Hace poco veía en las redes sociales un simpático chiste. El texto decía: “Practico un deporte de alto riesgo: doy mi opinión”. Como todo buen chiste, una vez pasada la sonrisa, se pone uno a pensar. En verdad, ¿es peligroso dar una opinión? Pues, sí, no pocas veces lo es.
Más allá de que, en determinados ámbitos, sobre todo los políticos, los enfrentamientos ideológicos abundan y la confrontación es pan de cada día, el problema rebasa tales predios, porque, desde que el mundo es mundo, hay opiniones muy diversas en asuntos tan dispares como Industriales o Santiago, huevo frito o en tortilla o trigueñas gorditas o rubias flacas.
Sin embargo, una tendencia cuyos peligros pueden rebasar los marcos virtuales viaja en paralelo, o a veces encima, del siempre intercambio de criterios contrapuestos. Se trata del acto de comportamiento que rechaza, no ya la opinión ajena, sino al opinante.
Vamos, todos hemos discutido alguna vez con énfasis sobre algún tema. La pasión que corre por las venas cubanas hace que parezca una guerra nuclear el simple intercambio que intenta dirimir per secula seculorum, y sin resultados, si Messi o Cristiano Ronaldo… Si hablamos de aquellas peñas deportivas televisadas, una sonrisa recordará los esfuerzos de los periodistas para evitar desafueros y calificativos de los participantes hacia sus rivales. Tales denuestos lucen hasta folclóricos en el Parque Central capitalino o en la Plaza de Marte santiaguera, pero suenan terribles en nuestra siempre encartonada y formal televisión.
Ahora sucede otro tanto en las redes sociales, pero no desde el inocente careo por un deportista, sino casi en todos los temas. No es raro que cualquier idea, cualquier intercambio, termine en lluvias de insultos entre los foristas y en disparatados llamados selváticos, siempre sazonados con palabras que harían enrojecer a Francisco de Quevedo.
Lo más triste es que detrás de esas groserías, descansa un argumento terrible, por irracional y hasta inhumano: “Si no estás conmigo, estás contra mí”. “Contra mí” implica no solo la imposibilidad de escuchar y llegar a un acuerdo con otro, mucho menos reconocer, jamás, la equivocación propia. El “contra mí” conlleva, a veces nada oculta, la intención de agredir y derrotar por la fuerza de la ofensa y no de los argumentos. Aplastar al ideólogo y no dirimir, aceptar o matizar la idea, es el objetivo. De hecho, la presión desde las redes sociales, sin contar algún que otro asalto físico real, ha provocado daños psicológicos y situaciones muy desagradables a algunas personas, solo por ejercer un criterio y recibir a cambio el rechazo y un mundo de ataques.
He visto “defensores” de la ideología de izquierda o de la derecha, “convencer” desde las embestidas, desde el absurdo de la tozudez, desde la total sordera al criterio ajeno. Resulta imposible establecer un mínimo de debate serio sin que alguien reaccione ofendido, tergiversando, tomando la parte por el todo y cerrando el ciclo con la agresión al otro.
Caso significativo es el de cualquier asunto del entorno nacional. Cuando se aborda un tema cubano, en especial cuando se hacen señalamientos críticos, algunos reaccionan con el viejísimo y ya inservible dogma de que el crítico es un enemigo, un mercenario pagado por el imperio y que, terrible idea esta, lo que debería hacer es irse, como si la patria, o el simple terreno geográfico donde habitamos, fuera una suerte de club exclusivo de un carnet, de un partido o de una tendencia política. Porque, además, tales “revolucionarios” no argumentan. No demuestran la superioridad de su proceso social o de su ideología. Gritan, sacan al rojo las venas del cuello de cada palabra y en vez de argüir, descalifican, ofenden, excluyen. Aunque el supuesto mercenario viva en un solar con un sueldo en pesos cubanos y trabaje a diario por mejorar este país que muchas cosas buenas tiene, pero muchas otras también criticables y, por ende, mejorables.
Creo que es, en verdad, un enemigo peor quien oculta, quien tergiversa, quien calla las verdades que podrían hacernos más plenos y felices a todos. Al fin y al cabo, para todos y por el bien de todos, se soñó convertir en república este país. Siempre pienso en estos casos que un mal servicio, una política o disposición equis errónea, como las epidemias, al final afectan por igual al revolucionario que al disidente. Los baches, las burocracias, los males nuestros de cada día, en fin, no tienen ideología.
Nada nos hace más humanos que la diversidad de expresiones, de gustos, de ideas y puntos de vista. Pero el respeto al otro, la capacidad de oír y aprender de la opinión ajena, incluso de aquellas que no compartimos, nos hace más sabios.
Así que opine. Mantenga el respeto, interprete, practique el don de escuchar y el análisis serio del criterio ajeno y no se cohíba de practicar este necesario, aunque hoy riesgoso deporte. De todas formas, antes de hacer el primer lanzamiento de un criterio, no olvide ponerse su casco. Ω
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