El oasis de una banda gigante

Por: Antonio López Sánchez

Banda Gigante
Banda Gigante

El Maestro, nuestro José Martí, en una de las cartas a María Mantilla, regalaba una muy singular ruta para encauzar la sensibilidad de su querida niña. La frase, como muchas del Apóstol, encierra un cúmulo de verdades y guías, además de mares enteros de vigencia. Decía Martí que “a mi vuelta sabré si me has querido, por la música útil y fina que hayas aprendido para entonces: música que exprese y sienta, no hueca y aparatosa: música en que se vea un pueblo, o todo un hombre, y hombre nuevo y superior. Para la gente común, su poco de música común, porque es un pecado en este mundo tener la cabeza un poco más alta que la de los demás, y hay que hablar la lengua de todos, aunque sea ruin, para que no hagan pagar demasiado cara la superioridad. –Pero para uno, en su interior, en la libertad de su casa, lo puro y lo alto”.1

Recordaba la cita este escriba a propósito del tema de estas líneas, pues vamos a hablar de música; más bien, del impacto inevitable que trae la música a una sociedad inquieta y bulliciosa como la nuestra; la misma sociedad que ha sido, y todavía es y ojalá siga siendo, una potencia sonora en este continente, aunque algunos síntomas del hoy hagan requerir quizás una buena sacudida: un retorno a “la música fina”, a “lo puro y lo alto”.

No debe confundirse, por supuesto, estos apuntes con ningún llamado extremista o con quiméricas finezas de falso purismo aristocrático. Para quien firma estas líneas, nuestra música fina tiene un amplísimo y duradero parangón e innumerables caminos y matices, baste citar a nuestros clásicos, como Ignacio Cervantes, Manuel Saumell, Amadeo Roldán o Leo Brouwer, para ir del ayer a lo contemporáneo. Siga por otros clásicos, más populares, como don Miguel Matamoros, Miguelito Cuní, Ñiko Saquito o los gigantes Celia Cruz y Benny Moré. Luego, pase por lo mejor entre los abundantes nombres del bolero, del filin, de la trova. Entonces aterrice, con igual elegancia y buen gusto, en los susurros enamorados de Bola de Nieve, las cuerdas de la Camerata Romeu o los trepidantes metales de Irakere, por solo poner ejemplos cumbres en géneros diversos.

Navegamos todo este preludio para referirnos al resultado que podría tener, para nuestro ámbito social, un espacio como el recién finalizado concurso La Banda Gigante. Como se sabe, tal apelativo era el de aquella fabulosa orquesta que acompañaba a Benny Moré. Ya de por sí, rescatar, aunque sea de soslayo, el nombre de “la tribu” (tal llamaba a sus músicos el Bárbaro del Ritmo) es un primer acierto que denota intenciones y despierta lecturas.

Más importante que desentrañar logros y fallos interiores del programa, que como todo espacio televisivo tiene de ambos, este escriba prefiere lanzarse a otras sendas. Diez semanas donde en un segmento estelar de la televisión hubo mayormente buena música, remembranzas a importantes creadores del ayer, frescos homenajes a los ya consagrados de hoy y, muy importante, una bocanada de alivio hacia el futuro posible, traen consigo un saldo positivo. Quizás nunca como ahora la audiencia nacional necesitó, con los ropajes iluminados y modernos del lenguaje mediático actual, mostrar las joyas, no viejas sino clásicas, que tenemos en nuestro tesoro sonoro.

Un primer apunte es imprescindible. Una isla de apenas once millones de habitantes se da el lujo de mostrar músicos muy jóvenes, de altísima formación técnica, e incluso con la posibilidad de escoger entre varios muy buenos por cada instrumento. Si bien para cantar o bailar (que fueron los rubros de las temporadas de dos de los shows anteriores) se necesita cierta técnica, el talento natural puede imponerse, pero para tocar un instrumento musical, y tocarlo bien, solo la excepción de algún genio no necesita del sistemático estudio y la férrea disciplina. Ahí hay un primer fruto, visible sin teques ni reafirmaciones pedantes. Un país pobre y subdesarrollado, más allá de sus tradiciones y genes, puede lograr tal cosa cuando la enseñanza musical es gratuita desde los niveles infantiles hasta la más alta calificación universitaria. Imaginemos qué calidad lograríamos si existieran los mejores instrumentos, profesores con buenos sueldos, estudios y escuelas con todos los hierros, sin carencias.

Aquí habría que recorrer un segundo apunte. Ese país pobre y subdesarrollado no puede muchas veces proporcionar las mejores condiciones a esos talentos una vez formados. Muchos músicos –buenos músicos, no oportunistas armando estribillos machacones y groseros con programas de computadora– no hallan en la Isla el adecuado sustento. Entonces, cuando emigran, se pierde todo ese esfuerzo de años. No se revierte en nuestra cultura, en hacer mejor a nuestra sociedad, justo desde mejores sonidos, desde creaciones sólidas, ni en nuestros ingresos. Tengo un amigo que repite irónicamente que a Los Beatles no les dieron la Orden del Imperio Británico por simpáticos o talentosos, sino por el dinero que aportaron a las arcas inglesas. Más allá del chiste, si Cuba pudiera exportar los frutos sonoros de ese talento que cultiva, y garantizar a la vez un sustento decoroso a ese talento, mucho se lograría, en muchos sentidos, incluyendo el económico.

Pero volvamos a predios sociales de intramuros. Durante diez semanas, el público ha visto muestras de los mejores compositores cubanos y a estupendos músicos para defenderlos, entre concursantes e invitados. Los participantes, además, hacen presentaciones públicas (según lo visto, muy bien acogidas por el pueblo) y reciben clases magistrales de no pocos de nuestros creadores más destacados y hasta de algunos convidados foráneos con serio pedigrí. ¿Qué resultados deja todo esto? Pues varios, y positivos en su mayoría.

Tal vez el más importante logro sea que La Banda Gigante se alza como una alternativa, como un muestrario de que existen otras opciones sonoras, sin ir a buscarlas fronteras más allá y sin sucumbir al bodrio facilista, presuntuoso y torpe que nos asedia hoy en todas partes. Más importante que el propio concurso en sí, es la posibilidad de que el público, en especial el más joven público, descubra (es triste el verbo, más en un país con tanta historia musical, pero apliquémoslo con optimismo) que existen el son, la guaracha, el bolero, la rumba y mil géneros más, muchos de ellos creados aquí. Hay un mundo de música superior a la tontería, la grosería y la reiterada insignificancia electrónica que nos rodea. Además del entretenimiento imprescindible, que un espacio incorpore aprendizajes y siembre curiosidad y avidez por más, es un paso ganado.

Otro valor, de hondo impacto social también, es ofrecer alternativas sobre la imagen del triunfador, de lo que constituye en verdad logro vital y no alharaca maniquea y mediática. Cada uno de esos muchachos y muchachas, ganadores o no, pueden ser un buen espejo para el público joven, una imagen que seguir. No se triunfa aquí por el dinero, la guapería, el andar grosero, la ostentación o la violencia. Se premia el sacrificio, el esfuerzo, la dedicación. Incluso, en el caso de los que no ganan, quedó claro que muchos tienen probados talentos y un futuro seguro a partir de sus capacidades. Además, eran muchachos y muchachas jóvenes, llenos de frescura, sin empaques fingidos, peinados y vestidos como cualquier otro, que hablan el lenguaje normal de la gente y no recitan fórmulas preconcebidas.
Por cierto, a propósito, anótese también como ganancia que haya muchachas flautistas, violinistas, o en instrumentos menos “femeninos” como el trombón, las tumbadoras o las pailas; además, muchachas con igual o más calidad que sus homólogos masculinos y que se miden de tú a tú con ellos; otro mensaje válido, a la vista, sin que sea necesario acompañarlo de babas retóricas y triunfalismos estadísticos.

Por supuesto, aunque estas líneas rezuman quizás demasiado optimismo (inevitable en el melómano que las firma), una sola golondrina no hace verano. El programa es bueno, es un oasis que alivia la sed, pero no es el cauce, o la marejada que barra al fin con tanta idiotez alrededor, que requiere hoy nuestra música. Haría falta un trabajo sistemático, amplio, serio, para que la música cubana, la verdadera, saliera de los costosos estantes de las tiendas de discos y de las instalaciones, las serias, con cover en moneda fuerte. Habría que lograr de una vez que la radio y la televisión tuvieran más presencia de artistas (de artistas verdaderos, no de advenedizos), más allá de los espacios (algunos muy buenos, valga decirlo) de la todavía no colectiva y cara “cajita” digital. Habría mucho que hacer y cambiar para que los músicos cubanos, como tantos otros profesionales, no necesiten irse en busca de otros horizontes.

Sin embargo, esta temporada surge como una luz posible al final del túnel. Aunque el ruin panorama sonoro que hoy nos rodea, según no pocas voces como mera consecuencia y banda sonora del panorama en que vivimos, se ha hecho largo y cada vez más feroz, más aparatoso y más hueco, esperemos que ahí no esté el futuro. A pesar de éxitos y premios –hijos del atroz mercado de hoy que manipula creaciones y audiencias y hace de la obra artística una simple mercancía reciclable–, al coloso sonoro que es nuestra música cubana no se le recordará en el mañana por semejantes engendros pasajeros disfrazados de logros.

Dice un viejo proverbio chino que hasta el viaje más largo comienza con el primer paso. Deseemos un optimista porvenir. El botón de muestra de este oasis, este grano de arena convertido en la mínima perla de una Banda Gigante, pudiera iniciar un ya imprescindible viraje. Soñemos que quizás comienza aquí la travesía para hacer regresar nuestros credos sonoros a esa “música que exprese y sienta”, para que el arte se desborde, crezca, y lo puro y lo alto alcancen mucho más allá de todos los interiores y casas, para que de verdad suene nuestra música, con acordes y libertades “en que se vea un pueblo”. Ω

Notas
1 José Martí: “Cartas a María Mantilla”, en Obras completas, vol. 20, Centro de Estudios Martianos, edición digital, 2011, p. 213.

37 Comments

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