Queridos hermanos y hermanas:
He venido a Cuba, invitado por mis hermanos obispos, para dar gracias al Señor por el don que representó para todos nosotros la visita del Santo Padre Juan Pablo II a esta bella isla, hace veinticinco años. En mi recorrido por todas las diócesis de Cuba, el Señor ha querido que celebre con ustedes, en esta hermosa y renovada Catedral de Matanzas, la Eucaristía en el día del Señor, el domingo, el día en que el Resucitado convoca a los suyos y nos alimenta con Su Palabra, con Su Cuerpo y con Su Sangre. Y nos envía luego a los hombres, para compartir con ellos los dones que Él mismo nos entrega. Con el Salmo quiero repetir: “Este es el día que hizo el Señor, sea nuestra alegría y nuestro gozo” (Salmo 117,24).
Expreso mi afectuoso saludo a monseñor Juan Gabriel Díaz Ruiz, obispo de esta Iglesia y al obispo emérito, monseñor Manuel Hilario de Céspedes. Hago extensivo mi afecto a los sacerdotes, los diáconos permanentes, las religiosas, los seminaristas y a todos los laicos de esta grey del Señor. Saludo a las autoridades que han querido acompañarnos. Comprendo que, siendo domingo, muchos estarán en los compromisos de sus parroquias y comunidades. A todos y todas los tenemos presentes y los experimentamos cercanos, en la comunión de una misma fe y un mismo amor. Igualmente oramos por el querido monseñor Marianito, recordado siempre, quien nos acompañara hace veinticinco años en el Pastoreo de esta amada Iglesia diocesana.
La liturgia de la Palabra de este domingo es hermosa y al mismo tiempo, saludablemente desafiante. Hemos escuchado en el Evangelio el inicio del Sermón de la Montaña, que tiene ese preámbulo maravilloso que son las Bienaventuranzas. Es interesante que, a aquel “pueblo pobre y humilde” (cf. Sof 2), Jesús le proponga un ideal y un camino para la felicidad, para una vida dichosa. ¿Quién de nosotros no quiere ser feliz? Pero, siendo honestos, eso que nos dice el Señor, ¿es realmente lo que pensamos sobre dónde encontrar la felicidad? ¿No tenemos que confesar, honradamente, que nosotros no creemos que la felicidad esté en la elección de la pobreza, del servicio humilde, del ejercicio de la misericordia, del trabajo por la justicia y por la paz? ¡Y mucho menos en ser perseguidos por vivir de acuerdo con ese estilo de vida!
Para comprender bien las Bienaventuranzas, tenemos que darnos cuenta que son, primeramente, un retrato del Señor. Jesús es el único que ha vivido plenamente las Bienaventuranzas. En sentido estricto, Jesús es el único Bienaventurado. Y si nosotros lo somos, es porque Él nos regala, nos comparte, nos hace participar de sus Bienaventuranzas.
Jesucristo nos ha mostrado con su vida y sus palabras un nuevo rostro de Dios. El Dios que el Señor revela no se parece al de los saduceos ni fariseos, que condiciona su bondad a los comportamientos de los hombres y por eso, hay que aplacarlo con sacrificios en el templo, con ofrendas y obras meritorias. Jesús, por el contrario, subraya que Dios es solo Padre, Amor sin condiciones, y Amor a todos. Dirá más tarde, en el mismo Sermón de la Montaña, “que hace salir su sol sobre malos y buenos, y manda la lluvia sobre justos e injustos”.
Preguntémonos entonces, ¿qué es lo propio de un Dios que es amor? La lógica del amor es dar, donar, compartir, entregar. Esto es lo único que Dios “sabe hacer”. Y el que dona, el que comparte, ¿no tiene necesariamente que “hacerse pobre”? Esto lo comprenden perfectamente, por poner un ejemplo, los abuelos y los padres de familia. Cuando han decidido tener nietos e hijos, que es un acto de profundo amor, empiezan por necesidad a hacerse pobres. Duermen menos horas, pasean menos, se compran menos cosas, porque ahora hay que procurar el alimento y otros bienes a los hijos. Pero si les preguntas qué los hace tan felices en esta vida, te responden que ese nieto o esa hija que los ha empobrecido, al ensanchar sus corazones para un amor más grande y desinteresado.
Las Bienaventuranzas se convierten entonces, también para nosotros, en un camino espiritual, el camino del amor, que consiste en entrar con Jesús en la lógica de Dios, que es compartir, donar, dar, servir. Todas las Bienaventuranzas van de alguna manera, añadiendo un matiz o una explicitación a esta idea fundamental. Amar es luchar por la justicia, trabajar por la paz, ser misericordiosos, llorar por el pecado propio y ajeno para limpiar así los ojos y el corazón.
La lógica mundana, de la que habla tanto el Papa Francisco, es todo lo contrario: avasallar, acaparar, dominar, controlar, humillar, hacerse servir. Por eso, quien quiera vivir las Bienaventuranzas, necesariamente experimentará la hostilidad, la incomprensión y la persecución de aquellos que rechazan la lógica del amor de Dios. Y atención, que el primer ámbito de ese rechazo es tantas veces, nuestro propio corazón.
Cuando Jesús termina diciendo: “Bienaventurados los que son perseguidos por Mí y por el Evangelio”, no nos está sugiriendo que busquemos ser perseguidos y atacados, sino algo que pudiéramos expresar así: “si eventualmente tienen que sufrir persecución por vivir en la lógica de un Dios que es amor, no dramaticen su situación. Estén contentos, porque significa que están viviendo las Bienaventuranzas y al Padre le ha parecido bien que ustedes tengan la suprema identificación conmigo, su Señor crucificado”. En efecto, en la cruz Jesús es el totalmente pobre, el que ha quedado sin nada, porque lo ha dado todo. Y al darlo todo, ha podido darnos y nos da cada día su vida y su amor, esa vida y ese amor que ha destruido a la muerte. Y esta es nuestra suprema felicidad, justo lo que nos había prometido con las Bienaventuranzas.
Queridos amigos: sé que ustedes se experimentan una Iglesia pobre, pequeña, vulnerable. No se avergüencen de ello, si esa pobreza es la conciencia de que el Señor es la única y la verdadera riqueza de ustedes. En la Primera Carta a los Corintios, que hemos escuchado hoy, Pablo nos recuerda que Dios ha escogido lo débil del mundo, lo pobre, lo que la lógica mundana desprecia, para que se manifieste con más brillo la única fuerza potente en el mundo que es el Amor de Dios. Cuando yo estaba aquí como nuncio apostólico le escuché muchas veces a mi amigo monseñor Adolfo Rodríguez, que la Iglesia en Cuba no podía quejarse de su Señor y reclamarle que no le hubiese dado nada, porque Dios le había concedido aquello que decía Bernanos: el milagro de las manos vacías, que son las manos capaces de dar incluso lo que no tienen. He sabido que ese milagro, tantas veces cotidiano en este pueblo y esta Iglesia, ustedes pudieron testimoniarlo en la etapa dura de la pandemia y en el reciente incendio de los supertanqueros de la base de combustibles, que conmocionó a esta ciudad y a varias familias, cuyos jóvenes hijos, la mayoría bomberos, perecieron lamentablemente. A todas las víctimas de la pandemia y del incendio, a los que consuelan y ayudan a sus hermanos que sufren, a todos los que han sufrido dificultades en esta tierra por ser testigos del Evangelio de Jesucristo, los llevamos ahora al altar.
A san Juan Pablo II, cuyo nombre de pila era Carlos, y por tanto oraba como ustedes a san Carlos Borromeo, encomendamos la vida de esta Iglesia y pueblo matancero, para que ofrezcan a sus hermanos el testimonio de una vida bella y feliz, fruto de la vivencia de las Bienaventuranzas. Y la Virgen de la Caridad, que proclama en el Magníficat su alegría porque Dios mira con bondad a los pequeños, les haga experimentar también vivir bajo la mirada de Dios, que se regocija sobre esta Iglesia pobre de Dios en Cuba, pobre porque la alegría de esta Iglesia es, como la de su Señor, amar y donar, servir y compartir. Amén.
DIÓCESIS DE MATANZAS | Misa: | IV Domingo Tiempo Ordinario (A) |
S.I. CATEDRAL | Prefacio: | Dominical |
29 de enero de 2023 | 1ª. lectura: | Sofonías 2,3 – 3,12-13 |
Salmo 145: | “Dichosos los pobres en el espíritu, porque de ellos es el Reino de los Cielos. | |
2ª. lectura: | 1ª. Corintios 1,26-31 | |
Evangelio: | Mateo 5, 1-12a |
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