DE LA BIBLIA-Enfermedad, sanación y milagros II

por diácono Orlando Fernández Guerra-orlandof@arqhabana.org

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Ciertamente, las curaciones sirven de soporte a la doctrina expuesta por el Maestro. Así, cuando cura al criado del Centurión romano, se pone de manifiesto la universalidad de la salvación que alcanza incluso a los paganos (Mt 8, 13; Hch 10, 47). Cuando cura al paralítico, muestra cómo sus pecados quedan, automáticamente, limpios (Mt 9, 2; Mc 2, 5; Lc 5, 24). Cuando sana la mano atrofiada de aquel hombre del camino, manifiesta que al igual que el Padre, Él cura en sábado (Mc 3, 3-5). Y cuando sana al muchacho endemoniado, manifiesta la fuerza de la fe (Mc 3, 3-5; Lc 8, 39). De esta manera, los evangelistas hacen patente que Jesús ha venido a anunciar que “los ciegos ven y los cojos andan, los leprosos quedan limpios y los sordos oyen, los muertos resucitan y se anuncia a los pobres la Buena Nueva” (Mt 11, 5; Lc 7, 22), porque: “No necesitan médico los que están fuertes, sino los que están mal” (Mc 2, 17). Para los pobres y marginados, Jesús es la buena noticia.
Y nadie mejor que los enfermos se alegran de ello, comenzando por los leprosos (Lev 13, 8). Bajo ese nombre se incluía una gama muy variada de enfermos de la piel. Tanto los que padecían la lepra o mal de Hansen, como los que tenían úlceras, tumores, linfangitis, psoriasis, vitiligo y muchas otras enfermedades que podían o no ser contagiosas (Lev 13, 2). La persona enferma quedaba automáticamente impura y contaminaba todo lo que tocaba, así que debía ir por los caminos gritando: ¡Impuro, impuro! (Lev 13, 45). Los evangelios nos dicen que Jesús los curaba al tocarlos (Mt 8, 3; Mc 1, 41; Lc 5, 13), invalidando de esta manera la vieja creencia (Lev 5, 2-3). Lo mismo pasaba con las mujeres que durante su período menstrual contaminaban todo lo que tocaban: la cama donde dormían, el asiento donde se sentaban, los objetos que utilizaban (Lev 15, 19-27). Cuánto no sufriría aquella mujer que padecía interminables flujos de sangre y que, empobrecida, se sentó al borde del camino, con la esperanza de que al tocar a Jesús quedaría sana. Y sucedió el milagro (Mc 5, 30; Mt 9, 20-22; Lc 8, 43-48).
A los minusválidos la ley les prohibía acercarse al altar. Aunque fueran sacerdotes por su descendencia de la tribu de Aarón: “ni ciego, ni cojo, ni deforme, ni monstruoso, ni lisiado, ni manco; ni jorobado, ni raquítico, ni con defecto en un ojo, ni sarnoso o tiñoso, ni eunuco” (Lev 21, 17-22). En los tiempos del rey David, los ciegos y los cojos tenían prohibido entrar a un área del monte Sion donde más tarde Salomón construiría el Templo de Jerusalén (2 Sm 5, 8). Jesús curó a muchos de estos desafortunados reinsertándolos nuevamente en la comunidad (Mt 15, 30-31; 21, 14). Otro caso era el de los endemoniados, que no solo eran los que sufrían de posesión demoníaca y que al ser expulsados reconocían a Jesús como Mesías (Mt 8, 29; Mc 1, 24; 5, 6-7; Lc 4, 34; 8, 28), sino también muchos a los que hoy consideramos enfermos de epilepsia, esquizofrenia o cualquier otro trastorno de la mente (Mt 8, 28; Lc 8, 27-28; 9, 39; Mc 5, 3-5; 9, 18).
Es curioso cómo los milagros que Jesús realiza son muchas veces mal interpretados e incluso rechazados por algunos de sus contemporáneos, especialmente, por miembros de uno de los grupos religiosos con más autoridad e influencia entre el pueblo. Los fariseos atribuyen sus milagros al poder de Belzebú, el príncipe de los demonios (Mt 12, 24; Mc 3, 22; Lc 11, 14). Jesús les asegura que Él expulsa los demonios por el poder de Dios, porque el Reino ha llegado a ellos (Mt 12, 28-29), pero que su pecado de blasfemia no será perdonado ni en esta vida ni en la futura, porque pecaron contra el Espíritu Santo (Mt 12, 31-32).
También, aquellas ciudades cercanas al lago de Galilea –Corozaín, Betsaida y Cafarnaúm–, que fueron testigos de sus curaciones, no supieron, sin embargo, discernir en estas los signos de la llegada del Reino y se negaron a convertirse (Mt 11, 20-24; Lc 10, 13-15). El reinado de Dios, tal como lo vaticinaron los profetas, estaba ya entre ellos. Y los milagros de Jesús eran una confirmación de esta realidad que solo los pobres supieron apreciar. Por eso, da gracias a Dios diciendo: “Yo te bendigo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has ocultado estas cosas a sabios e inteligentes, y se las has revelado a pequeños. Sí, Padre, pues tal ha sido tu beneplácito. Todo me ha sido entregado por mi Padre, y nadie conoce al Hijo sino el Padre, ni al Padre le conoce nadie sino el Hijo, y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar. Venid a mí todos los que estáis fatigados y sobrecargados, y yo os daré descanso. Tomad sobre vosotros mi yugo, y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón; y hallaréis descanso para vuestras almas. Porque mi yugo es suave y mi carga ligera” (Mt 11, 25-30). Ω

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