Pasión, escritura y muerte en los “Diarios” de Jose Martí

Por: Xavier Carbonell

José Martí
José Martí

“En los cuatro puntos mayores
del cementerio de Santa Ifigenia, el espíritu
de las tormentas ha lanzado su invitación.
¿Alguien quiere despedir el duelo de José Martí?”.
José Lezama Lima

E l Capitolio Nacional fue inaugurado el 20 de mayo de 1929. Representa y custodia la majestad de la Patria, la esencia simbólica de la Isla y el fundamento histórico de la nación. El cubano que atraviesa sus puertas, si entiende el sentido de lo que hace, sabe que no entra a un museo sino al corazón de la República.
Un edificio sagrado, como lo es el Capitolio, protege la memoria del pueblo que lo edifica. Esa es la razón que justifica el bronce de la Patria Amada, que preside el Salón de los Pasos Perdidos. A la derecha, en el hemiciclo que debe ocupar el gobierno, las banderas de la guerra adornan la sala donde se firmó la Constitución de 1940.
En una simetría perfecta, si el cubano desciende más al interior de la obra, encontrará una cripta blanca bajo el diamante del kilómetro cero. En ella se guardan los símbolos que alimentan continuamente a la Patria, dispuestos allí para no olvidar: una placa con las notas de La Bayamesa; el escudo de la República en Armas; las palabras de Céspedes, cuando asumió la presidencia en Guáimaro y, en el centro de la sala, la tumba de un mambí sin nombre.
Es inquietante que un mambí desconocido, una sombra que murió en soledad, sea la piedra angular de Cuba.
Cuando Martí dice que “los muertos son las raíces de los pueblos”, o que “cada soldado muerto es una raíz”, quizá pensaba que la Patria no es la responsabilidad solitaria de los generales, sino la razón de ser de ese soldado sin nombre. La muerte del mambí desconocido sintetiza a todos los muertos simbólicos de la guerra cubana: a Céspedes, que según Manuel Sanguily cayó al abismo como un sol envuelto en llamas; a Agramonte, que murió joven y enamorado; a Maceo, que tenía la sangre fuerte de los inmortales; y a Martí, el muerto bien amado de la Patria.
Mambí, diamante, estatua, cúpula: cada símbolo ejecuta sobre el siguiente, en su misma línea, un fortalecimiento del espíritu cubano y nos devuelve una especie de pilar, de columna sólida, donde levantar todos los días el país.
Pero la Patria, y eso no se puede olvidar, está fundamentada, “enraizada”, en un muerto glorioso y simbólico, que no tiene nombre o que, en realidad, tiene todos los nombres de la guerra.
El recorrido de Martí por los “claustros de mármol” de sus Versos sencillos, donde los héroes aguardan inquietos la realización de sus utopías, resume su posición frente a la Historia. En el mausoleo de la Patria –que recuerda tanto al sentido primitivo del Capitolio para los cubanos– el poeta establece un diálogo continuo con los que pensaron la nación. Como en el texto, la Historia “barre la tierra” con la conciencia del patriota, que no puede asistir pasivamente al destino de Cuba, cuyas raíces están fijadas en la muerte y el legado de sus hombres grandes.
Martí nace en el mismo año en que muere, exiliado, el padre Varela, como si en Cuba no pudiera morir un padre de la patria sin que otro surja y continúe su obra de fundación. Esta fecha común se debe a la coincidencia, pero lo que no es casual en estos hombres es su vínculo esencial en el pensamiento, que comparten con otros “hombres de mármol” del siglo XIX cubano.
“Aquellos tiempos”, dice Martí, recordando a los hombres del 68, “eran en verdad maravillosos. Con ramas de árbol paraban, y echaban atrás, el fusil enemigo; aplicaban a la naturaleza salvaje el ingenio virgen; creaban en la poesía de la libertad la civilización; se confundían en la muerte, porque nada menos que la muerte era necesaria para que se confundiesen el amo y el siervo”.1
La cadena invisible que unifica la tradición patriótica cubana se ve resumida en textos concretos, nacidos de hombres pobres y esenciales, como la Filosofía electiva del padre José Agustín Caballero; los Aforismos de Luz; toda la escritura de Varela o Heredia; el Diario perdido de Céspedes y, desde luego, los papeles que tanto se parecen al último testimonio del Padre de la Patria: los Diarios de José Martí.José Martí
La relectura de los Diarios hoy es, por encima de todo, asistir a una profesión de fe en favor de Cuba. En este sentido, Martí es verdaderamente Apóstol, es decir, profeta y mártir de su vocación a morir por Cuba, al darle a la guerra, pese al horror humano que ella comporta, su condición necesaria. Los Diarios son la escritura, fragmentada y sangrante, de esa vocación.
El camino que comienza en la lectura renovada de los Diarios martianos lleva al cubano al descubrimiento de una genealogía: de los hombres del Colegio Seminario San Carlos y San Ambrosio a los próceres del 68, y de estos a Martí y los héroes que lo acompañan en el sueño de la República posible. Significa, además, un pasaje al interior de la última crónica de Indias: el recuento de un viajero asombrado ante la ínsula y su naturaleza. Y, por supuesto, la reconstrucción y diálogo que Martí entabla con la Historia de Cuba, a través de innumerables voces y sombras que se le aparecen en su ruta y que le cuentan su verdad sobre las guerras pasadas y sus protagonistas.
Como ante muchos textos martianos, pero en este con especial intensidad, el lector de sus Diarios tiene que desenterrar nada menos que el origen y fortificación de la idea cubana, que con él llega a su plenitud fundacional. Martí convierte los Diarios, además, en un continuo examen de conciencia sobre su papel en la guerra y en la nación futura hasta entender, durante los momentos más sombríos del relato, la inminencia y sentido de su martirio.
Las anotaciones en el Diario de campaña de Máximo Gómez, correspondientes al 19 de mayo de 1895, nos permiten reconstruir el último día de José Martí. Seiscientos españoles, al mando del coronel José Ximénes de Sandoval, venían de Bayamo en busca de las tropas insurrectas. Gómez, que ya había salido para atacarlos “con ventaja” el 17 de mayo, no había hecho aún contacto con ellos.
El 19, en vísperas del combate que está a punto de desatarse, Gómez y Martí arengan a la tropa. “Martí habló con verdadero espíritu y ardor guerrero”, escribe El Viejo, “ignorando que el enemigo venía marchando por mi rastro y que la desgracia preparaba para nosotros y para Martí, la más grande desgracia”. Las tropas se llenan de euforia: vuelven a llamarlo Presidente, como venían haciéndolo días atrás en la manigua.
A esa desgracia mayor cabalgaría Martí, montado en el corcel que le había regalado José Maceo y que sería el mismo que acompañara posteriormente a su hijo José Francisco, el Ismaelillo, en esa misma contienda del 95.
Contraviniendo la orden de Gómez, que ya se había lanzado contra los españoles, Martí abandona el puesto asignado en compañía del joven Ángel de la Guardia. Recibe, en su hora fatal, una descarga fuerte que lo derriba. Su ayudante intenta cargarlo y salvar el cuerpo, pero el cadáver es pesado y se ha fijado a la tierra.
“Jamás me he visto en lance más comprometido”, reconoce Gómez, “pues en la primera arremetida se barrió la vanguardia enemiga, pero en seguida se aflojó, y desde luego el enemigo se hizo firme con un fuego nutridísimo; y Martí, que no se puso a mi lado, cayó herido o muerto en lugar donde no se pudo recoger y quedó en poder del enemigo”.2
Para el Mayor General del Ejército Libertador, que ha llegado junto a Martí a la Isla y ha descubierto progresivamente su grandeza, no es posible la muerte del “amigo, del compañero, del patriota” y ha tenido que retirarse de la batalla “con el alma entristecida”.
Esta sucesión de escenas confusas, que la Historia recoge entre fragmentos llenos de humo, pólvora y plomo, transforman el escenario de Dos Ríos en el altar para el mártir. El impulso apostólico que movió a Martí a buscar “su hora” no fue, como se ha afirmado, ni un suicidio ni una ingenuidad militar: Martí no estaba probado en la guerra real, pero tenía conocimientos profundos de ciencia y estrategia bélica.
Sin embargo, cualquier interpretación de los hechos del 19 de mayo queda muda ante la certeza de un hombre que sabe que va a morir. La diferencia radica en que Martí es un hombre habitado por un profundo sentido histórico y una conciencia –creciente a juzgar por sus Diarios y sus últimas cartas– de su encuentro con el misterio final.
A su antiguo amigo Manuel Mercado le ha escrito, con serenidad de espíritu, que ya está “todos los días en peligro de dar mi vida por mi país y por mi deber”. Porque no tiene dudas en el alma de Cuba, que “es una, lo sé, la voluntad del país”. “En mí”, insiste, “sólo defenderé lo que tengo yo por garantía o servicio de la revolución. Sé desaparecer. Pero no desaparecería mi pensamiento, ni me agriaría mi oscuridad”.3
¿De dónde proviene la pulsión martiana hacia la muerte simbólica? Martí no era un hombre débil, a pesar del cansancio y la enfermedad. Desde que llega a Cuba –para sorpresa de Máximo Gómez y de los demás expedicionarios– Martí da signos de una capacidad sobrehumana para soportar las fatigas de la manigua. El 14 de abril, El Viejo escribe: “Nos admiramos, los viejos guerreros acostumbrados a estas rudezas, de la resistencia de Martí –que nos acompaña sin flojeras de ninguna especie, por estas escarpadísimas montañas”.4
Y más adelante, el 21, la fortaleza no decae: “Martí, al que suponíamos débil por lo poco acostumbrado a las fatigas de estas marchas, sigue fuerte y sin miedo”.5
A medida que avanzan por el oriente cubano, Martí recoge una serie de remedios, observaciones, recetas para elaborar platos con los ingredientes mismos que ofrece la naturaleza cubana. Son los momentos de tono más contemplativo y sereno, en los que el Apóstol entra en la mística de la “noche bella”, que no lo deja dormir. De hecho, la última frase del segundo diario no es ni un testamento político ni un parte de batalla, sino la imagen de un hombre que se alimenta, que descansa: “asan plátanos, y majan tasajo de vaca, con una piedra en el pilón, para los recién venidos. […] y me trae Valentín un jarro hervido en dulce, con hojas de higo”.6
Pero con el avance viene también la metamorfosis del poeta en mambí, y de mambí en el “Presidente” que llena el vacío simbólico que Carlos Manuel dejó en el imaginario del pueblo sencillo. Martí, despojado de esa cualidad política de mando, es efectivamente “el que preside, el que convoca”, la voz que anima la guerra y que la impulsa, porque encarna él mismo lo que su palabra –su Verbo– ha anunciado y previsto para el cubano.
Habla, por ejemplo, de un “día mambí” donde se mata y sazona con naranja agria una jutía que servirá de alimento a la tropa; donde se suben las lomas cubanas que “hermanan hombres”; donde hay que dormir en el suelo, sobre yaguas apiladas y “todo el día, ¡qué luz, qué aire, qué lleno el pecho, qué ligero el cuerpo angustiado! Miro del rancho afuera, y veo, en lo alto de la cresta atrás, una palma y una estrella”.7
Pronto, no obstante, el diario del viajero se vuelve diario de guerra. El eco de los españoles se escucha en el campamento y las tropas se lanzan a los primeros combates. La inquietud va en ascenso y la muerte circunda el relato, puesto que a la par de la batalla hay que castigar la rebelión interna, el bandidaje y las indisciplinas.
El 4 de mayo, el Delegado y el General llegan al consejo de guerra de un mambí, Pilar Masabó, al que se le acusa de ladrón y violador. El abogado defensor ruega a los recién llegados clemencia para el convicto. Pero Gómez, inconmovible, dice: “Este hombre no es nuestro compañero: es un vil gusano”. Martí recuerda cómo el hombre avanza al paredón sin miedo, contempla el rostro de sus verdugos, la ropa le ondea al viento. Suenan los disparos. “Masabó ha muerto valiente”, escribe Martí.

José Martí
José Martí

Mientras dura el proceso, sin prestar atención al drama del prisionero, un mambí pela una caña.
Hondamente impresionado por la muerte de Masabó, Martí asiste al derramamiento de la sangre propia, a las “víboras” que, como ya le había dicho Gómez, nacían en las entrañas de la guerra. Asediado por la enfermedad y el sufrimiento, la muerte no le es ajena a Martí. Pero en la manigua guerrera, la realidad es distinta: “¿cómo no me inspira horror, la mancha de sangre que vi en el camino?, ¿ni la sangre a medio secar, de una cabeza que ya está enterrada, con la cartera que le puso de descanso un jinete nuestro”.8
Cuatro días después se celebra otro consejo de guerra, a tres mambises que “sembraron el terror” en los alrededores. Esta vez, Martí interviene y logra el perdón para dos de los prisioneros. Pero no puede detener la muerte del tercero, sobre el cual Gómez vuelve a actuar con mano de hierro. “Ese criminal ha manchado nuestra bandera”, sentencia el General, mientras el reo viene llorando ante el pelotón de fusilamiento. Es el mismo Gómez quien ordena abrir fuego.
El muerto cae, finalmente, y Martí observa a los supervivientes: uno suda frío y el otro, “desencajado del rostro”, sigue huyendo hacia atrás del pánico, aunque esté amarrado todavía.
También, en su propia memoria o en la voz de los otros, recuerda la muerte de los héroes. “¿Será verdad que ha muerto Flor?”, se pregunta, el 21 de abril, ante los rumores que anuncian el deceso de Flor Crombet. Se rememora también la muerte de Limbano Sánchez, jefe de sediciones en la Guerra Grande, que según lo que sabe Martí pudo morir envenenado o balaceado, pero siempre a traición.
Al final de los Diarios, la muerte ya ha ocupado una extensión visible y profética: pronto le llegará al Delegado la hora que ha esperado para ejecutar su sacrificio por la Patria. Llega, como dice Lezama, al centro de sí mismo que es, sin embargo, su lejanía mayor. Viene a Cuba a morir, y él lo sabe.
“En qué se fundaba esa premonición”, escribe Mañach, “que Martí tenía de su muerte temprana”.9 A medida que el 19 de mayo se acerca, se acrecienta también el “presentimiento de la gran sombra”. Martí lo ha preparado todo y ha desatado la guerra en la intensidad, como asediado por la urgencia.
Y murió con urgencia, con la entrada de su palabra a la Historia, dando a la guerra nueva el impulso simbólico que necesitaba.
El hombre de hierro, Gómez, no cree o no quiere creer la muerte de Martí. El día 20 manda a Ramón Garriga, el custodio de los Diarios, con una carta dirigida al coronel Ximénes de Sandoval, para saber si “es muerto o vive con herida grave, o lo que sea”. El coronel “da a entender” a Gómez que, puesto que él es masón como Martí, se le está atendiendo como hermano, no como enemigo.
Pero el 21, Garriga contradice el aviso y anuncia que “Martí es muerto y que separada su cabeza, la reservan; y el cuerpo enterrado en el cementerio de aquel poblado”. El mismo día del combate, la anotación final no la escribe el General en Jefe sino un hombre viejo y fatigado: “¡Qué guerra esta! Pensaba yo por la noche que al lado de un instante de ligero placer, aparece otro de amarguísimo dolor. Ya nos falta el mejor de los compañeros y el alma podemos decir del levantamiento”.10
Martí, hombre y apóstol, general y presidente, poeta y mambí, consumió su vida en la pasión por Cuba como lo hicieron sus mayores, en el exilio y en la manigua. Esta pasión debe ser reconocida en sus dos sentidos: el de amor por Cuba y el otro, que implica sufrimiento, sacrificio y muerte.
El camino luminoso que se ha reconstruido aquí, desde el recuerdo de los Padres Fundadores hasta el panteón monumental del Capitolio, debe ser leído como la progresión de la idea cubana en la Historia. Una senda en la que la Patria se va transfigurando y enriqueciendo, hasta encarnarse en el hombre que se hace imagen –como dicen los poetas– para otorgarle a la Isla su plenitud ética e histórica.
El regreso a textos fundadores como los Diarios es tan urgente como acudir a ese templo de la cubanía que es el Capitolio. Con un empeño equivalente, ambos monumentos –el de la letra y el de la piedra– obligan a reasumir a Cuba como esencia y como vocación cotidiana. No se trata de una salvación a través de los fantasmas, sino de una iluminación, terrible por ser tan necesaria, de lo perdido y lo enterrado, de una restauración de la memoria patriótica en el retorno a nuestros símbolos esenciales. Ω

Notas
1 José Martí: “Discurso en conmemoración del 10 de octubre, en Masonic Temple, Nueva York. 10 de octubre de 1888”, en Obras completas, La Habana, Ed. Ciencias Sociales, 1992, t. 4, p. 237. [En lo sucesivo: O.C.].
2 Máximo Gómez: Diario de campaña, La Habana, Instituto Cubano del Libro, 1968, p. 284.
3 José Martí: “Al general Antonio Maceo”, en O. C., t. 20, p. 161-163.
4 Máximo Gómez: Diario de campaña, ed. cit., p. 278.
5 Ibídem, p. 279.
6 José Martí: Diarios de campaña, edición anotada por Mayra Beatriz Martínez, La Habana, Centro de Estudios Martianos, 2014, pp. 107-108.
7 Ibídem, pp. 68-69.
8 Ibídem, p. 79.
9 Jorge Mañach: Martí en Jorge Mañach, selección, prólogo y bibliografía de Salvador Arias, La Habana, Ed. Letras Cubanas, 2014, p. 194.
10 Máximo Gómez: Diario de campaña, La Habana, Instituto Cubano del Libro, 1968, p. 286.

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