Alejo Carpentier y Enrique Núñez Rodríguez

Por: por Alejo Carpentier

Alejo Carpentier
Alejo Carpentier

Dos visiones de La Habana se incorporan a este dossier capitalino y cumpleañero. La primera, es un breve pero vívido retrato habanero, desde las remembranzas infantiles de uno de nuestros más grandes escritores. La otra, la simpática metamorfosis personal de un “guajiro” de Quemado de Güines, contaminado por ósmosis de los caracteres secundarios que de alguna manera definen a los citadinos habaneros. Con estos textos de Alejo Carpentier y de Enrique Núñez Rodríguez, ofrecemos dos velas más al pastel de cumpleaños de nuestra ciudad.

La Habana de mi infancia… (Fragmentos)

La Habana  de mi infancia…
La Habana de mi infancia…

La Habana de mi infancia era una ciudad de repiques y repiqueteos, de cascabeles, de cencerros, de esquilos y esquilones, de campanas arrabaleras, de bordones catedralicios. Cascabeles de las colleras de los caballos y mulas que tiraban de sus carretas, carromatos y carretones de carga, camino de la ciudad vieja, descendiendo de los altos, entonces remotos, del Cerro y Jesús del Monte; cascabeles de los mulos de carritos carboneros y campanillas de buhoneros que rodaban en coche-tiendas festoneados de encajes canarios; cencerros de las vacas que eran traídas de sus potreros, al alba, para regresar a ellos a la puesta del sol; timbres de autobuses que acompasaban su rodar con el sonido –hierro en piedra de adoquín– de las herraduras del tiro; campanas que dialogaban, en maitines, misas y vigilias, desde la casi aldeana parroquia de San Nicolás, próxima a mi casa, con la noble “iglesia de la fundación” del Espíritu Santo, cercana a los mástiles del puerto. Pequeños tropeles de cabras y cabritos –cornamentas, ubres, balidos– pasaban por la calle Maloja, conducidos por el amolador de cuchillos y tijeras que tañía su caramillo mixolidio, camino a un potrero cercano, singularmente abierto entre construcciones, cuyos restos, salvaguardados por inacabables pleitos de sucesión, subsisten aún.
Con todo ello, nos quedaban las herrerías coloniales adornadas de cabezas de caballo, plateadas, en el arco de las entradas al patio de los estiércoles y forrajes, donde los animales esperaban su turno, junto al ámbito siempre un tanto fabuloso –medio oscuro, medio incendiado– de los fuegos, yunques y fuelles. Herrerías que, en muchos casos, eran también un tren de coches y oficina de alquiler de corceles, como una, bienoliente a heno, a espartos y hojas de caña que, en pleno centro de La Habana, se abría en la calle Colón, a pocos metros de un recién asfaltado Paseo del Prado que, por lo mismo, era poco propicio a gualdrapeos de lucimiento…
Subsistían en aquella ciudad, la tienda heredada de días coloniales, que era mera vivienda de planta baja, sin vidrieras ni escaparates, donde algún traje de novia, montado en maniquí de melindroso ademán, se exhibiera en la luz de una ventana, mientras, en la otra, se ostentaban, en muestrario de buen ver, los últimos números de Le Chic Parisien, con sus letras doradas en cubierta de cartulina roja… La pequeña mercería ofrecía sus botones de nácar o de hueso; el sastre, subido sobre su mesa, escoltado por enormes tijeras, trabajaba en el salón de su morada; las palmistas y cartománticas tenían placas profesionales en sus puertas, como los médicos o los abogados. Y en casas donde la angustia por el porvenir solicitara remedios más inmediatos que el posible alivio de una predicción sosegadora, vendíanse caracoles, figulinas, collares, pequeños columpios, santos del rayo o de la espada, vírgenes de la luna o de las aguas, que yo miraba como obras de una industria extraña, misteriosa, puesto que sus juguetes –y ahí todo parecía juguete– no se regalaban a los niños y ni siquiera podía contemplarse largo tiempo puesto que algo había en ellos, algo verdadero, raro, remoto, que inquietaba a las personas mayores, haciéndolas apresurar el paso, de pronto, ante la mano que, desordenando lo ordenado, ponía un arado de plomo donde antes hubiera estado una corona de cobre acabada de comprar por una mujer de hábito penitente, con cíngulo anaranjado sobre la túnica morada.

Tomado de Alejo Carpentier: Recuento de moradas, La Habana, Editorial Letras Cubanas, 2017.

Mis memorias de La Habana (Fragmentos)

Mis memorias de La Habana  (Fragmentos)
Mis memorias de La Habana (Fragmentos)

Y el primer viaje en tren hacia un destino desconocido, entre sorbos de Jupiña y sueños de conquista. Y La Habana, que primero un relámpago, allá lejos; y después, aquellos edificios, por cuyas ventanas imaginábamos historias fantásticas de lenguaje de adultos, violencia y sexo. Y los pregones de entonces, ofreciéndonos pescado fresco, pescador, o el atezador de bastidores, de voz aguardentosa y operática.
[…]
Únicamente escribiendo las memorias, uno a llega a comprender la importancia de haber conversado con el Caballero de París, tan habanero como las murallas. Y escribiendo las memorias es que uno sabe que La Habana dolía, en las noches solitarias; y que los ascensores olían a Hiel de Vaca de Crusellas; y que la gente decía fuese y viniese; y que un tranvía U4 (Playa – Estación Central) era el regreso a casa, entre amigos llegados a la terminal, trayéndonos la noticia del último fallecimiento o el chisme de la muchacha que había perdido su virginidad a la salida del baile del Liceo.
Eran los primeros tiempos de un tránsito imperceptible que nos iba convirtiendo, inexorablemente, en habaneros. Poco a poco nos íbamos incorporando a esta ciudad ajena al principio y cada vez más nuestra y entrañable. Aunque, para los nacidos intramuros, siguiésemos siendo tan guajiros como aquel primer día en que nos asombramos ante la bañista de la trusa Jantzen, que nos salpicaba a todos al lanzarse, en un clavado de luces y movimiento, desde lo alto del Bar Partagás hacia el Parque Central. Un parque Central que, en diciembre, olía a castañas asadas.
[…]
Ya nos sabíamos todas las rutas de guaguas. El bodeguero de la esquina nos llama por nuestro nombre. Y el cartero no sentía tanta pena al no podernos entregar la carta que empezaba a espaciarse. Increíblemente, aplaudíamos a rabiar cuando Sagüita Hernández conectaba un jonrón para darle la victoria al Habana, aunque en el fondo siguiéramos creyendo que simpatizábamos con el Cienfuegos.
Para graduarnos de habaneros, solo nos faltaba el sacrilegio de suplantar la comida de la tarde por el café con leche y el pan con mantequilla de los desayunos; bañarnos por la mañana, antes de salir para el trabajo, en vez de hacerlo por la tarde, como se hace en el resto del país. Y lo hicimos.
Un día regresaba de unas largas vacaciones, y al acercarme al túnel de la bahía, percibí esa rara sensación que hasta entonces solo había sentido ante la flecha que señalaba, en la carretera de Sagua, la distancia entrañable: “Quemado de Güines 22 km”. Una especie de taquicardia, más amable que molesta, me hizo exclamar:
–¡Ya estamos llegando a casa!
¡A casa!

Enrique Núñez Rodríguez
Enrique Núñez Rodríguez

Tomado de Enrique Núñez Rodríguez: El vecino de los bajos. 99 nuevas crónicas (Juventud Rebelde 1987-2002), compilación de Tupac Pinilla, La Habana, Ediciones Unión, 2014.

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