Homilía del cardenal Stella en el Seminario San Carlos y San Ambrosio de La Habana

Por: Cardenal Beniamino Stella

Cardenal Stella en el Seminario en La Habana
Cardenal Stella en el Seminario en La Habana

Queridos hermanos y hermanas:

Me alegra sobremanera poder encontrarme con ustedes, la comunidad del Seminario San Carlos y San Ambrosio de La Habana, en el marco de las celebraciones conmemorativas por el aniversario veinticinco de la visita de san Juan Pablo II a esta tierra cubana.

Saludo cordialmente al Sr. cardenal Juan García, al Sr. nuncio apostólico monseñor Gloder y al obispo auxiliar, monseñor Eloy; también a los padres formadores, profesores, colaboradores y amigos de esta casa; y especialmente a ustedes, queridos seminaristas, que se preparan aquí para servir a la Iglesia y a su pueblo como sacerdotes.

El Evangelio de hoy nos presenta la misión que Jesús encomienda al apóstol Pedro, pero quisiera considerar brevemente tres momentos del camino de fe y de discipulado de san Pedro, su camino vocacional.

  1. La llamada: Jesús se encuentra con Simón, a quien luego llamará Pedro, junto al lago; es un hombre sencillo, un poco impetuoso, entregado a su trabajo de pescador, ciertamente con el sufrimiento de un pueblo bajo la dominación romana, que sabe que Dios existe, pero que no se muestra en la historia como en el pasado, parece guardar silencio ante la opresión de los poderosos.

Jesús no resuelve los problemas de Simón, simplemente lo llama, le hace una propuesta, con un programa preciso: “Sígueme, serás pescador de hombres” (Mc 1,17).

Simón no comprende, pero el encuentro con Jesús ilumina de nuevo su vida y le pide que se dedique a un océano, que no es el lago de Tiberíades, sino la humanidad. Y lo llama para esta misión: lo elige exactamente a él.

Además, Jesús no llama a Simón solo, sino con los demás “aquellos que Él quiso” (Mc 3,13) y los llama a participar estrechamente en su vida, a permanecer con Él, formando una comunidad de discípulos. Todos hemos respondido a la llamada a “estar con Él” (Mc 3,14), a estar con Jesús, a compartir su misión, aunque hayan cambiado nuestros planes, y a compartirla con los demás, en la Iglesia, y en esta comunidad concreta en la que nos ha llamado: la Iglesia de Cuba.

Cuba necesita más que nunca sacerdotes cubanos, que amen a su pueblo del cual forman parte y en el seno del cual Dios los ha elegido, para que, hablando y sintiendo, si se permite la expresión en el “dialecto de su gente”, comuniquen a sus compatriotas la Buena Noticia de la Salvación, la Gracia que otorgan los sacramentos y el consuelo del amor del Pastor que acompaña y “da la vida por sus ovejas” (cf. Jn 10).

  1. La prueba: Simón se somete a una doble prueba. En el momento en que Jesús habla de su pasión, de su rechazo, de su muerte y resurrección, Simón lo lleva aparte y lo reprende, y recibe la palabra más dura de todo el evangelio: “¡Ponte detrás de mí, Satanás! Tú piensas como los hombres no como Dios” (Mc 8,33).

Jesús se convierte en un obstáculo. Simón aceptó su llamado, dejó su trabajo, sus redes, su familia, lo siguió para ayudarlo a establecer su Reino y ahora escucha del mismo Jesús que será rechazado, negado, asesinado…

Es el momento oscuro, en el que el plan de Dios ya no parece claro y Simón vacila, sabe que debe seguir, pero ya no sabe cómo. El plan de Dios resulta ser totalmente diferente a su manera de pensar, pero él no se desvía, continúa siguiendo a quien lo llamó.

Pero le espera otra prueba más dura, cuando tres veces, ante el plan de Dios, lo niega. Jesús se convierte en un extraño: “No conozco a ese hombre del que habláis” (Mc 14, 71).

Simón se encuentra en el acantilado del abandono, en la curva solitaria donde uno tiene la impresión de estar totalmente solo.

Es la experiencia que nos lleva a comprender que Dios no es manipulable por nosotros, no podemos moldearlo como queremos, y tampoco nuestra vocación y nuestro ministerio, porque son un don. Como ha escrito San Juan Pablo II, “En su dimensión más profunda, toda vocación sacerdotal es un gran misterio, es un don que supera infinitamente al hombre” (Dono y Misterio, LEV 1996).

Es la experiencia de nuestra fragilidad, de nuestra debilidad, que solo el abandono en Dios puede transformar en fortaleza y Simón es consciente de ello y se pone a llorar.

También nuestra vida, nuestra vocación tiene momentos de luces y sombras: nos toca a nosotros saber acoger el misterio de nuestra llamada como Dios quiere y no como nosotros queremos.

  1. La confianza: y vayamos al pasaje que escuchamos esta tarde, el pasaje que nos presenta el momento en que Jesús le devuelve la confianza a Simón; ha pasado por la prueba, purificado de sus miedos y puede experimentar a Jesús como el rostro del Dios misericordioso, que no lo abandona, sino que lo ama.

Notamos como Jesús no le dice a Simón que todo ha terminado, no le dice “pongámosle una piedra encima” como si nada hubiera pasado.

Jesús le hace experimentar su amor, a pesar de la fragilidad de Simón, y pone en marcha ese amor que Simón le había expresado en muchas ocasiones.

Y en efecto, le interroga tres veces precisamente sobre el amor, le hace comprender que el centro de su ministerio es un triple amor, que debe tratar de vivir, que pasa por la prueba y que le devuelve la frescura y el entusiasmo para seguirlo.

En el diálogo entre Jesús y Simón, es interesante lo que subraya el difunto Papa Emérito Benedicto XVI (Audiencia General, 24 de mayo de 2006), quien observa que, en el original griego del Evangelio, se puede ver un juego de dos verbos muy significativo: “phileo” que expresa amor de amistad, pero no total y el verbo “agapáo” que significa amor sin reservas, total e incondicional.

Entonces, la primera vez, Jesús ruega a Simón: “Simón…, ¿me amas” (agapâs-me) con amor total e incondicional? (cf. Jn 21, 15). Probablemente Simón, sin la experiencia de la traición, habría contestado: “Cierto te amo de manera total, sin condiciones”. Ahora, sin embargo, después de haber vivido la amarga tristeza de la infidelidad, el drama de su propia debilidad, dice humildemente: “Señor, te quiero (filô-se)”, es decir, “te amo con mi pobre amor humano”, con mis límites. Pero el Señor insiste: “Simón, ¿me amas con este amor total que yo quiero?”. Y Pedro repite la respuesta de su humilde amor humano: “Kyrie, filô-se”, “Señor, te quiero como sé querer”. La tercera vez, Jesús solo le dice a Simón: “¿Fileîs-me?”, “¿me quieres?”. Simón entiende que a Jesús le es suficiente su pobre amor, el único del que es capaz.

Parecería que Jesús se adaptó a Simón, más que Simón a Jesús. Pero es precisamente esta comprensión de Jesús la que da nueva esperanza a Simón, a pesar de sus límites. De aquí nace la confianza, que le hace capaz de seguirlo hasta el final confiando en el poder del amor de Dios y de su misericordia: “Esto dijo aludiendo a la muerte con que iba a dar gloria a Dios. Dicho esto, añadió: ‘Sígueme’” (Jn 21, 19).

Sabemos bien que, desde aquel día, Simón “siguió” al Maestro con clara conciencia de su propia debilidad; pero esta conciencia no lo desanimó, aprendió que podía contar con la presencia del Resucitado de su lado. Desde el primer entusiasmo de la respuesta a su llamada, pasando por la dolorosa experiencia de la traición y el llanto de la conversión, Pedro llegó a fiarse totalmente de este Jesús que se adaptó a su pobre capacidad de amar. Y así llegó a dejarse guiar por Él, hasta el amor total e incondicional, donando su vida.

Esto también se aplica a nosotros: sopesando todas nuestras debilidades, sabemos que Jesús acepta nuestra debilidad y la transforma con su amor, con su presencia, pero tenemos que confiar en Él, dejarnos guiar por Él.

Hay un último elemento, la confianza que Jesús renovó al apóstol Simón tiene una finalidad: a la triple respuesta de Simón “te quiero”, Jesús añade por tres veces “Apacienta mis corderos, apacienta mis corderos”. Este es el punto central de la página del Evangelio: la misión. Exactamente porque Pedro es capaz de amar a Jesús, a pesar de su fragilidad, el Señor le pide que apaciente sus ovejas. La experiencia de Simón del amor de Jesús y de su perdón y la certeza de su amor hacia Él, es la condición para “apacentar”, para amar el rebaño que el Señor le confía y amarlo como Jesús lo ama.

Esta tarde pedimos al Señor por intercesión de la Virgen de la Caridad que nos ayude a responder con generosidad a nuestra llamada de servicio a esta Iglesia de Cuba, donde Jesús nos envía; a abandonarnos a Él con confianza, incluso y sobre todo en los momentos de oscuridad y de prueba; a amarlo a Él y a las personas que nos confían con todo nuestro amor, con toda nuestra entrega, con toda nuestra generosidad, para que experimentando continuamente su misericordia y su amor seamos capaces de llevar esta misericordia y ese amor a todos los hombres. Amén.

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