Sobre un diario

Por: Roberto Méndez Martínez

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Diseño: Iván Batista (COVID19)

En mayo de 2020 respondí a un cuestionario que me enviara el escritor José Antonio Michelena. A fines de ese mes la entrevista apareció en el sitio web de Palabra Nueva, en la sección “Hoy y mañana de una pandemia”. Aunque apenas habían transcurrido tres meses del encierro provocado por aquel azote, me parecía entonces que el aislamiento había sido prolongadísimo y quizá duraría solo hasta la mitad del verano, sin embargo, me refería en ella al sentido espiritual que yo otorgaba a aquella experiencia que para mí se convertía en oportunidad para reflexionar, crear y sobre todo para dedicarse a la familia, casi libres de ruidos exteriores.

Los pronósticos eran engañosos. Aun con restricciones, fuimos a la playa en el verano y, a fines de año, con una prometedora reducción de las cifras de contagio, se hizo posible no solo asistir a la inauguración de un salón fotográfico, sino festejar, de nuevo en la playa, nuestro aniversario de matrimonio y las notas obtenidas por mi hijo en sus exámenes de ingreso a la Universidad. Los brindis del 31 de diciembre siguiente apuntaban tanto a la inminente desaparición de aquella enfermedad extraña como a la realización de los proyectos postergados: actividades públicas, publicaciones, viajes…

Enero llegó teñido con los colores de la decepción. El mal se resistía a abandonarnos. Lo que no podíamos suponer es que lo peor estaba por llegar: un verano lleno de muertes, de hospitales desbordados, carencia de alimentos, de medicamentos, más una imparable devaluación de la moneda que desembocó en una situación social crítica.

Para esas fechas yo había vuelto al encierro riguroso y ya eran visibles los resultados del trabajo intelectual que había ocupado mi tiempo por más de un año: había concluido y revisado una novela de más de quinientas páginas e iniciado otra muy diferente, también había dado aparente conclusión a un libro de poemas llamado Cartas de la plaga y otros materiales ya comenzaban a divulgarse en Internet como la Introducción a la Historia de la Iglesia Católica en Cuba que yo había puesto a punto junto al P. Ramón Rivas SJ y el libro que el profesor Stefano Tedeschi, de la Universidad La Sapienza en Roma, había publicado en homenaje al centenario de Eliseo Diego donde aparecía un ensayo mío sobre los vínculos de su poesía con la arquitectura.

Encargos no faltaban en mi mesa de trabajo; entrevistas por responder, artículos solicitados por revistas o blogs y hasta las grabaciones domésticas que con grandes medidas de seguridad realizó más de una vez Cubapoesía en mi casa. Sin embargo, yo sentía que algo me faltaba por hacer. Mi propio quehacer demostraba que no era necesario salir a la calle para encontrar temas literarios, en primer término porque los asuntos más importantes siempre hallaban el modo de burlar la clausura de puertas y ventanas, pero además porque la memoria y la imaginación aportaban asuntos que hasta entonces yo había ignorado o preterido. Desde el inicio de 2021 comprendí que no se trataba solamente de edificar una especie de castillo para conservar la salud física y espiritual de nuestra familia, sino que no era posible tener una auténtica actitud humanista de espaldas a la catastrófica enfermedad, era preciso aprender de ella y todavía más, filosofar sobre ella y la impronta que dejaba ya en Cuba y en el resto del mundo.

Por esta razón, no me sorprendí cuando el 2 de febrero, sin esquema previo alguno, abrí un fichero nuevo en mi computadora, que inmediatamente bauticé como Diario de la epidemia. En modo alguno me proponía hacer anotaciones cotidianas, rigurosamente fechadas, ni introducir información “objetiva” —cifras, descripciones de sucesos, noticias tomadas de aquí y allá—. Mi labor no era la de un epidemiólogo, ni la de un científico social, sino la de un escritor que no se resignaba a filosofar solo desde sus novelas, poemas y ensayos históricos, sino que, a través de sucesivos apuntes o fragmentos asentados en un cuaderno digital, procuraba desahogar sentimientos, esclarecer ideas, liberarse de muchísimos recuerdos que el alejamiento de la vida social había contribuido a despertar y hasta procurar la ligazón entre literatura, arte, vida cotidiana y enfermedad. En fin, una filosofía del vivir y el crear, que fuera también un exorcismo a las fuerzas negativas que se levantaban en torno mío y la explicación de ese doloroso tránsito que es el cambio de época en nuestras existencias.

Nunca tuve una preocupación estrictamente literaria con ese Diario. Los apuntes en él unas veces se inclinaban a lo testimonial, otras a las evocaciones o anécdotas propias de las memorias, más de una vez estaban en la frontera del poema en prosa, así como en otras ocasiones se erigían en pequeños ensayos sobre las lecturas de esos días, que fueron desde la Antígona de Sófocles hasta La peste de Albert Camus, pasando por el Decamerón de Boccaccio y El proceso de Kafka, sin olvidar la Biblia y hasta los libros apócrifos atribuidos a Henoc, el hombre piadoso y sabio que no conoció la muerte. No pretendí con ello crear un sistema filosófico, ni adherirme a uno ya existente. Escribir en aquel cuaderno era en realidad sacar cosas de mi interior, no dejar que las obsesiones me dominaran e intentar que esa suma de fragmentos, ese pequeño caos, arrojara alguna claridad sobre mí. Era lo mismo que otros autores habían hecho antes que yo, confiar en sus apuntes como material catártico sin sujetarlos a estrictas normas estéticas, los ejemplos de Martí, Vitier, Cioran, Canetti y otros muchos me mostraban la efectividad del procedimiento.

La primera anotación fue escrita, sin pensar mucho, el 2 de febrero:

 

“Cada día enciendo la televisión durante el desayuno para escuchar el boletín de la epidemia. El locutor, un médico fatigado, lee con voz cansina el número de muertos. Hoy apenas dos. Señala sus avanzadas edades, enumera sus múltiples padecimientos previos, lo inevitable de su fin, mientras me sirvo otra tostada. Apenas dos, sin nombres, sin familiares, solo un obstáculo a quitar de en medio. Como un diligente jefe de escena, los ha hecho desaparecer de la vista sin demasiado ruido. La muerte se banaliza. Eso nos hace estar menos vivos”.

 

A partir de allí, le fueron sucediendo otros. Como no me había propuesto un esquema, lo mismo podía tratarse de un recuerdo de infancia, una imagen motivadora, las ideas despertadas por una lectura, sin un orden establecido, por el contrario, la lógica del desorden me parecía más esclarecedora para esa labor.

Podían pasar algunos días en que yo trabajara en otra cosa o me dedicara a leer y no volviera sobre el cuaderno, en otras ocasiones, lo abría y redactaba dos o tres textos sucesivos. Mi propósito era no forzarme, ni obligarme a nada, porque no había meta alguna, ni siquiera una clara intención de entregarlo a los lectores.

He aquí un fragmento de un ensayo de apenas una página que es un paralelo entre dos personajes de la literatura clásica griega, Aquiles y Edipo:

 

“Aquiles tiene la pequeñez de un político moderno. Cuando sale insatisfecho de la división del botín entre los suyos, convence a su madre para que pida a Zeus que favorezca a los troyanos. Se trata de una alianza entre potencias que se forja y deshace a conveniencia. Edipo es más grande, su desdicha viene de no reconocer que lo que ignora es mucho mayor que lo que sabe. Derrotar a la Esfinge lo había convertido en un rey sabio, pero procurar saber más allá de lo que le estaba concedido desata un monstruo mayor. El que gobernaba no por las armas sino por el intelecto, ha cometido excesos que no conocía y el exceso, la hybris, trae un castigo inevitable.

”Entre los griegos no hay redención, aunque haya piedad para la víctima. El hijo de Layo es una especie de intelectual que, como salvador de su pueblo, es elevado a legislador supremo, a ideólogo, ese engrandecimiento solo lo prepara para su caída y tras él vienen la guerra civil y el dominio de un ser pequeño y mezquino, el demagogo Creonte. La caída de los caudillos titánicos casi siempre aúpa a escuálidos puritanos. El oráculo es sustituido por el orden y la conveniencia.

”No hay como una epidemia para sustituir una tiranía por otra”.

 

A principios de 2021 el Instituto Varela convocó a uno de sus foros dedicados a debatir temas de actualidad. En esa ocasión se sometió a análisis la historia, el alcance y el sentido de las utopías. Yo, perdido el hábito del intercambio social, ahogado por el nasobuco —que me resulta tan incómodo como una mordaza— y rodeado de asistentes preocupados por la tos nerviosa que no me abandonaba, me fui sin haber intervenido en el encuentro. Días después, llegó mi parecer a las páginas que acumulaba:

 

“Toda utopía es horrible. Cuando saltan de las páginas de los libros de filosofía al experimento social, comienzan por hacer tabula rasa de la tradición para intentar crear nuevos tipos de personas. Inevitablemente se cierran en sí mismas para protegerse del mundo exterior hostil y ‘contaminado’ y eso les crea numerosos enemigos, que les sirven para fomentar la ignorancia de los de adentro con fábulas sobre las amenazas que vienen del exterior. Mientras tanto, el grupo dirigente, los guardianes, tienden a uniformar al resto, lo convierten en una masa en la que todos viven en casas iguales, visten igual, estudian lo mismo y comparten la misma falta de individualidad. Todos tienen idéntica grisura y falta de rostro propio. Da lo mismo que se trate de Moro, Campanella, Babeuf, Fourier o Stalin. Todos quieren hacer desaparecer la pobreza y las grandes desigualdades, construir ciudades ideales, hacer códigos hasta para el empleo del tiempo libre. En realidad, edifican conventos para gente sin vocación, abadías sin Dios que al final terminan como fortalezas sitiadas. Cuando los sueños hermosos pretenden escenificarse en la sociedad se convierten inevitablemente en pesadillas”.

 

En muchas ocasiones me ocupo de asuntos casi metafísicos, por ejemplo algo que desde niño me preocupó: la relación entre la persona que realmente somos y esa otra que los demás desean que seamos. Me sorprende que solo ahora, en fecha tardía de mi vida, me haya detenido en ese asunto que es tan importante para nuestra salud espiritual y felicidad:

 

“Desde que nacemos resultamos invisibles. Los que nos rodean apenas nos ven, sencillamente se dedican a comparar las expectativas que se formularon sobre nosotros con nuestra ingrata imagen real. Padres, amigos, maestros, guías religiosos, jefes y hasta nuestras relaciones más íntimas, acaban deshaciéndose en quejas porque ni siquiera nos parecemos a ese que ellos se inventaron sin nuestro permiso. Les ofende descubrir que no somos tan limpios, gentiles, laboriosos, discretos, corteses, honestos y generosos como ellos pretendieron fabricarnos. Jamás fui el niño modelo que soñó mi madre; ni el trabajador ejemplar que fue el paradigma de mi padre; algunos ciudadanos me encuentran poco cívico y muchos cristianos me describirían como menos caritativo que egoísta. Casi nadie aprecia a las pobres, verdaderas personas, prefieren cargar en sus brazos las sombras destrozadas de esos que quisieron que fuéramos”.

 

El pasado 30 de noviembre, con un apunte no necesariamente conclusivo ni recapitulador, ubicado en la página 144, di por cerrado el Cuaderno, no porque la epidemia se haya marchado totalmente, sino porque creo que dije ya en él todo lo que necesitaba. No creo probable que, al menos inmediatamente, algún editor se interese en publicarlo. La propia indefinición de su género literario dificulta su inclusión en colecciones prestablecidas. Sin embargo, el objetivo de esta escritura se cumplió, he podido pensar y algo ha cambiado en mí. Tengo más conciencia de mi fragilidad como ser humano, de mis imperfecciones como individuo, pero también de las gracias que en nosotros derrama el Espíritu.

Concluyo, no con el apunte final, sino con otro, escrito poco antes del 15 de octubre, fiesta de santa Teresa de Jesús, cuyo talante humanísimo me ha acompañado en días muy difíciles:

 

“Señora del sartén tiznado y de la brasa triste, que alababas a Dios por el no haber y sobre todo por el casi, que es más doloroso. Maestra del éxtasis al contemplar la ternura de lo parco, la estrechez, la casa al borde. Mira que tus monjas van a sujetarte para que no derrames esa porción mínima, para que no se te ocurra irte al cielo con ella o derramar el óleo sobre el fuego que procuran avivar desde la madrugada. La teología del no recibir es la más oscura. Ven, entregada, pon tu dedo en la oquedad enorme y donde debía estar el desposorio solo están las tinajas para el vino, selladas por el hilo polvoriento de los insectos. El hacedor nos golpea con sus mercedes negadas: faltan el pan, el arroz, el azúcar humilde y prieta, hasta el oxígeno falta, de tanto amor vamos a gritar por el cielo que niegan. Di al ángel que cauterice con su dedo la úlcera para amar como corresponde y que las lágrimas no formen otro párpado. Señora del convento pobre, no dejes que los príncipes nos callen con sus memoriales. Pon un poco de mansa harina en nuestra ansiedad. No arrojes esas gotas de íntimos olivares. Las chispas saltan en su júbilo, pero en los rescoldos se quema el alma, lentamente, con ese amor que nos deshace, hueso a hueso. Que el espíritu venga tras el ayuno. Escríbenos con letra apretada el alma”. Ω

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