Los espacios públicos siempre tienen una historia. El hombre actúa constantemente como agente mediador en el desarrollo de los mismos. Ellos –sitio/hombre–, gracias a la estrecha vinculación que mantienen, se transforman mutuamente. Con frecuencia, sin que llegue a ser una regla estricta, los lugares suelen mantener su objeto social, pero atemperados a la dinámica en que se encuentren. Hay en La Habana un ejemplo concreto e ilustrativo de las afirmaciones anteriores, el entorno que conforma hoy la Plaza de la Fraternidad Latinoamericana o Parque de la Fraternidad.
Los primeros mapas de La Habana consultados para este trabajo, donde aparece la zona escogida, datan de 1691, pero son documentos cartográficos muy rudimentarios y poco aportan al conocimiento del área. En 1740 se publicó otro donde se puede apreciar mejor detallada la zona. Era un espacio abierto frente a la muralla. Contiguo a él ya se comenzaban a formar los primigenios barrios extramurales de Guadalupe y El Señor de la Salud. En ese período gran parte del terreno era una zona cenagosa.
El lugar que más nos interesa, el Campo Militar o Campo de Marte, era una explanada donde se ordenó construir en 1740 con fines militares. Su principal objetivo fue ayudar a la defensa de la ciudad amurallada con la creación de un área amplia y despoblada frente al glacis1 y a la zona de la Puerta de Tierra de la muralla, entre los baluartes de Santiago y San Pedro. Esto hacía muy vulnerable al que pretendiera cruzar la planicie y entrar a la ciudad por este paraje. Fue Agustín Cramer el ingeniero encargado de realizar algunas modificaciones puntuales a la zona, entre ellas la demolición de la iglesia de Guadalupe, porque supuestamente obstaculizaba el tiro de cañón. Durante un largo período se prohibió construir en sus alrededores. En 1764 comenzaron a efectuarse allí ejercicios militares.
En el año 1783, el príncipe Guillermo, duque de Lancaster, aprovechó su presencia en la ciudad después de lograda la paz con Inglaterra y visitó el espacio durante una gran parada militar efectuada el 10 de mayo: “En la tarde, montó S. A. á caballo, con los generales, y algunos gefes [sic], y oficiales de la guarnición, á intento de que la tropa del exército [sic], de operación, formada en batalla, en el campo militar, le hiciesen los honores debidos”.2 El hecho tuvo importante connotación en la ciudad. Se sabe también que en 1791 estuvo emplazada allí la primera plaza de toros que existió en La Habana, una noria que abastecía de agua a una ciudad carente del necesario líquido y un cañón para el entrenamiento artillero. Basta comparar dos planos del mismo territorio, uno de 1783 y el otro de 1815, para afirmar que el entorno no sufrió cambios significativos durante un largo período.
El obispo Espada estableció su residencia en las cercanías. Debido a las condiciones naturales existentes en el lugar, mejoró algunas cuestiones. Dispuso la construcción de un puente sobre la Zanja Real para transitar hacia la ciudad amurallada a través de la Puerta de Tierra y, según Antonio Bachiller y Morales, “á su costa se cegasen los pantanos del Campo de Marte y se construyera una calzada que unió al Paseo con la antigua Calzada de San Luis Gonzaga, hoy calle de la Reina; y no es esto solo sino que esa calzada se iluminó para el tránsito público”.3 Años después, el capitán general Miguel Tacón dispuso en el Campo de Marte la construcción de una verja perimetral de hierro que tenía cuatro portones, uno por cada lateral.
En 1842 se intentó parcelar el área y rifar cada uno de los fragmentos de terreno en un sorteo de la Real Lotería, la cual se llevaría a cabo el 31 de marzo del propio año. Las personas que ganaran debían construir edificaciones según los prototipos diseñados para el espacio. Todo indica que no se llegó a efectuar el sorteo o nadie se interesó debido a las condiciones. La posición siguió siendo propiedad de la Real Hacienda, por lo menos las parcelas interiores del Campo de Marte.
En reunión del cabildo del 18 de abril de 1859, el Ayuntamiento habanero acordó hacer un parque. Escogió para ello el espacio que ocupaba la instalación militar. Dentro del proyecto se pretendía erigir un monumento a la memoria de Cristóbal Colón y se colocarían en él las cenizas del almirante depositadas en la Santa Catedral. Este proyecto tampoco se llegó a realizar y el espacio permaneció idéntico.
No fue hasta 1892 que el alcalde de la ciudad retomó la idea constructiva. De esta manera se le regaló a la urbe y al espacio, el poco o nada conocido –hoy– parque Cristóbal Colón.
Debió ser un sitio verdaderamente pintoresco, al estilo de la época en que fue creado. Según Frank C. Ewart, un viajero que pasó por La Habana en 1919: “El parque Colón, situado en el centro de la ciudad, es tal vez el mayor y el más hermoso. Cuando contempla uno el hermoso espectáculo que presentan sus palmas reales, sus plantas tropicales y los surtidores de sus fuentes, le es difícil darse cuenta de que aquello era antes un pantano, vivero de mosquitos y foco de peste y enfermedades”.4 Si estas afirmaciones se conjugan con las imágenes que se conservan, no quedará duda alguna de su veracidad.
Aquí ya se aprecia un segundo período de transformación morfológica de la zona y sus áreas colindantes. Inmediatamente comenzaron a proliferar los comercios, hospedajes, bares y cafeterías, todo en función del nuevo espacio que había surgido, de la estación ferroviaria de Villanueva que se encontraba en los terrenos que hoy ocupa el Capitolio y de la dinámica que iba adquiriendo el entorno.
Lo que primero pasó de ser un sitio campestre, pestilente y cenagoso a un campo militar, luego se convirtió en una zona urbana de esparcimiento. Entre un primer período y otro (1740-1892) mediaron 152 años; en ese tiempo, la mano del hombre insidió directamente.
Nadie debe recordar hoy este espacio habanero, salvo, quizás, alguna persona longeva y de extraordinaria memoria. Han transcurrido noventa años de su desaparición. Luego de una intensa búsqueda, solo he encontrado un criterio expresado por un hombre del siglo xx, el del profesor Antonio Alejo:5 “un parque que no tenía calles, todo estaba unificado […] era como los parque europeos, todo un terreno bordeado de una reja […] una de las puertas daba a la Calle de la Reina y otra hacia la Calle de Monte, era como un bosque, no se veía el sol; mucha caña brava, ceibas, había patos, animales, algo encantador”.6 Luego de la muerte del Generalísimo Máximo Gómez el 17 de junio de 1905, se lanzó un concurso internacional para la construcción de un monumento que rindiera tributo a la figura del héroe. La obra se pretendió emplazar en el centro del lugar, pero fue colocada en el litoral habanero, donde se encuentra actualmente.
Con la llegada al poder de Gerardo Machado, se emprendió un plan director de la ciudad para dotarla de una nueva imagen, aunque se conoce de más de un manejo truculento en su ejecución. El arquitecto francés Jean Claude Nicolás Forestier, con motivo de la celebración en La Habana de la VI Conferencia Panamericana, diseñó y construyó la Plaza de la Fraternidad Americana, formada por varios sectores, ubicados justamente en los terrenos que un día fueron el Campo de Marte y posteriormente el parque Colón.
En su centro se plantó una ceiba denominada Árbol de la Fraternidad Continental. El hecho ocurrió el 24 de febrero de 1928. La ceiba recibió tierra de todos los países de América y ha llegado saludable hasta nuestros días. Otro aspecto notorio que sumar a la estructura diseñada y lograda, es la vialidad conseguida en la planificación urbana, la cual ha respondido perfectamente a las necesidades de varias épocas. Si bien es cierto que el complejo de parques ha mantenido su forma original en gran medida, a pesar de algunas intervenciones, no ha estado estático estructuralmente.
Terminada la Plaza de la Fraternidad Latinoamericana y posteriormente el Capitolio, la zona adquirió una visualidad imponente dentro de la capital cubana. Se convirtió en espacio referencial para muchos, sobre todo para los que visitaban la capital: “De entonces también recuerdo lo que después, supe que se conocía como ‘paseo de guajiros’ es decir, el obligado recorrido para ver el Capitolio, cuando todavía había ‘aires libres’, unos cafés en los portales de enfrente donde tocaban orquestas, incluso una de mujeres con faldas largas”.7 El movimiento comercial y de recreación que le aportaban las calzadas de Monte, Reina y el Paseo del Prado en su fragmento final, le sumaban valor al espacio. De todo esto se puede deducir entonces la importancia urbanística y social que poseía ese complejo.
Aquí hay una muestra palpable de la manera en que el ser humano y el entorno se valen, uno del otro, para transformarse. Uno modificó el área y esto, a su vez, propició el surgimiento de nuevas aristas de desarrollo. Ahora el espacio se reconvirtió en un complejo político y lúdico.8 El espacio, en cada momento de desarrollo, se puso en función de los intereses de su principal agente transformador, el hombre.
Viendo la zona como un todo y desde una perspectiva más amplia, se puede afirmar que a pesar de haber cambiado morfológicamente con el paso del tiempo, también han logrado conservarse algunas de sus construcciones emblemáticas. En sus alrededores se encuentran la Fuente de la Noble Habana o de La India, el Hotel Saratoga y el significativo Palacio de Aldama. No quiere decir que tales construcciones fueran las únicas, pero todas han tenido y tienen una gran notoriedad en la capital. En la acera habitable y comercial de la calle Monte, se conserva un número importante de inmuebles del siglo xix, con fachadas semejantes a las que se exigían en el momento en que se pretendió vender las parcelas del Campo de Marte y el comercio más antiguo del entorno, el bar La Zambumbia en la esquina de Monte y Cienfuegos.
Si alguna persona se interesara en nuestros días por los comercios que existieron en la calle Monte y Reina, fundamentalmente de la etapa republicana, aludidos anteriormente como elementos complementarios al área próxima al parque, solo tiene que mirar para los pisos y hacer un simple ejercicio de antropología urbana. Ellos hablan por sí solos. En muchos se conservan todavía los mosaicos que los identifican. Algunos son verdaderas joyas caligráficas o decorativas que debieran ser preservadas.
Cuando se pretende conocer la evolución, el desarrollo y la importancia de algún lugar en un espacio temporal determinado, hay que analizar todos estos elementos de forma conjunta, de lo contrario cualquier análisis sería parcial y engañoso.
Hoy los comercios de las calzadas de Monte y Reina no desempeñan el mismo papel de otros tiempos. Los ‘aires libres’ desaparecieron y la vida política y militar que rodeó primero al Campo de Marte y luego al Capitolio ya no existe. En estos momentos se recupera, de alguna manera, la importancia política de la zona, pues ya está instalada la Asamblea Nacional en el Capitolio. El turismo marca una notoria presencia dentro del entorno. Se van desarrollando las redes de servicios para satisfacer las demandas de nacionales y extranjeros, pero también muestran sus caras las manifestaciones sociales que acompañan al fenómeno. El lugar está viviendo, en este preciso instante, otro momento transformador.
Algo que rápidamente se hace notar son los tributos a los próceres latinoamericanos y caribeños en los espacios del Parque de la Fraternidad. Noble y justo uso para ese sitio. No todos son de la mejor factura artística, pero este era uno de los objetivos para lo que fue creado el emplazamiento.
Otra cuestión fácil de corroborar, desde el punto de vista sociológico, es la manera en que cambia, del día a la noche, la dinámica del entorno. De día se comporta como una zona de puro tránsito de personas que se mueven en diferentes direcciones de la capital. De noche, el emplazamiento es utilizado por determinado sector poblacional para pernoctar.
Con las luces y las sombras de cada período histórico, el lugar que se ha presentado siempre ha tenido marcada importancia para La Habana y particularmente para el actual territorio del municipio Centro Habana. Por ahí comenzó a crecer nuestra ciudad cuando se echó abajo la muralla y es reconocido por especialistas como uno de los principales nodos urbanos de la capital cubana. Sus procesos de transformación han permitido el surgimiento de nuevos espacios, que a la vez, impulsaron el desarrollo social del entorno. El mayor valor que hoy pueda tener el Parque de la Fraternidad, es el histórico, por tanto, es el que más debemos cuidar y divulgar. No quepa la menor duda de que leyendo el pasado, se puede comprender mejor el presente. Un pueblo que no preserva de modo adecuado su historia, ni la conoce, inevitablemente desaparecerá como nación. El lugar donde creció una ceiba, más que un parque, debe ser motivo de orgullo de todos los habaneros, él ha sido un ente vivo en el desarrollo sociohistórico de nuestra ciudad. Ω
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