El huracán, el pueblo, el cura

Por: Lino Ernesto Verdecia Calunga

Ciclón Flora
Ciclón Flora

CRÓNICA
PRIMER PREMIO

 

A Cueto, a mis coterráneos

Octubre de 1963 será siempre un amasijo de recuerdos húmedos y tristes para los que fueron testigos más o menos directos de los estragos del huracán Flora. La radio había estado alertando de la peligrosidad de las grandes masas nubosas que se acercaban al norte de Oriente como si quisieran sustraerle al Atlántico toda la evaporación de su caudalosa extensión. Desde el día 2, la cercanía de lo que sería el más poderoso aluvión de lluvia que muchos habían visto, mostraba la grisura de su potencia con una aglomeración de nubes cada vez más densas que se desplazaban más que rápido y a la vez ocultaban la poca luz del sol de aquella tarde en que muchos compraban velas, azúcar, galletas, ron, viandas, cigarros, harina, café; mientras otros procuraban un martillo o una pala, clavos, listones de madera, vasijas para recoger el agua de las goteras, sacos para tapar hendijas y todo lo que pudiera aliviar aquello que los de más edad sí decían conocer bien.

El día 3 comenzó a caer una espesa lluvia sobre los techos y las calles del pueblo. Desde algunas puertas y ventanas unos pocos se atrevían imprudentemente a mirar cómo las ráfagas del viento iban en aumento y que, cual si un fuelle invisible las impulsara, fustigaban ora desde el norte, ora desde el noreste, y entre las traviesas y los rieles comenzaban a formarse decenas de pequeños riachuelos que se deslizaban en cualquier dirección con tal de que el sentido se orientara hacia las partes más bajas.

En los techos de zinc, el sonido del agua que caía en ráfagas provocaba una sensación solo comparable con las imágenes vistas en las películas donde los barcos son azotados por la ventisca de un vendaval; pero el que ahora fueran totalmente reales y muy vivas era suficiente para que en las casas más endebles fueran creciendo el susto, el temor, las angustias, los rezos.

A veces el viento parecía cansarse de soplar y entonces la cortina de lluvia caía casi perpendicular y tan espesa que los de mayor imaginación podían pensar que estaban mirando una cortina neblinosa que acabaría despertando el apetito, al tiempo que daba paso a una humedad penetrante que ya dejaba sentir los efectos en bronquios exasperados y en toses, corizas, dolores en articulaciones, callos y juanetes.

Los dos días siguientes fueron parecidos, aunque la lluvia no era tan copiosa. Las casas donde había radios de pilas se convertían en pequeños centros de información con respecto al rumbo del huracán, y entonces los repetidores de las noticias ponían y quitaban datos, distancias y velocidades según su capacidad de fabulación. Protegidos con capas, manteles de hule, pedazos de nailon o cartones, los que deambulaban en busca de comestibles y cigarros, o para ofrecer o buscar ayuda, parecían almas en pena cuando apretaba el aguacero.

Cuando el rumbo de la gran tormenta parecía encaminarse hacia un lado, las nuevas noticias lo daban por otro; no poca confusión apreciaron los más avezados en interpretar lo que los últimos partes informaban. Flora, como una niña jodedora y malcriada que jugara con un lazo, había hecho una recurva que la condujo desde el centro de la provincia hasta el borde de la costa norte, llegando a salir al mar como si fuera a visitar el archipiélago de las Bahamas, pero retornó con más nubes y por tanto con más lluvia y mucho más daño.

Fue después, cuando ya casi había escampado, que en el pueblo se supo de la arriesgada proeza que había realizado el sacerdote Pujadas, un mulato que decían era santiaguero y que, cuando resultaban infructuosos todos los intentos por hacerle llegar una cuerda a un tripulante que había caído desde un tanque anfibio y, con peligro inminente para su vida, estaba aferrado como podía a la copa de un arbusto que sacudían y rodeaban las enfurecidas aguas del riachuelo Jagüeyes, pomposamente llamado río cuando en estado natural era una flaca corriente que a veces ni húmeda parecía y donde los guajacones solían amontonarse en los charcos o pozas pequeñas donde competían con hierbas y raíces, pero que ahora estaba convertido en un caudaloso torrente turbulento que había arrancado el puentecito que permitía la entrada por la carretera cuando se viene desde Holguín.

Pasaban los minutos y todos los testigos desesperaban ante la angustiosa situación de quien parecía condenado a ser arrastrado por la indomable corriente. El sacerdote, del que nadie sabía sus atléticas condiciones bien desarrolladas en época de estudiante y de seminarista, era uno de los testigos.

Ya la amarga sombra de la imposibilidad comenzaba a posarse en el atardecer nublado y lloviznoso cuando, para asombro de todos, despojándose de capa, sotana y calzado, el joven cura sugirió cómo podía ser auxiliado el que estaba en peligro y, sin esperar por la aprobación de los demás, comenzó con resolución a envolverse la cintura con la misma larga cuerda con la que se había intentado lazar al apremiado, pero dejando un buen trozo suelto.

La amarra fue asegurada a un camión y el arriesgado y espontáneo rescatista escogió el ángulo de la escarbada orilla desde donde mejor se lanzaría al agua. Algunos lo miraron extrañados, pues más bien parecía alejarse del necesitado.

Sin dudas fue temerario el comportamiento solidario y oportuno del párroco. La corriente parecía que también lo arrastraría, pero él supo lanzarse desde podía bracear con fuerza y los ojos todos se fijaron en cómo la musculatura joven y mestiza del sacerdote llegaba hasta donde el aterrado náufrago evidenciaba cansancio, miedo y esa rara resignación de los que creen que le llegó el fin. Con movimientos enérgicos y sin dejar que el socorrido lo fuera a atrapar, le pasó la soga por las axilas y cuando como pudo le hubo asegurado el torso, hizo señas para que comenzaran a tirar de la cuerda.

La fuerza de la corriente siguió sacudiendo los cuerpos que fueron halados desde la orilla tanto por las manos como por las ansias de verlos a salvo. La llovizna seguía débil pero impertinente.
Aplausos, exclamaciones y hasta lágrimas rodearon al sacerdote devenido salvavidas y al cuerpo tembloroso del salvado cuya casaca verdeolivo estaba embrollada en el extremo bien anudado de la soga que cuatro manos se abalanzaron a desatar. Algunos abrazaron al cura y otros le miraron con toda la admiración que cabía en ese momento. Rápido se vistió y se colocó la sotana enfangada mientras con voz autoritaria dijo:

—Pronto, denle un trago de algo bien fuerte y llévenlo a la Casa de Socorros…

Los que fueron espectadores de la intrépida acción del clérigo la narrarían luego con admiración y simpatía; inclusive los que, imbuidos por el fermento creciente de un materialismo manualístico y dogmatizado, lo habían mirado hasta un poco antes con cierto rechazo llamándole a sus espaldas el cura mulato, el mismo que parecía uno más cuando caminaba por el pueblo, aunque fuera un representante del poder de Dios.

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