora destaco los nombres de los sacerdotes diocesanos habaneros que se quedaron: Juan Suárez, Juan Lobato, José Gayol, Juan Méndez, Guillermo Sardiñas, Mariano Vivanco, Roberto Caraballo, Fernando Prego, Orlando Cobo, Luis Domínguez, Benigno González, Agustín Martínez, Honorato Alcaide y Mario Dubreuil; también Evelio Ramos, Alfredo Llaguno, José Rodríguez, Rolando González, José Cipriano Laria, Carlos Pérez, Armando Arencibia, Ángel Pérez Varela, Raúl Martínez, Ángel Gaztelu, Moisés Arrechea y Benigno de la Fuente; así como los españoles Agapito Alonso y Antonio Gómez, y el nicaragüense José Ramón Fornos. Si me he olvidado de alguno, pido a los amantes lectores que me lo rectifiquen. Muy pocos de ellos, poseían automóvil.
De los anteriormente mencionados, deseo reseñar dos nombres. Uno de ellos es el padre Juan Suárez, a quien califico como un apasionado de Dios; cubano, proveniente de las filas de la Agrupación Católica Universitaria y cura párroco de Bejucal; un hombre pintoresco, al que se le añadieron después del Covadonga las parroquias de Quivicán, con su filial San Felipe, y la de La Salud. Además, atendía, diariamente, la capellanía del hogar de ancianos Santa Susana, en el propio pueblo de Bejucal. Juan Suárez, además de la pasión por Dios que lo distinguía, poseía un notable celo apostólico. El reloj no existía para él; pero no desatendía ninguno de los lugares que le asignó el arzobispo. Nunca poseyó automóvil, se trasladaba todo el tiempo en guagua. Cuando llegaba al templo iniciaba sus labores confesando a los penitentes, y cuando aquello las filas de estos eran largas. Repetía a menudo que “no podía ir a celebrar misa, mientras quedara un penitente para confesarse”. Sus sermones eran largos, muy largos; por lo tanto, las misas del padre Juan Suárez duraban algo más de dos horas, que ya empezaban atrasadas, por razón del transporte y de la ausencia de horario en su vida; pero los fieles lo esperaban y no se iban. ¡Qué fieles aquellos! Durante los once años que fue párroco de Bejucal, dormía en el piso, encima de la alfombra del altar mayor, comía mucho de la cantina que le enviaban las Hijas de la Caridad, al final de sus labores pastorales y ya estaba fría. Su higiene personal no era muy ejemplar, y la sotana blanca siempre tenía olor a sudor; pero no dejaba de trabajar por Dios y por la Iglesia. Eso estaba muy claro en el padre Juan Suárez. Y todo esto venía acompañado de las burlas, los gritos, altoparlantes y planes de la calle alrededor de los templos. El padre Juan se quedaba dormido en las guaguas. En una ocasión, evidentemente mal intencionada, le quitaron los zapatos mientras dormía. Al despertar, se dio cuenta que no los tenía y aparecieron por otro lugar del vehículo. Nunca dijo que “no podía vivir en Cuba”. Semirretirado, falleció el 26 de marzo de 1977 en el hospital La Covadonga. Fue párroco de la iglesia del Santo Ángel Custodio, aquí en La Habana.

El otro sacerdote, de quien no puedo dejar de hablar, debido a su valía sacerdotal y patriótica, es del comandante del Ejército Rebelde, Guillermo Sardiñas. Nunca dejó de ser sacerdote y, por consiguiente, jamás dejó la Iglesia ni se opuso a ella ni a los pronunciamientos de los obispos en aquellos momentos. Natural de Sagua la Grande, fue ordenado sacerdote en Roma en 1938, donde se graduó de Licenciado en Derecho Canónico. Hombre de pueblo, recordado en su querida parroquia de Quivicán, fue nombrado, posteriormente, párroco de Nueva Gerona, en Isla de Pinos, de donde partió a principios de 1957, para incorporarse al naciente Ejército Rebelde en la Sierra Maestra. Muy querido por el cardenal Arteaga, quien durante una temporada lo nombró vicecanciller del Arzobispado, y residía, por ese tiempo, en el palacio cardenalicio. Me dijeron que el padre Sardiñas le confió al cardenal Arteaga su decisión de ir para la Sierra, donde se dedicó a bautizar y casar a los campesinos y de alfabetizarlos. Al triunfo revolucionario se le asignó la naciente parroquia de Cristo Rey, situada en el municipio Plaza. Desde allí, asistía diariamente, vestido con su sotana verde olivo, y los grados de comandante al MINFAR para cumplir con sus labores de despacho. Era muy querido y apreciado por sus compañeros militares, a diferencia de la no acogida que vivió durante este tiempo entre sus hermanos sacerdotes, pues no comprendían al padre Sardíñas por ser revolucionario y sacerdote a la vez. Esta situación personal no lo colocaba al margen ni en contra del Derecho canónico eclesial, ya que antes de 1983 ambas cosas eran permitidas por la Iglesia. Asistió a la última reunión mensual del clero antes de morir. Mons. Evelio Díaz, el arzobispo habanero, jamás lo desairó ni por ello descalificó su vida eclesial. Murió repentinamente el 21 de diciembre de 1964; pero siempre fiel a la Iglesia, siempre sacerdote.

Beso el suelo pisado por los nombres que aparecen en este artículo porque los que hemos venido detrás de ellos, nos hemos situado por debajo de lo que ellos vivieron e hicieron.

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