Las que se quedaron

Por: Mons. Antonio Rodríguez (padre Tony)

Las que se quedaron
Las que se quedaron

Este artículo da continuidad al que escribí para referirme a los sacerdotes que se quedaron en la arquidiócesis de La Habana después de lo sucedido el 17 de septiembre de 1961 con la expulsión de muchos hermanos en el trasatlántico Covadonga. Ahora me referiré a las monjas que decidieron permanecer cuando, por dos razones fundamentales, muchas dejaron su quehacer religioso en Cuba. Estas dos causas fueron: la nacionalización de los colegios religiosos y del resto de los privados el 1ro. de mayo de 1961, que trajo como consecuencia que los sacerdotes y las religiosas dedicadas a la enseñanza primaria, secundaria y universitaria se quedaran sin ocupación docente y debido a ello se vieran obligados a marcharse; la segunda fue motivada por la orden de los superiores generales de las distintas órdenes y congregaciones religiosas, quienes radicaban fuera de Cuba, de que abandonasen con la mayor rapidez la Isla. Aquí debo aclarar un hecho: hasta donde llegan mis conocimientos, el gobierno revolucionario no expulsó del país a ningún sacerdote y monja, a no ser a los que partieron en el Covadonga.

¿Qué motivaba a los superiores de las órdenes y congregaciones religiosas a querer sacar del país a sus súbditos? El amor a la persona, para impedir un probable martirio o persecución tormentosa como ya había ocurrido en la España Republicana, en la Unión Soviética, en la República Popular China, en la República de Corea del Norte y en los países socialistas de Este europeo.
En Cuba se sucedían hechos alarmantes; por ejemplo, el 17 de abril de 1961, fueron sometidos a prisión Mons. Evelio Díaz, arzobispo de La Habana, y su obispo auxiliar, el siervo de Dios Mons. Eduardo Boza Masvidal. También varios sacerdotes, otros obispos y hasta religiosas fueron recluidos en prisión domiciliaria, bajo custodia de milicianos, a lo que se sumó que algunas de sus casas resultaran registradas en más de una ocasión por milicianos. Cuando zarpa el Covadonga, puede comprobarse que a muchas religiosas se les nacionalizó el colegio, respetándoseles su permanencia en el domicilio contiguo privado que ocupaban.

Aproximadamente un año después a septiembre de 1961 se mantuvo esta situación de pánico entre las monjas y los sacerdotes, debido a todo lo que expliqué anteriormente. Sin embargo, después de este período, y de acuerdo con el testimonio de algunas hermanas que ya no viven, no me consta que las religiosas que quedaron fueran molestadas por el gobierno.

Las Hijas de la Caridad son una muestra de lo anterior. Cuando les nacionalizaron los colegios que existían en muchas provincias y pueblos de Cuba, retornaban con sus javitas, con artículos personales, a la insigne casa madre del Colegio de la Inmaculada situada en la calle San Lázaro. Allí se encontraba la viceprovincial (en aquel momento, Cuba era una viceprovincia de la congregación), sor Carmen Cuevas, quien expresó lo siguiente: “Las que se quieran quedar, pueden hacerlo. Si hay que irse, yo seré la última”. Esta expresión marcó la historia de esa familia religiosa para los sesenta y un años posteriores. Gracias a esa respuesta vocacional, los pobres que ellas han atendido durante seis décadas en la Cuba socialista, no han quedado desamparados. Las que se quedaron no hicieron otra cosa que tocar la esencia del carisma para el que las fundó san Vicente de Paúl: el cuidado de los pobres. De esta forma, se mantuvieron en el hogar de ancianas de San Francisco de Paula, el hogar de ancianos de Santa Susana, en Bejucal, la Creche del Vedado en la calle 12, y el asilo Menocal (después llamado La Edad de Oro) para personas subnormales.

Párrafo aparte merece el Leprosorio de San Lázaro adjunto al templo del mismo nombre en El Rincón. Cuando el presidente de la República, general Mario García Menocal fabricó la iglesia y el actual hospital, lo confió al cuidado de las Hijas de la Caridad en 1917, pero en 1961 fue nacionalizado por el gobierno revolucionario y apareció un tiempo de dudas acerca de si las monjas se quedarían o las despedirían. Hay un testimonio muy hermoso, el de una Hija de la Caridad, de nacionalidad siria, que trabajó por muchos años con los enfermos. Su nombre, sor Esperanza Agade.

En cierta ocasión, esta mujer, poniéndose las manos en “jarrita” sobre la cintura, dijo: “Ahora, yo soy una leprosa, y no me podrán sacar”. Esta religiosa atendía con tal maternidad a los enfermos, que lloraba cuando uno de ellos moría como si hubiese perdido un familiar cercano. Ella falleció a los ochenta y nueve años en el hospital de San Lázaro, porque… gracias a Dios, las monjas quedaron como asistentes de las enfermeras que el gobierno trajo, a pesar de que ellas habían sido por casi cincuenta años las enfermeras, cuidadoras y amorosas madres de esos enfermos, cuya población era mayor que la actual y que varios de ellos vivían allí con las familias que habían fundado y sus respectivos hijos.

Acerca de las Hermanitas de los Ancianos Desamparados, las que en Cuba se les conoce con el nombre de “las monjas de Santovenia”, existe una historia dolorosa desde el punto de vista de la propia congregación a la que pertenecían. Antes de 1961, dicha congregación atendía varios asilos en diferentes ciudades de Cuba. El número era de casi una decena. El personal de las monjas estaba constituido, fundamentalmente, por religiosas españolas, quienes venían a Cuba a servir y no volver a España. Con la llegada de un nuevo gobierno a la Isla, la comunidad religiosa, siguiendo las indicaciones de su superiora general, debía salir de Cuba, a fin de que a las hermanas no les ocurriera nada similar a lo ocurrido en la España republicana. Como vemos, su intención era protegerlas. De esta manera, las monjas de los diferentes asilos atendidos por ellas partieron para España, pero las del Hogar Santovenia permanecieron. Esta decisión es una muestra de lo que la teología moral estudia, bajo el título de “Conflicto de Bienes”: por un lado, estaba observar a la superiora general, a la cual le debían obediencia con un voto público para toda la vida; y por el otro lado había un bien, también bajo voto público, en este caso servir a los ancianos desamparados. Ellas dijeron, si nos vamos, ¿quién atiende a estos pobres?, ¿los abandonamos? Estaban ante un caso de conciencia moral. Las monjas optaron por desobedecer el mandato de la superiora general y quedarse en Cuba. Fueron alrededor de treinta. La Congregación General, a partir de ese momento, las consideró fuera de ella y rompió toda relación con estas monjas, a quienes consideraban rebeldes. Pensemos en la situación en la que quedaron: por la Ley de Reforma Urbana (1960) habían perdido las casas propias de la Congregación que ellas alquilaban para, con su fruto, mantener el asilo; además, la situación política del país no daba esperanza de seguridad.

Parecía que se verían solas desde el punto de vista eclesial, pero no fue así. Cuatro sacerdotes las apoyaban de forma espiritual y moral en el paso que daban. Sus nombres: Mons. Cesar Zacchi, encargado de negocios ad interim de la Santa Sede en Cuba, Fernando Prego, Héctor García-Robés y el capellán del asilo, Mariano Vivanco. El nombre de la superiora del asilo era, la madre Encarnación de San Bernardo Prida (murió el 22 de mayo de 1962). Otros nombres que me vienen a la memoria son: María Rodríguez, María Randulfe y varias monjas, fundamentalmente jóvenes, que ya no viven en este mundo.

Varios años después, por gestiones de Mons. Zacchi, la congregación general les quitó la censura y así pudieron volver a pertenecer a su familia religiosa. El Asilo Santovenia se ha convertido para los cubanos como la institución modélica de asistencia social a la tercera edad. Gracias a la actitud de aquellas monjas, en 1972 pudieron extenderse y fundar, a unos 500 metros, lo que todos conocen como el anexo de Santovenia.

Al resto de las congregaciones femeninas radicadas en Cuba sus superioras dieron el mandato, pero no presionaron a sus súbditas, ni las pusieron en la situación límite de las Hermanas de los ancianos desamparados. De ahora en adelante, todo estará marcado por ese margen limitado que dejaban las nuevas circunstancias y la prudencia, discernimiento y libertad de las que se quedaron. Tal es el caso de las selesianas, quienes poseían varios colegios en diferentes pueblos y ciudades de Cuba. Cuando iban a partir las últimas, una religiosa estaba gravemente enferma en un hospital. La superiora general orientó que se quedaran seis hermanas para que la asistieran. La única posesión que les quedaba en Cuba era la finquita de recreo Villa Mazzarelo en Peñalver, Guanabacoa. Allí se quedó la superiora, sor Emiliana Bravo, con cinco hermanas más. Desde allí atendían en el hospital a la hermana moribunda, quien se salvó y pudo reintegrarse a la vida comunitaria. Así Dios se valió de esta circunstancia para que las salesianas, ya sin sus colegios, se quedaran en Cuba. Sin embargo, ellas buscaban nuevos ámbitos para trabajar en la Cuba de 1961. El carisma propio de la congregación, que es la enseñanza de los niños, lo desarrollaron a partir de ese momento al servicio de las catequesis de las parroquias. El grupo de las que se quedaron lo conformaban españolas e italianas, y la religiosa gravemente enferma, ya recuperada, trabajó por un tiempo y después falleció. En la actualidad la congregación de Hijas de María Auxiliadora ya se encuentra trabajando en otros lugares de Cuba.

Otro caso parecido lo encontramos con las Siervas de San José, quienes atendían su colegio de Placetas en Las Villas. Al nacionalizarse, hubo tres monjas que decidieron quedarse en Cuba y buscaron en qué hacerlo. La solución estuvo en fundar un asilo pequeño que se ha extendido con el tiempo en el número de ancianas atendidas. La Madre Esperanza Gurbindo y dos monjas más emprendieron esta nueva tarea que resulta ser la única de este tipo que está en los distintos oficios de la congregación. Estas tres monjas españolas fueron audaces. Hace apenas dos días conversé por casualidad con la única superviviente, establecida en Orense con más de noventa años. Su nombre es sor Artemia Miguez, y me dijo en un perfecto y clarísimo castellano “amo a Cuba, quisiera estar en Cuba, me siento cubana y me hice ciudadana cubana”. Actualmente, las Siervas de San José han crecido en vocaciones cubanas y en la diócesis de Santa Clara atienden varios lugares, entre ellos el pueblito de Jarahueca.

Las religiosas de María Inmaculada fundaron su casa en la barriada del Cerro en el año 1915. Esta congregación tenía un carisma y un trabajo especial para influir en las muchachas jóvenes pobres, con el propósito de evitar su prostitución. Gratuitamente daban residencia para que estas muchachas recibiesen clases de cocina, corte y costura, bordado, tejido… y otras labores hogareñas junto a las asignaturas propias de la educación elemental y religión. El oficio para el que las preparaba esta formación era el de servir como cocineras, institutrices o en limpieza, en las casas de las familias adineradas, con lo cual, obviamente, ganaban un salario digno. Todo esto para que poseyeran una formación religiosa cristiana y la transmitiesen en los lugares donde trabajaban. Su casa se conocía en toda La Habana como el convento del servicio doméstico. Cuando las nuevas circunstancias sociales de Cuba determinaron que disminuyese el servicio doméstico a las personas pudientes, las tres monjas españolas que se quedaron pensaron en nuevos ámbitos: primero idearon una residencia para jóvenes universitarias de otras provincias que venían a La Habana a estudiar y, posteriormente, un asilo de ancianas. De las tres religiosas que se quedaron, una de ellas, la madre Javiera Urrutia (fallecida en 1975) asumió la dirección de la casa hasta su muerte, y está enterrada en el cementerio de Colón. Años después, vinieron otras monjas de la misma congregación procedentes de México y aparecieron las vocaciones cubanas. De manera que pudieron abrir casa pastoral en Cienfuegos y Las Tunas.

De las Siervas de María quedaron, por decisión propia, unas quince hermanas cuando se marcharon las otras por indicación de la superiora general. La madre Catalina Lizoaín (falleció en 2013) dirigió esa comunidad durante dos décadas. De aquel grupo solo queda viva sor María de Jesús Miranda, quien recientemente celebró sus setenta y cinco años de haber llegado a La Habana, en 1947, para servir a los enfermos. Hacia finales de los años ochenta abrieron casas en Matanzas, Camagüey y Holguín. Lógicamente, aparecieron varias vocaciones cubanas de muchachas que, como las anteriores, dedicaban sus noches y madrugadas para cuidar enfermos en domicilios y hospitales.

La vida religiosa contemplativa tampoco desapareció de La Habana. Quedaron las Carmelitas Descalzas, las Dominicas (Catalinas) y las Adoratrices de la Preciosa Sangre de Jesús. Sobre las primeras, de una comunidad entonces de trece hermanas profesas, se decidió que quedasen solo las mayores en Cuba y las jóvenes marchasen a México a otros conventos. En el convento del Vedado se quedaron seis hermanas profesas con su superiora sor Teresa de Jesús. Varias de las Catalinas, quienes ocupaban el convento que abarca toda una manzana del Vedado (calles 25, Paseo, 23 y B), salieron para otros claustros, fundamentalmente en Colombia; de esta manera, el número de hermanas quedó reducido a cerca de una veintena. De ellas evoco a la madre Santo Domingo (superiora), a sor Jesús en el Huerto, sor Columna (después fue la madre Natividad), y dos hermanas que profesarían más tarde, el 2 de febrero de 1976. En 1983 llegó sor Yolanda, cubana que regresó de Colombia, poco tiempo después la comunidad fue trasladada a donde está hoy, en el convento de Nuevo Vedado contiguo a la Iglesia de Nuestra Señora del Perpetuo Socorro. Quiero aclarar que en una parte de la edificación del antiguo convento de la calle 25, existía una escuela primaria para niños pobres, cuyos profesores eran costeados por las monjas de clausura. Hoy se puede apreciar que en ese local y algo más que se les quitó a las monjas, existe un instituto tecnológico.

Las Adoratrices de la Preciosa Sangre de Jesús tenían su convento en la Calzada del Cerro, donde hoy está el anexo de Santovenia. Era una comunidad de origen canadiense que poseía vocaciones cubanas; en la década de 1960 había en La Habana, aproximadamente, unas diez monjas cuyo capellán era el padre Ángel Pérez Varela. Su hábito era muy hermoso: velo negro y un escapulario rojo. Adjunto al convento estaba la fábrica de ostias, que surtía a una buena parte de las diócesis de Cuba. La comunidad religiosa fue reduciéndose por muertes u otras causas, y ya para 1972 quedaban dos o tres hermanas. El entonces arzobispo de La Habana, Mons. Francisco Oves decidió que las que quedaban fuesen a vivir para el asilo Santovenia hasta que partieran para Canadá. En el local del convento se situó el actual anexo de Santovenia. Mons. Cesar Zacchi y Mons. Francisco Oves mostraron mucha diligencia e inteligencia en la realización de esta obra para construir el anexo, como se le conoce en la Iglesia.

La preocupación pastoral del cardenal Arteaga y su visión evangelizadora acorde con las décadas de 1940 y 1950, en las que gobernó episcopalmente a La Habana se reflejan en su audaz tarea por una mayor presencia y acción de la Iglesia; esto se evidencia en lo que hoy sería la parte este de la actual provincia de Mayabeque, de costa a costa. La presencia de los padres canadienses de las misiones extranjeras venidos a las parroquias estaba apoyada por una red de colegios católicos dirigidos por dos congregaciones de monjas venidas desde Canadá: Siervas del Sagrado Corazón de María y Hermanas del Buen Consejo. Estos colegios no solo estaban bajo la dirección de las monjas canadienses, sino que ellas mismas aportaban el personal docente que asumía toda la enseñanza primaria y en algunas de las instituciones más capacitadas hasta la profesión de comercio, muy buscada por las personas de clase baja y de clase media baja en la estructura social de la Cuba de entonces. Algunos eran muy famosos en aquel territorio por la buena calidad que ofrecían en sus estudios, como el de Caraballo, Santa Cruz del Norte y Hershey. Los precios para la familia que enviaba a sus hijos a los colegios eran muy módicos. Debo decir que todos los colegios católicos tenían por norma otorgar becas al diez por ciento del alumnado general. Otras personas daban becas a niños pobres que tenían el deseo de favorecer.

Cuando ocurrió la nacionalización de los colegios privados dictada por el Estado cubano en 1961, muchas de las religiosas dedicadas a la enseñanza se vieron sin el trabajo específico para el que vinieron a Cuba, y por orden de sus superiores generales, marcharon a Canadá. Sin embargo, quedaron seis religiosas de las Siervas del Sagrado Corazón de María y cuatro de las Hermanas del Buen Consejo. Ambas se agruparon en una casa común en Santa Cruz del Norte, y aunque sin colegios, se pusieron al servicio de la pastoral de la Iglesia. De esta manera, asumieron muchas catequesis de las parroquias cercanas, en aquellos años desbordadas de niños, así como las visitas a enfermos; gracias a ellas y a los sacerdotes canadienses que quedaron, se mantuvo la referencia religiosa católica en tan extensa zona. Hacia los años noventa del pasado siglo, las hermanas del Buen Consejo retornaron a Canadá, y las siervas del Sagrado Corazón de María recibieron refuerzos desde Canadá de otras monjas de su congregación y de vocaciones cubanas. Además de la casa de Santa Cruz del Norte, están dos nuevas casas, respectivamente en Arroyo Apolo y en Florida, Camagüey.

Resulta imprescindible en esta apretada síntesis (y sé que no completa historia) acerca de las comunidades religiosas que quedaron en la Arquidiócesis de La Habana, mencionar en último lugar a la residencia de señoritas universitarias, atendida por una familia religiosa franciscana, que yo llegué a conocer y que nadie sabe decirme, situada en la calle 27 del Vedado, próxima a la Universidad. Tales religiosas atendían un dispensario ubicado en el mismo lugar, en el cual se ofrecían servicios de enfermería a todas aquellas personas que lo necesitaran. La insuficiencia de recursos clínicos propios con el tiempo se fue agudizando. El hospedaje para estudiantes, como tantos otros de su tipo, desapareció hacia mediados de los años sesenta. Todo esto motivó que las dos religiosas que quedaban fueran llamadas por sus superioras generales y se marcharon en 1972. Desde entonces esa casa fue ocupada por las Hermanas Sociales.

En honor a la verdad y la justicia, tengo que decir que aquellas monjas que se quedaron en esta Arquidiócesis y que se dedicaron al trabajo de asilos han recibido durante todos estos años una atención esmerada de parte del Ministerio de Comercio Exterior y del Ministerio de Salud Pública. Vista hace fe, y estos organismos estatales vieron la atención que las religiosas daban a los niños enfermos y ancianos. Ello motivó una gran cercanía y confianza hacia las monjas y el trabajo realizado por ellas. Respecto a las religiosas que quedaron dedicadas al trabajo pastoral, la Iglesia las acompañó y valoró positivamente su labor. La población en general también lo hizo, y se les respetaba.

Mi gratitud, como sacerdote cubano que soy, para estas religiosas que han hecho presente a la Iglesia en este país, por medio del servicio evangelizador y asistencial.

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