¡Dejad que vaya al mundo generoso,
Donde la vida del perdón se vive!
José Martí
Como por azar concurrente, mientras pensaba en el tema de estas líneas, escuchaba una canción, “Al lado del camino”, del disco Abre, del argentino Fito Páez, donde un verso afirma que “no olvides que el perdón es lo divino y errar a veces suele ser humano”. Un sencillo verso nos recuerda la magnitud enorme de un acto que a veces resulta muy fácil y otras es una verdadera prueba de humildad y reconocimiento al otro.
Perdonar puede ser un gesto mínimo, asociado al grado de culpabilidad o no de quien nos ofende. Pero puede ser también una tarea titánica, si la ofensa es considerada grave, sin regreso, hasta engendro de venganza.
La doctrina católica incluye el perdón entre sus más importantes postulados, tanto en la relación con Dios, como con nuestros semejantes. Procurar el perdón divino por las malas acciones cometidas es el deber de los creyentes. Perdonar a quienes lo ofenden o dañan es un acto de amor y misericordia que debe practicar cada fiel. A pesar de estos postulados (porque errare humanum est, ¿hay que recordarlo?) no siempre ese ambiente de feliz concordia y paz es el que se deriva de las acciones de las personas sobre sus prójimos.
En la muy peculiar situación que vive Cuba, fértil a diario en complejísimos contextos y devenires, justo se exacerban los comportamientos y emociones contrarias. Como consecuencias primarias de crisis, escaseces y pérdida enorme de valores humanos, muchas veces aflora entonces lo peor de cada persona. Es como un lado animal que emerge, solo preocupado por sí mismo, y justificado siempre con la imperiosa e ineludible necesidad de la supervivencia. Tal le escuché decir a una señora mayor, en una larga y angustiosa cola: “Ustedes no perdonan”. En verdad, no me quedó muy claro con quién hablaba, si con los vendedores, si con los gobernantes, si con todos a la vez.
Algunos, por desgracia, hacen su agosto con la situación y elevan inmisericordes los precios y accesos a comidas, servicios y otros productos. Valga decir que no es privativo del marco particular esta situación. En realidad, el Estado es el principal y mayor importador y exportador de todo, y dueño de la mayoría de las opciones de trabajo y de las capacidades de ventas. Basta revisar las redes sociales y abundan los predios estatales (de cara a las personas naturales y también entre instituciones) donde se elevan precios a niveles cósmicos. No resulta nada raro que el sector privado imite este accionar, y también suba precios de productos y servicios, en una lógica y simple consecuencia. En un infernal círculo vicioso, por solo poner un ejemplo, un viaje en taxi ha multiplicado por diez o más su costo. Pero, aducen los choferes, me suben la gasolina, los impuestos, los precios de las piezas y reparaciones y gomas. Al final, de quienes no perdonan la situación y de quienes la propician (y muchas veces no las sufren) solo hay una víctima. El pueblo es el último y más golpeado eslabón de la cadena. Las personas, con un salario cuyo poder adquisitivo se reduce en cada hora que pasa, son las víctimas de cada incapacidad, cada experimento fallido, cada medida inefectiva. Al pueblo, nadie lo perdona.
Más complejo entonces resulta hablar de perdón o de anuencia o de reconciliación, cuando los hechos que provocan ofensa o descontento suceden, y se evalúan, desde el prisma mayor del poder del Estado, o entre naciones, o entre grupos sociales. En Cuba, aunque sobrevive más o menos solapado o visible cierto racismo, no hay confrontaciones étnicas como en otras naciones. Todo lo contrario sucede en el espectro político. La preocupante, y mutuamente agresiva polarización ideológica que vive hoy la Isla dentro y fuera de sus costas, hace creer que distan perdones y paces.
De hecho, es ya notoria la violencia en las redes sociales, donde por cualquier discrepancia, política o no, nunca se argumenta, sino se ofende. Se incluye en este clima, el notorio incremento de diversos hechos delictivos, no pocos feminicidios entre ellos, y el visible deterioro de la vida social diaria. La solución por la grosería, los puños (o las armas) ya no es suceso aislado o extraño, incluso desde las autoridades y las fuerzas del orden. Sin que funcionen bien el transporte, la alimentación, las medicinas, las gestiones interminables, y otros acápites del día a día, gastado en interminables colas y forrajeos, resulta difícil ser amable. El prójimo es competencia, enemigo y no aliado.
A nivel de país el panorama no parece más halagüeño. De una parte, el Estado cubano no abandona sus posturas y retóricas, a pesar de una realidad cada vez más cruda y difícil. Del otro, está la perenne y manifiesta amenaza de poderosos grupos económicos y políticos en la norteña Florida. Entre ambos, sucede un éxodo enorme de fuerza laboral, una economía donde no se avizoran mejorías y hay múltiples sectores poblacionales (profesionales y jubilados, por solo citar dos ejemplos), sumidos cada vez más en peores condiciones de vida.
En ese contexto, en especial desde quienes la reciben, no se perdona ni siquiera la más mínima crítica. De hecho, toda noción interna, lógica, de descontento y reclamo se considera no ya una ofensa, sino una concesión al enemigo, una traición, un hecho de subversión. Tales manifestaciones, cada día más frecuentes, solo pueden darse en lugares como las redes o hasta en la vía pública. Al no haber espacios estatales para un debate real, crítico, las opiniones y análisis, muchos muy serios, quedan constreñidos a los espacios alternativos (no pocos considerados también como opositores, aunque no lo sean). ¿Cómo reclamar entonces a los que tienen en sus manos los mecanismos y poderes para servir y mejorar la vida si estos, y no pocos de sus correligionarios, consideran que la crítica, que la alerta ante lo incorrecto, es oposición o hasta traición? ¿Cómo pensar que toda queja, que los argumentos para detectar fallas y las propuestas de soluciones otras (o hasta las más puras y duras protestas callejeras), son siempre una artimaña fraguada y pagada por “el enemigo”, alentada desde el exterior, cuando las razones que engendran los descontentos (en gran medida internas) están a la vista, y en el padecer, de la mayoría?
Tales argumentos se van enraizando cada vez en nuestra sociedad, alimentados por los verdaderos opositores (o por los ocultos beneficiarios internos del actual status quo), y eleva más la temperatura. Tal estado de ceguera e intransigencia acerca más un posible conflicto, un estallido social de imprevisibles consecuencias, que una circunstancia de concordia nacional. Es humano no pensar en el perdón a quienes son causa, o a quienes se prestan como peones, de tales situaciones.
Nuestro proceso social en las últimas seis décadas, signado por todo tipo de enfrentamientos (incluidos los armados), ha generado grandes antagonismos. Ha habido dolores, odios, prisiones y hasta muertes en un bando y en otro de las dos orillas. Muchas familias sufrieron, y sufren hoy todavía, innúmeras separaciones y odios hasta en sus más íntimos espacios. Aun así, todavía estamos a tiempo para no profundizar más esas heridas. Cuba es un país lastimado, dividido, sufrido. Cuba necesita diálogos, consensos que impliquen también a los que piensan distinto, a los que están en otras costas, a todos aquellos que quieren el bien para su Isla. Devolver ojo por ojo, sumirse en revanchismos en un posible escenario de violencia social, civil o hasta militar, no son para nada los caminos a la paz y a la felicidad de una nación entera.
El perdón no puede ser una entelequia. Hay serias heridas en el diario entramado económico, social y hasta humano de la vida cubana. Restañarlas, sanarlas, con actos y no con discursos, sería un buen paso para bajar la temperatura de los odios y esas “cuentas pendientes”, al modo del pistolérico Oeste, que algunos extremistas (en ambas orillas) desean como solución, o como deuda para saldar. La única deuda que importa aquí es la existencia, el tiempo vital en el reino de este mundo de millones de cubanos, de aquí y de allá. Lo que importa es no perder el cortísimo tiempo de nuestras vidas en odios y separaciones. Hacer ese tiempo mejor, más alto, hacerlo más vida y menos sobrevida, es el preciado objetivo a que las circunstancias actuales nos abocan.
Logrado esto, si se volviera tangible lo que hoy es apenas frágil esperanza, entonces los mutuos perdones, las brechas, las distancias, se alzarían por sí mismos, como florecida paz que ya merecemos. Que así suceda depende de todos. Ojalá todavía estemos a tiempo. W
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