Volver a los diecisiete
Después de vivir un siglo
Es como descifrar signos
Sin ser sabio competente
Violeta Parra
El 14 de febrero, mientras caminaba muy cerca de un instituto preuniversitario, escuché gritos al ritmo de compases reiterados, casi monocordes, de una “canción” en extremo vulgar que proclamaba un machismo selvático. El estribillo se repetía hasta el cansancio, pero el coro escolar no disminuía su entusiasmo. Al parecer, era la celebración, en el centro docente, por el día del amor y la amistad.
Ese cuadro de “nuevas costumbres” se me alojó en la conciencia como un zumbido perturbador, como una mordedura de serpiente, porque no pude menos que asombrarme (o aterrarme) por esa forma de festejar la efemérides de dos sentimientos humanos tan preciados. ¿Cómo llegamos hasta aquí?, me pregunté a mí mismo.
Unos meses atrás, en el interior de una ruta P13, donde —por extraño que parezca— no había mucha gente, presencié otro “espectáculo” digno de mención: entre el grupo de adolescentes —con uniforme escolar— que subieron en la parada de Porvenir y Concepción, en Lawton, uno entró bailando, removiéndose. El muchacho tiraba pasillos, gesticulaba, se agarraba del pasamanos y se balanceaba. El resto de sus compañeros, entre carcajadas, se amontonó en la puerta central a mirar (más bien a escuchar) sus móviles. Lo que se oía era muy parecido a la “canción” del preuniversitario.
Hace algunos años, en otro recorrido urbano a bordo de un P3, llamó mi atención el baile y la gestualidad exagerada que practicaba un niño sobre su asiento siguiendo el ritmo de una “canción” similar. El emisor de los sonidos era el teléfono móvil de una muchacha a su lado.
Los contextos son diversos en los casos citados. Hay una diferencia sustancial de espacio —real y simbólico— entre una guagua y una institución escolar, mas el resultado es el mismo. Qué duda cabe. El mal gusto (o lo que no pocos entendemos como tal) se instaló en la sociedad, trepó y se enredó, como la hiedra de una hermosa canción tan desconocida por los jóvenes actuales como su creadora misma.
La educación de los sentimientos es un proceso cultural en extremo complejo, un resultado pedagógico, familar, social. Las costumbres que surgen de esa educación han experimentado grandes cambios desde antes del nuevo milenio. Los gustos y preferencias musicales (y el vestuario y los símbolos asociados) se han modificado tanto que a los adultos mayores les cuesta mucho comprenderlos, ¿pero acaso siempre no ha sido así? ¿Acaso nuestros padres entendieron las melenas, los pantalones apretados, el rock? ¿Y la sociedad? ¿Y las políticas estatales? ¿Cómo operaron entonces?
La historia está ahí. En la Isla, durante dos décadas, el rock estuvo reprimido, censurado, considerado veneno ideológico. Los jóvenes de entonces sufrimos las prácticas de esas políticas. Intentando acallar su sonido, trataron de imponernos otras músicas, propias y ajenas, cercanas y distantes. ¿Sirvió para algo? En todo caso, para dañarnos, para quedarnos rezagados y rencorosos.
Como contrapeso, podíamos escuchar boleros, baladas, bossa nova, canción trovadoresca (vieja y nueva), nueva canción española y latinoamericana, un universo que para la gran mayoría de los jóvenes de ahora es algo lejano, casi inexistente, o desconocido.
A estas alturas de los tiempos, quien tenga acceso a la tecnología, oye la música que quiere, con un teléfono móvil basta. Ni prohibiciones, ni censuras, ni bloqueos de contenidos pueden hacer nada si quieres navegar por tu zona de confort, la que te gusta, a la que te conduce tu feed. Y siempre puedes controlar el flujo. Aunque me haya topado miles de menciones —en las redes sociales— a los innombrables del género de moda, nunca se me ha ocurrido escuchar una “canción” de esos sujetos. Sin embargo, a propósito de este trabajo que redacto, leí varios textos de algunos de los más célebres.
De espanto lo que se ve ahí: machismo, misoginia, grosería, maltrato del idioma (lexical, sintáctico, fonético, morfológico); una vulgaridad elevada, dimensionada, encumbrada; un lenguaje carcelario, rufianesco, de matón ganador que se autoenaltece y regodea en sus “triunfos” y exhibe sus posesiones de rey (de la jungla).
En este punto, digo nuevamente, ¿cómo llegamos hasta aquí? Y el llegamos no establece fronteras. Ya no existen para la moda y los medios de comunicación. Se borraron hace años. Mas, nos interesa “el patio de nuestra casa”, por ahí comenzamos la narración. Un estudiante puede ver en su móvil lo que quiera (o lo que le permita la familia); sin embargo, una vez en la escuela, la responsabilidad es de la institución.
En una consulta practicada a un grupo de jóvenes, constatamos que aun cuando sus gustos musicales tienden a parecerse a su época, la marca de la familia, su cultura, tiene incidencia sobre ellos. Con varios comprobamos (no en todos) que el rock sigue vigente, así como que desconocen a una buena cantidad de los autores e intérpretes que oían sus padres y abuelos. Y que prácticamente todas y todos escuchaban el género innombrado. W
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