En la idea central de mi intervención: “Lo que los jóvenes aportan a la Iglesia por el hecho de ser jóvenes”, me quiero referir a lo que aportan al “ser” de la Iglesia, no al “hacer” de la Iglesia, dimensión a la cual estamos tentados con demasiada frecuencia a reducir exclusivamente su aporte a la vida eclesial.
Evidentemente, para aportar al ser de la Iglesia tienen que ser Iglesia, verse y ser vistos como Iglesia, no como simples destinatarios de la misión de la Iglesia, menos aún como un problema. Son miembros funcionales esenciales del cuerpo eclesial aquí y ahora, no solo en el futuro.
Cada miembro del cuerpo tiene su característica y función propia, y todos son necesarios para el armónico funcionamiento del conjunto, ninguno tiene todos los elementos y ninguno se basta a sí mismo, como nos lo enseña san Pablo (1 Cor 12, 14). Pretender exigirle a alguno que los tenga todos y censurarle por los que le faltan es distorsionar la realidad problematizándola falsamente.
Con frecuencia los adultos, que somos los que casi absolutamente ejercemos la autoridad en la Iglesia y en el mundo, destacamos con demasiada insistencia el hecho existencial de que los jóvenes no tienen experiencia, no tienen historia y dictaminamos salomónicamente que esto los descalifica como sujetos creadores. Es cierto el hecho, pero es solo una verdad parcial y de la parte menos importante; porque las verdades más importantes no son las que tienen que ver con el pasado sino las que tienen que ver con el futuro. El pasado es limitado, el futuro es ilimitado. El Reino de los Cielos se encuentra en el futuro, y es también rigurosamente cierto el hecho existencial de que la mirada espontánea de los jóvenes está dirigida hacia el futuro.
El mayor tesoro de la Iglesia no es su historia en la que se entretejen la gracia de Dios y la acción humana, infidelidades y pecados incluidos, sino la promesa salvífica proveniente del Dios Amor. La historia da fundamento, solidez, cuando su memoria se emplea como cayado del pastor que guía hacia adelante, hacia el verdadero fin y preserva fielmente la promesa que da esperanza, moviliza, fecunda. En el armonioso crecimiento del cuerpo eclesial, el adulto preserva, el joven dinamiza.
Se siente presente la intuición de san Juan Pablo II con las Jornadas Mundiales de la Juventud, que han revalorizado ante la Iglesia y el mundo la vida joven y que aún esperan por pasar de eventos puntuales a ser un estilo del actuar cotidiano de la Iglesia. Es una asignatura pendiente, una riqueza no aprovechada a plenitud. Confiemos en que, entre otros, esto sea un aporte de este Sínodo a la Iglesia y al mundo.
Muchas gracias por su amable atención. Ω
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