Prójimos, no odios

Por: Antonio López Sánchez

Además de la ocurrencia de la pandemia, con todos los duros golpes y cambios que trajo consigo, otros sucesos han cargado la vida social de nuestro pueblo. De ellos, tal vez uno de los más significativos es la creciente polarización ideológica que se aprecia en los foros públicos, muy en especial en las redes sociales.

Por un lado, es absolutamente natural, y sano, que haya debate y diversidad de pensamiento (“Cuando todos piensan igual, es que nadie está pensando”, diría el dos veces premio Pulitzer, el neoyorquino Walter Lippman). En especial es pertinente cuando ese debate implica analizar el devenir de la vida de millones de personas. Pero, por el otro, cuando el diálogo se atrinchera en un “nosotros”, siempre con la razón, y en contra hay un “ustedes” o un “ellos”, por completo equivocados; cuando el intercambio desemboca en la ofensa, en atacar al opinante y no a las opiniones; cuando las ideas se polarizan a extremos irreconciliables, aparece otra categoría terrible: el odio.

La acepción de odio, según la Real Academia, implica que este sustantivo abstracto significa: “antipatía y aversión hacia algo o hacia alguien”. Sin embargo, la definición incluye un añadido feroz: es antipatía y aversión a algo o a alguien “cuyo mal se desea”. El debate social sobre Cuba, privado y público, se ha ido convirtiendo en un viaje que constantemente se divide en extremos opuestos e irreconciliables y donde, con pasmosa frecuencia, termina el mal deseado al otro asomado en ida y vuelta de un bando a su antagonista. Los años transcurridos, sin soluciones, con tozudeces y hasta modus vivendi de muchos incluidos en todos los implicados en este juego, se han vuelto un fácil sedimento inflamable, capaz de estallar a la menor chispa.

Ahora, cada bando, cada partido, cada facción atrincherada, olvida respetar al otro. José Martí, que organizaba nada menos que un acto tan violento y pavoroso como una guerra, abogó siempre por una lucha sin odios, contra la idea colonizadora y no contra sus peones. El mismo joven que en su obra Abdala escribía sobre el odio invencible a quien ataca la patria, luego, ya en la madurez, entendió lo oscuro de usar tan descarnado alimento como argumento combativo. Menos aún, si su lucha era en aras de un propósito justo y luminoso como el de liberar a un pueblo de su colonización económica, cultural y mental. Una lucha justa, un hacer por el bien de los demás, debería desterrar de sus métodos el uso del resentimiento como combustible.

Jamás consideró el Apóstol al odio como método o como catalizador para convencer de la justeza de sus ideas. “Asesino alevoso, ingrato a Dios y enemigo de los hombres, es el que, so pretexto de dirigir a las generaciones nuevas, les enseña un cúmulo aislado y absoluto de doctrinas, y les predica al oído, antes que la dulce plática de amor, el evangelio bárbaro del odio. ¡Reo es de traición a la naturaleza el que impide, en una vía u otra, y en cualquiera vía, el libre uso, la aplicación directa y el espontáneo empleo de las facultades magníficas del hombre!”, escribe en Nueva York, en 1882.

Tampoco, de haber triunfado su gesta, hubiera Martí utilizado este oscuro defecto humano como plataforma política y movilizadora desde el poder o desde un gobierno. Más de una vez, sus textos advertían del respeto al enemigo, de la imprescindible mirada a otro ser humano, sin olvidar sus esencias, y de la necesidad de las instancias gubernamentales de no incitar, con el odio como combustible, ni siquiera a su defensa. “Ni odio contra los que no piensan como nosotros. Cualidad mezquina, fatal en las masas, y raquítica e increíble en verdaderos hombres de Estado, esta de no conocer a tiempo y constantemente la obra e intención de los que con buen espíritu se diferencian en métodos de ellos”, dejará registrado en las notas de sus Fragmentos.

A nivel más personal, hay un enunciado bíblico que, creencias incluidas o no, debiera estar grabado con amoroso fuego en la mente y los actos de cada ser humano. El segundo de los mandamientos, con los que Jesús resumía la ley divina para sus discípulos, pide amar al prójimo como a uno mismo. Esto implica, y vale su saber y su aplicación más allá de profesar o no alguna religión, considerar la empatía, practicar la consideración, el respeto, el altruismo, la solidaridad hacia otro ser humano. Hacerlo, tal si ese otro fuera uno mismo. No resulta necesario ser creyente para practicar tal enunciado. Un humanista, un verdadero revolucionario, una persona de bien y progreso, siempre considerará al otro en cada uno de sus actos, sean personales o sean hechos desde una posición de poder o de reclamo.

Esos que, casi a gritos según el tono que leemos en sus muros y enunciados en las redes sociales, se ofenden, se amenazan y apelan a groseros epítetos y argumentos, no pueden no ya amar al prójimo, sino siquiera sabrán cómo amarse y estar en paz con ellos mismos. Porque si bien es cierto, nada revelamos con esto, que la vida actual cubana es cada vez más dura, y que eso caldea los ánimos y hace arder el espíritu, nunca la ofensa, la indecencia, el grito o el golpe serán soluciones. Un argumento no es más sólido o justo por decirlo en tono más alto o defenderlo a palos e insolencias. El odio engendra odio. Ciego, como bestia, el odio embiste y genera la violencia. De la violencia, más que sabido es, nunca resulta nada bueno.

Para dos personas, para dos naciones, para las instituciones que sirven al pueblo, es imposible dialogar a gritos. Las posiciones de fuerza lo único que logran es subir más tensiones en indetenible escalada. Cualquiera que se asome hoy al nivel de agresividad que exhiben algunos intercambios, creerá que es una batalla imposible remediar tanta acritud. Sin embargo, hay también ejemplos de la situación opuesta.

En Sudáfrica, como quizá ocurrió en pocas naciones, hubo una gran mayoría excluida, discriminada, agredida durante años por una minoría. La segregación de millones de personas de raza negra por sus antagonistas blancos en el poder, pudo haber desembocado en algo terrible. Sin embargo, el líder de esa mayoría, Nelson Mandela, después de una larga y dolorosa prisión de veintisiete años, justo abogó por todo lo contrario. El Premio Nobel de la Paz, otras veces tan mal otorgado, aquí vale doble, al saberse de la entereza y valor moral de este gigante

Al salir de la prisión de Robben Island, donde fue ultrajado innumerables veces, decidió que el rencor y el odio no serían sus armas. Si un hombre humillado por veintisiete años, que sufrió espantosos vejámenes, fue el primero en perdonar incluso a sus captores y verdugos, si olvidó sus agravios personales por el bien de todo un país, ¿quién sería capaz de no seguirlo? Desde ese respeto, desde ese ejemplo, llamó a la paz, al diálogo y a construir una democracia donde todos, negros y blancos, arrimaran el hombro en bien de todos. Se atribuye a Mandela una frase donde afirma que el odio se aprende, que no nace con las personas, que nadie, por antonomasia odia razas, orígenes, religiones, ideologías. Así pues, si el odio se aprende, es más fácil, más humano, más natural, aprender el amor al prójimo.

Antes de ser encarcelado, en su juicio de 1964, Mandela afirmó que había luchado “contra la dominación blanca y he combatido la dominación negra. He promovido el ideal de una sociedad democrática y libre en la cual todas las personas puedan vivir en armonía y con igualdad de oportunidades”. Casi treinta años después, ya libre y convertido en el primer presidente negro de Sudáfrica, cumplió su promesa.

El propio Martí, cuando describe los horrores que de adolescente vivió en prisión, anota que a pesar de los desmanes recibidos, es compasión lo que siente por los esbirros que lo maltratan. Yo que no he aprendido a odiar, escribe más de una vez en El Presidio Político en Cuba, en 1871. Una década más tarde, en carta al general Antonio Maceo, expresa: “Ni tengo tiempo de decirle, General, cómo a mis ojos no está el problema cubano en la solución política, sino en la social, y cómo ésta no puede lograrse sino con aquel amor y perdón mutuos de una y otra raza, y aquella prudencia siempre digna y siempre generosa de que sé que su altivo y noble corazón está animado. Para mí es un criminal el que promueva en Cuba odios, o se aproveche de los que existen”. Aunque fuera escrito en 1882, tal los tiempos que corren, es extraordinariamente vigente este pensamiento. Nunca, y menos en tiempos de crisis, será el odio la solución.

Un amplio y bagaje de cordura e hidalguía atesora nuestro pueblo, incluso en las circunstancias más difíciles. El pensamiento, la acción y el ejemplo de sus más grandes próceres, conservan tales oros de la moral y el respeto. Esos ejemplos, justo ahora que puede haber grandes luces o desastres en juego, deberían ser la guía en cada acto mínimo o grandioso. Amemos al otro como a uno mismo. Escuchar, dialogar, incluso perdonar, serán siempre actitudes más humanas, más progresistas, que apelar a la ofensa o la violencia de cualquier tipo. Todavía hay tiempo de ejercer, para uno y para todos, la condición de prójimos. W

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