Con la salida definitiva de nuestro país del padre Enrique Poittevin el 12 de mayo del 2014, concluyó la fecunda misión evangelizadora de los Hijos de la Caridad en Cuba. Desarrollaron su labor pastoral en regiones situadas en Santiago de Cuba, Manzanillo, Holguín y La Habana; siempre vivieron en las periferias. Hoy, a pesar de no contar con su presencia, continúan arraigados en el corazón de quienes trabajamos junto a ellos en el empeño de anunciar el amor, la gracia y la misericordia de Cristo en la Isla.
La respuesta a cómo logró esta congregación perpetuarse en los corazones de tantos cubanos sencillos, puede hallarse, en alguna medida, en los testimonios que con gusto ofrecieron Bartolomé Ugalde Ramírez, Magdalena Moreno Calzadilla, René Carrasco Montero y María Elena López González, y que a continuación ofrecemos.
Bartolomé Ugalde:
A mediados del año 1977 llegaron a la parroquia La Purísima Concepción en Manzanillo cuatro sacerdotes religiosos. Tres de ellos eran franceses y uno, cubano. Pertenecían a la congregación de los Hijos de la Caridad; sus nombres: Miguel, Enrique, Andrés y Rodolfo.
Yo nunca había oído hablar de esa congregación hasta que unos días antes de su arribo a mi ciudad, uno de los sacerdotes salientes, a modo de chiste, me dijo a la vez que me mostraba unos baúles metálicos enviados por ellos: “Ahí vienen los rifles de los franceses”. Sin entender sus palabras, sonreí. Solo después que los conocí y los vi trabajar descubrí que, en efecto, con sus “rifles evangélicos”, esos hombres de Dios habían venido a traer fuego a la manera de Cristo, que vino a incendiar la faz de la tierra con su mensaje auténticamente renovador. Creo que fui una de las víctimas de sus “disparos de resurrección”, pues desde su llegada no tardé en colocarme en fila con ellos para la misión que proponían a nuestra Iglesia. En aquel momento descubrí que estaba viviendo una nueva e importante etapa en mi vida cristiana.
El carisma de esta comunidad religiosa, fundada el 25 de diciembre de 1918 por el sacerdote francés Emilio Anizan, consiste en la evangelización del mundo obrero y de los barrios populares. Por ello, siempre buscan establecerse en zonas periféricas de las grandes ciudades y en poblados con industrias, donde también puedan ejercer, con la autorización del obispo del lugar, el ministerio del sacerdocio-obrero. En los años en que los conocí, los Hijos de la Caridad se hicieron sentir y lograron un impacto muy saludable en la vida de nuestras comunidades y de nuestro pueblo. Su estilo de vida sencillo, su esfuerzo sincero y palpable de inculturación, su cercanía a los pobres y a los sufrientes, su encarnación en el mundo del trabajo como curas obreros, su preocupación pastoral de llevar la Buena Nueva del Evangelio a todos los rincones, su pasión por Dios y por el pueblo no podían dejar indiferentes a quienes los conocimos. Sin descuidar en lo absoluto el cuidado pastoral de sus feligreses, ellos se sentían pastores también de esa gran parte del pueblo que no quería o no se atrevía a pisar el umbral de nuestro templo, de los enemigos de la Iglesia, de los que nunca habían oído hablar de Dios, de los comunistas de corazón y de los simuladores, de aquellos que se habían alejado para poder alcanzar otras metas terrenales. Nunca olvidaron, durante su paso por nuestra ciudad, la frase de Jesús: “Tengo otras ovejas que no son de este redil” (Jn. 10.16).
Para mí y para todos los que caminamos al lado de ellos apoyándolos en su accionar evangelizador, su ejemplo nos exigía no pocos sacrificios en lo referente a nuestro compromiso cristiano. Fue como un redescubrimiento de nuestra misión y nuestro ser Iglesia. Teníamos que demostrar con obras que los católicos éramos capaces de hacer nuestro compromiso social por el bien del prójimo y de la patria; que éramos capaces de ver lo bueno y lo noble en aquellas personas que pensaban diferente y hasta de aprender de ellos. Habíamos entrado en el “juego (fuego) de la vida”. Jesús también lo vivía con nosotros. Un joven de aquella época me decía años más tarde: “Yo conocí a Jesucristo a través de los Hijos de la Caridad. El Jesucristo al que yo seguía no era el verdadero, era un Jesús que no tenía nada que hacer en aquella sociedad, era un Jesucristo que esperaba sentado a que las cosas cambiaran”. No hace tanto otra persona me comentaba: “Yo no podía imaginar que en el contenido de la evangelización que los Hijos… nos enseñaron podía ser importante hasta el amor a nuestro suelo; ellos me enseñaron a apreciar más lo mío, a mirar hacia adentro, a valorar lo que tengo…”. Se trataba de una evangelización integral. Yo pude (y aún puedo hoy) hacer mías también estas frases de aquellos jóvenes de la década de los ochenta.
Por su parte, Magdalena Moreno apuntó:
Desde que tenía dieciséis años comencé mi labor apostólica como catequista en la parroquia Jesús, María y José, en La Habana. Trabajaba junto al padre Roberto Caraballo, hombre muy humilde (aunque se decía que era muy enérgico), pero excelente persona. Falleció en enero de 1981. Durante dos años estuvimos sin párroco fijo pero continuamos trabajando fundamentalmente en la catequesis; nos atendían indistintamente otros sacerdotes que si bien oficiaban las misas programadas en la semana, no llegaban a fomentar una vida comunitaria. En el mes de octubre de 1984 llegó un sacerdote permanente: el padre Miguel Martín, Hijo de la Caridad. En ese momento me encontraba en un estado avanzado de gestación y no podía asistir a la parroquia. En noviembre, a solo un mes de radicar acá, el padre Miguel fue a conocer a mi niño que acababa de nacer. Ese fue nuestro primer encuentro. Su sencillez y familiaridad me agradaron al instante. Él se presentó como el nuevo párroco. Mientras conversábamos apuntó que su tarea principal consistía en formar la comunidad para poder trabajar con el barrio.
De manera general, el padre Miguel sorprendió a todos: montaba bicicleta, compraba sus mandados en la bodega más próxima a la parroquia, visitaba a los vecinos; se preocupaba por los que asistían regularmente a la misa y por los que no lo hacían. Hasta mi esposo que no se relacionaba con el clero comenzó a charlar con él e, incluso, le dijo que en el mes de diciembre me apoyaría para organizar las actividades navideñas con los niños de la catequesis. Así comencé a interactuar con un sacerdote cuyo método consistía en trabajar todos juntos en pos de una comunidad viva y dinámica. Esta disposición del padre me iluminó muchísimo y me comprometía cada vez más. Después de un tiempo lo trasladaron y en su lugar enviaron al padre Enrique Poittevin, quien con su impresionante espiritualidad, continuó la labor evangelizadora. Sin darnos cuenta, nuestra vida personal y comunitaria iba cambiando, crecíamos en la fe, en la oración y en el amor.
Luego, con el padre Lázaro Farfán nuestra comunidad creció aún más; su estilo de acción propició la creación y florecimiento de casas misión en la zona. La comunidad se involucró totalmente con este proyecto y la presencia de Cristo con y en nosotros fue experimentada con fuerza. Vivimos momentos intensos donde no solo los católicos, sino también los vecinos de la barriada fuimos protagonistas. Como ejemplo, puedo citar lo acontecido a propósito del paso de la Virgen peregrina antes de la visita del Papa san Juan Pablo II a nuestro país y el recibimiento a este Santo Padre en Cuba. Recuerdo esa etapa con mucho cariño y valoro positivamente la extraordinaria misión desarrollada y la integración que pudimos lograr. No olvido el trabajo del padre Martirián Marbán con personas de la tercera edad y las diversas acciones que realizaba para ayudarlas. Estas prácticas continuaron involucrándonos y fortalecieron la unión de la comunidad con los que no asistían a la iglesia hasta propiciar su acercamiento a las actividades regulares programadas.
Lo que singulariza el quehacer de los Hijos de la Caridad es la entrega total a practicar la Palabra de Dios donde quiera que se hallen, es decir, llevar el evangelio a todas las personas y, en especial, a los más desamparados. Donde se encuentran, logran que nazca el amor por los más pobres y no me refiero solamente a los necesitados materialmente, sino también a aquellos que no han podido conocer a Dios ni sentir que Él los ama. Su obra la llevan a cabo no de forma doctrinal, sino mostrando siempre a Cristo con sus testimonios de vida. También se destacan por su relación con los trabajadores, pues, cuando es posible, se incorporan a trabajar en las fábricas, en la construcción. Allí conviven con los obreros, palpan sus necesidades y presentan a Jesús, el hijo del carpintero.
Los Hijos de la Caridad marcaron mi compromiso con Cristo; me hicieron ver que soy un instrumento para ayudar a construir el Reino de Dios. En el plano personal, gracias al Señor y a ellos, pude ver la conversión de mi esposo. También debido a su presencia en mi parroquia, mi hijo pudo vivir felizmente la etapa de la niñez y de la adolescencia en medio de una comunidad activa, sana, verdaderamente cristiana. Al recordarlo siempre señala que fue la mejor época de su vida. Y algo muy personal: mi madre, a pesar de no visitar el templo, llevó colgado en su pecho hasta el día de su muerte el rosario que le regaló el padre Miguel.
René Carrasco señaló:
Mi vinculación con los Hijos de la Caridad comenzó cuando yo tenía diecisiete años; en ese tiempo me encontraba en el preuniversitario y estudiaba siempre con un amigo. Un día lo vi leyendo un libro titulado Elsermón del monte y le pregunté si creía en Dios. Confirmó con un gesto. Después comenzamos a hablar sobre el cristianismo. El tema me interesaba, ya que mi vida cristiana había sido cercenada debido a la intolerancia del Estado respecto a la religión. Finalmente, mi amigo me llevó a su parroquia que era la de Jesús, María y José. Recuerdo que fue el padre Enrique Poittevin quien abrió la puerta de la oficina; hablamos los tres y me llevó a un salón donde me leyó la Carta de Juan Dios es Amor, amémonos los unos a los otros (1 Jn.4-21). Entonces vi en el rostro del sacerdote un hombre apasionado y enamorado de otro ser, lo cual me llenó de curiosidad. Yo quería experimentar aquello que había visto en ese hombre consagrado. A partir de ese día comenzó mi conversión. Fui descubriendo la presencia de Dios en mi vida y en mis actos cotidianos, hasta en los más dolorosos.
Desde que conocí a los Hijos de la Caridad me cautivó su manera de amar a los más sencillos; comprendí junto a ellos que para ser feliz no se necesita mucho, y que lo más importante es el amor que podamos dar a los demás y a todo lo que hagamos.
Antes de conocerlos, yo era un muchacho retraído debido a problemas familiares en mi infancia y a la muerte de seres queridos. Pienso que Dios los escogió para sanarme poco a poco, fue un proceso donde finalmente descubrí mis potencialidades interiores para ponerlas al servicio de los demás. Con ellos comenzó mi relación con Jesús de forma consciente, me enseñaron a amarlo y, a través de Él, amar a los más olvidados socialmente.
Pienso que lo singular de su quehacer es la dedicación, entrega y compromiso con los pobres, así como también su amor a Jesús, a su Iglesia. Ellos saben construir verdaderas comunidades vivas, comprometidas; siembran en el corazón de las personas la pasión por Jesucristo.
En el orden personal, dejaron en mí ese gran misterio de la opción por los que nada poseen. También me hicieron comprender la riqueza de la comunidad cristiana, de vivir estas enseñanzas en equipo, de ir edificando y haciendo lazos entre los hermanos que, sin lugar a dudas, quedan para siempre.
María Elena López González, residente en Estados Unidos, rememora:
A finales del año 1986 supe de la existencia de la parroquia Jesús, María y José y de la presencia en ella del padre Miguel Martin –él llegó a Cuba en 1968 junto a Miguel Fourneire–. Era un sacerdote íntegro, sencillo, poseía gran humildad y a la vez, fortaleza y rectitud. Tenía en su corazón mucho amor y una sólida fe que trasmitía, como todos los Hijos de la Caridad, de manera muy especial con su testimonio de vida. Me admiraba las distancias que recorría en su bicicleta, como también lo hicieron los padres Enrique y Lázaro. Desde la primera vez que visitamos la parroquia, mi esposo y yo decidimos asistir cada domingo a la eucaristía. Poco a poco, nos fuimos sintiendo parte de esa pequeña comunidad donde la fe y la sencillez abundaban. Así nos fuimos involucrando en la misión evangelizadora mientras profundizábamos en el conocimiento de la congregación que, indudablemente, ofreció una gran ayuda a la Iglesia cubana y al pueblo. Al igual que en nuestros corazones, dejaron huellas en muchísimas personas.
Los elementos que singularizan el quehacer de esta congregación son, según mi criterio, la espiritualidad unida al mundo del trabajo y el carisma de desenvolverse entre la clase social más pobre, en los barrios marginales, hasta donde llevan la Palabra y la presencia de Dios. Hablan de fe con obras y ejemplo de vida, atendiendo y preocupándose por las necesidades materiales y espirituales de todos, sin excepción.
En mi vida de fe, los Hijos de la Caridad dejaron muchas huellas, especialmente, con sus testimonios de vida. Me marcó la espiritualidad que trasmitían, su gran compromiso con la Iglesia cubana sin ser cubanos –salvo dos casos– y sentirse como tal; vivir de igual manera que el pueblo menos aventajado; transportarse en bicicleta por muchos años sin ser tan jóvenes… Son razones sólidas para aseverar que dejaron su impronta en la comunidad donde los más vulnerables y pobres fueron tomados en cuenta y atendidos. Siempre los recordaremos con mucho cariño, como experiencia única. Hoy damos gracias al Señor por haber tenido la oportunidad de ser, en alguna medida, parte de ellos.
Por estas razones, al celebrarse el centenario de la fundación de los Hijos de la Caridad resulta justo y pertinente rememorar la labor evangelizadora de estos sacerdotes que con nosotros compartieron su carisma. Fieles a las concepciones de su fundador el padre Juan Emilio Anizan vivieron auténticamente en Cuba “siendo amigos de los pobres y los trabajadores para revelarnos la ternura de Dios y en medio de nosotros ser la imagen de Cristo, Buen Pastor”. Ω
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