IV Domingo del Tiempo Ordinario

Por: padre José Miguel González Martín

Palabra de Hoy
Palabra de Hoy

30 de enero de 2022

 

El Señor me dirigió la palabra: “Antes de formarte en el vientre, te elegí”.

 

Si tuviera fe como para mover montañas, pero no tengo amor, no sería nada.

 

Jesús añadió: “En verdad les digo que ningún profeta es aceptado en su pueblo”.

 

Lecturas

 

Primera Lectura

Lectura del Profeta Jeremías 1, 4-5. 17-19

En los días de Josías, el Señor me dirigió la palabra:
“Antes de formarte en el vientre, te elegí;
antes de que salieras del seno materno, te consagré: te constituí profeta de las naciones.
Tú cíñete los lomos: prepárate para decirles todo lo que yo te mande.
No les tengas miedo, o seré yo quien te intimide.
Desde ahora te convierto en plaza fuerte,

en columna de hierro y muralla de bronce, frente a todo el país:
frente a los reyes y príncipes de Judá, frente a los sacerdotes y al pueblo de la tierra.
Lucharán contra ti, pero no te podrán, porque yo estoy contigo para librarte

—oráculo del Señor—”.

 

Salmo

Sal 70, 1-2. 3-4a. 5-6ab. 15ab y 17

R/. Mi boca contará tu salvación, Señor.

A ti, Señor, me acojo: no quede yo derrotado para siempre.
Tú que eres justo, líbrame y ponme a salvo, inclina a mí tu oído y sálvame. R/.

Sé tú mi roca de refugio, el alcázar donde me salve,
porque mi peña y mi alcázar eres tú. Dios mío, líbrame de la mano perversa. R/.

Porque tú, Señor, fuiste mi esperanza y mi confianza, Señor, desde mi juventud.
En el vientre materno ya me apoyaba en ti, en el seno tú me sostenías. R/.

Mi boca contará tu justicia, y todo el día tu salvación,
Dios mío, me instruiste desde mi juventud, y hasta hoy relato tus maravillas. R/.

 

Segunda Lectura

Lectura de la primera carta de San Pablo a los Corintios 12,31-13,13

Hermanos:
Ambicionen los carismas mayores. Y aún les voy a mostrar un camino más excelente.
Si hablara las lenguas de los hombres y de los ángeles, pero no tengo amor, no sería más que un metal que resuena o un címbalo que aturde.
Si tuviera el don de profecía y conociera todos los secretos y todo el saber; si tuviera fe como para mover montañas, pero no tengo amor, no sería nada.
Si repartiera todos mis bienes entre los necesitados; si entregara mi cuerpo a las llamas, pero no tengo amor, de nada me serviría.
El amor es paciente, es benigno; el amor no tiene envidia, no presume, no se engríe; no es indecoroso ni egoísta; no se irrita; no lleva cuentas del mal; no se alegra de la injusticia, sino que goza con la verdad.
Todo lo excusa, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta. El amor no pasa nunca.
Las profecías, por el contrario, se acabarán; las lenguas cesarán; el conocimiento se acabará.
Porque conocemos imperfectamente e imperfectamente profetizamos; mas, cuando venga lo perfecto, lo imperfecto se acabará.
Cuando yo era niño, hablaba como un niño, sentía como un niño, razonaba como un niño. Cuando me hice un hombre, acabé con las cosas de niño.
Ahora vemos como en un espejo, confusamente; entonces veremos cara a cara. Mi conocer es ahora limitado; entonces conoceré como he sido conocido por Dios.
En una palabra, quedan estas tres: la fe, la esperanza y el amor. La más grande es el amor.

 

Evangelio

Lectura del santo Evangelio según San Lucas 4, 21-30

En aquel tiempo, Jesús comenzó a decir en la sinagoga:
“Hoy se ha cumplido esta Escritura que acaban de oír”.
Y todos le expresaban su aprobación y se admiraban de las palabras de gracia que salían de su boca.
Y decían: “¿No es este el hijo de José?”.
Pero Jesús les dijo: “Sin duda me dirán aquel refrán: ‘Médico, cúrate a ti mismo’, haz también aquí, en tu pueblo, lo que hemos oído que has hecho en Cafarnaúm”.
Y añadió: “En verdad les digo que ningún profeta es aceptado en su pueblo. Puedo aseguraros que en Israel había muchas viudas en los días de Elías, cuando estuvo cerrado el cielo tres años y seis meses y hubo una gran hambre en todo el país; sin embargo, a ninguna de ellas fue enviado Elías sino a una viuda de Sarepta, en el territorio de Sidón. Y muchos leprosos había en Israel en tiempos del profeta Eliseo, sin embargo, ninguno de ellos fue curado sino Naamán, el sirio”.
Al oír esto, todos en la sinagoga se pusieron furiosos y, levantándose, lo echaron fuera del pueblo y lo llevaron hasta un precipicio del monte sobre el que estaba edificado su pueblo, con intención de despeñarlo. Pero Jesús se abrió paso entre ellos y seguía su camino.

 

Comentario

 

La Palabra de Dios de hoy está, como cada domingo, impregnada de mensajes y contenidos que el Señor nos dirige y ofrece para iluminar nuestras vidas y alentar nuestros deseos de ser fieles a su llamada y generosos en la misión de ser sus testigos, allá donde Él mismo nos ha puesto.

La primera lectura, tomada del profeta Jeremías, nos narra su propia vocación, la llamada que siente y que el mismo Señor le dirige para que sea su profeta ante su pueblo: “Antes de formarte en el vientre, te elegí; antes de que salieras del seno materno, te consagré: te constituí profeta de las naciones”. Y después le dice cómo ha de prepararse y cómo ha de hacer: sin miedo, con valentía y decisión, para decirles lo que el mismo Señor le sugerirá. Con la promesa cierta de acompañarlo siempre con su fuerza y su poder.

Todos nosotros, cristianos bautizados, hemos sido constituidos por el mismo Señor, profetas de las naciones. También hemos sido elegidos antes de la creación del mundo; hemos sido queridos y pensados por Dios mismo antes de ser creados y engendrados en el seno materno. Dios nos ha amado primero. Y nos ha ungido, en el mismo bautismo, para que seamos sus testigos mediante la fuerza de su Espíritu.

Dios nos dice a cada uno: te necesito para cambiar la realidad que te rodea, no te eches para atrás, tú eres mi elegido y mi consagrado, no dudes de la fuerza que te acompañará siempre que seas fiel. Ante lo cual, todos sentimos el temor y el temblor que nos produce la conciencia de nuestros pecados, los límites de nuestras cualidades, la pobreza de nuestros pensamientos y deseos, incluso el miedo a los desafíos y fracasos. Pero Dios nos necesita así, para que su fuerza se manifieste en la debilidad, para que todos reconozcan que su obra es suya y no nuestra. Con humildad de corazón, hemos de orar muchas veces con el Salmo 70: A ti, Señor, me acojo. Tú, y sólo Tú, eres mi roca y mi alcázar, mi esperanza y mi confianza.

Pero, ¿de qué hemos de ser testigos?, ¿cuál es nuestra misión?, ¿a qué nos llama Dios?, ¿qué hemos de decir o hacer? La segunda lectura, tomada de la carta a los Corintios, nos ofrece las respuestas en esa hermosa síntesis de la esencia de la vida cristiana. Dios nos llama a que nos amemos como Él mismo nos ama. Este precioso texto, bien llamado himno de la caridad, debiéramos releerlo y repasarlo cada día hasta aprenderlo de memoria. Es una de las páginas más bellas y paradigmáticas de toda la Sagrada Escritura. No tiene desperdicio. Cada frase es un principio en el que fundamentar, una pauta a seguir.

Todo lo que pensemos, digamos o hagamos ha de estar impregnado por el amor a Dios y por el amor a los hermanos, incluso cuando ellos mismos no nos quieren, o nos rechazan o nos persiguen. Sin amor auténtico no somos nada, no representamos a Dios, no podemos ser sus testigos. Amor que, evidentemente, no ha de ser confundido con la mera atracción, sentimiento, o afecto; amor que va mucho más allá de lo carnal y humano. Amor que es virtud teologal, esto es, fuerza que nos viene de Dios, don gratuito, para querer, para amar, incluso a los enemigos, a los que nos persiguen y calumnian, porque también ellos, a pesar de su ignorancia y perversión, son hijos amados del Padre.

Amor que vemos encarnado en el mismo Jesús, que el evangelio de hoy nos lo presenta en la sinagoga de su pueblo Nazaret, cumpliendo fielmente la voluntad del Padre y, al mismo tiempo, rechazado y expulsado por los suyos. Metiéndonos en el corazón del mismo Jesús, podemos intuir con cuánto amor Él habría pensado y preparado ese encuentro, con sus paisanos, con aquellos con los que había compartido la mayor parte de su vida, sus años de niñez y juventud, con los que le vieron crecer, trabajar, sufrir, reír y llorar. Tristemente tuvo que decir esa frase que se ha convertido en dicho popular en todas las lenguas y culturas: “En verdad les digo que ningún profeta es aceptado en su pueblo”. Nadie es profeta en su tierra, en su pueblo, entre sus amigos.

Aceptar la elección y la llamada de Dios, convertir el amor cristiano en nuestro esencial principio de vida, vivir el Evangelio con compromiso personal, familiar y social, nos va a llevar, muchas veces, por los mismos caminos de Jesús, que fueron el rechazo y la persecución hasta su ofrenda en la Cruz. Cuidar nuestra mente para pensar sólo como Dios nos inspira, hablar con la delicadeza y, al mismo tiempo, con la fuerza de la verdad que brota de nuestro compromiso con Dios y con los hermanos, actuar en conciencia con la caridad que el Espíritu Santo nos infunde, será la mejor manera de identificarnos con Cristo, aunque evidentemente implique sacrificio, soledad, rechazo, silencio y dolor.

En la familia, en el lugar donde trabajamos, en los espacios sociales donde nos movemos, en la comunidad cristiana en la que participamos, dentro de la Iglesia y fuera de ella, en el país y sociedad donde convivimos, los cristianos no podemos dejar de amar y soñar como Dios mismo nos ama y sueña que nos amemos. Y, como decía la santa Madre Teresa de Calcuta: “Amar hasta que duela. Si duele es buena señal”. El camino más excelente es el camino de la Cruz, expresión máxima del auténtico amor.

 

Oración

 

Tómame, Señor Jesús, con todo lo que soy;

con todo lo que tengo y lo que hago, lo que pienso y lo que vivo.

Tómame en mi espíritu, para que se adhiera a Ti;

en lo más íntimo de mi corazón, para que sólo te ame a Ti.

Tómame, Dios mío, en mis deseos secretos,

para que sean mi sueño y mi fin único,

mi total adhesión y mi perfecta felicidad.

Tómame con tu bondad atrayéndome a Ti.

Tómame con tu dulzura, acogiéndome en Ti.

Tómame con tu amor, uniéndome a Ti.

Tómame, mi Salvador, en tu dolor, tu alegría, tu vida, tu muerte,

en la noche de la cruz, en el día inmortal de tu Resurrección.

Tómame con tu poder, elevándome hasta Ti;

tómame con tu ardor, inflamándome de Ti,

tómame con tu grandeza, perdiéndome en Ti.

Tómame para la tarea de tu gran misión,

para una entrega total a la salvación del prójimo

y para cualquier sacrificio al servicio de tus hermanos.

Tómame, oh Cristo, mi Dios, sin límites y sin fin.

Toma lo que puedo ofrecerte; no me devuelvas jamás lo que tomaste

de manera que un día pueda poseerte a Ti en el abrazo del cielo,

tenerte y conservarte para siempre.

Amén.

(P. Ignacio Larrañaga, Encuentro 35)

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