El piano y nuestros pianistas (Fragmentos)

piano

El compositor y crítico musical habanero Serafín Ramírez Fernández (1832-1907), uno de nuestros primeros musicólogos dada la trascendencia de sus escritos, legó numerosos artículos sobre la música y la vida cultural capitalina en el siglo xix. Su obra La Habana artística. Apuntes históricos (1891) es de obligada consulta para quienes se interesen en la historia sonora de esta época. Sin embargo, no es un texto del eminente estudioso lo que traemos hoy a estas páginas, sino la cita de una carta que Ramírez utiliza en uno de sus trabajos, donde hace referencia a una creciente y bulliciosa melomanía que se apoderaba de La Habana en esos momentos. Piénsese que en los años de marras no existían los poderosos amplificadores de hoy, además de la obvia diferencia en la superior calidad y hechura de las piezas que se citan respecto a muchos de los bodrios sonantes que hoy pasan por música. Imagine entonces en qué tono, y con qué referencias, sería la carta que se escribiría en nuestros días sobre temas semejantes.

En efecto ¿quién no toca el piano, aunque no sea más que como honesto pasatiempo? Su estudio ha llegado a ser hoy una especie de compromiso o deber social al cual nos creemos dulcemente obligados […] Y no es de ahora la tal melomanía; la cosa viene muy de atrás como lo explica una carta publicada en la Cartelera cubana (julio de 1839) […] carta sumamente curiosa y que trascribimos íntegra […].

Mi tío y señor: muerta de sueño y fatiga, y con la cabeza llena de trinos y corcheas, acudo a V. con la mira de ver si soy tan feliz que logre por su mediación algún arbitrio para librarme de la insufrible plaga filarmónica que me aflige y martiriza.
Es el caso que, aunque todavía bastante joven, soy ya como V. bien sabe, madre de familia, pues tengo tres niños como tres perlas orientales; el mayorcito apenas cuenta otros tantos años, y los dos restantes, que son jimaguas, no pasan de seis meses; y como aunque no enteramente pobre, tampoco estoy muy sobrada de conveniencias, me veo precisada a ejercer en toda su plenitud las augustas funciones de la maternidad, según las llama el autor del Emilio.1 Mi casa, proporcionada a mis facultades, está situada en una de las cuadras más exiguas de intramuros; en esta cuadra hay cinco pianos y en ellos se ejercitan constantemente ocho señoritas, que ocupan diferentes alturas en la escala musical, desde las que están en el solfeo y aprendiendo a manejar el teclado, hasta las que tocan y cantan oberturas; hay además en la susodicha cuadra un aficionado al violín que ya ha hecho, según dicen, considerables progresos; un profesor de flauta y un negro cocinero que en sus ratos ociosos aprende a tocar el clarinete. Omito por no ser difusa, en este inventario de las riquezas musicales de mi vecindad, los caleseros tañedores de tiples y los negritos bozales que tocan la trompa […].
Es decir, a eso de las seis de la mañana, cuando estoy en lo mejor de mi sueño, después de haber velado las horas más avanzadas de la noche, no por gusto, sino por una imperiosa y cruel necesidad, empieza mi vecina de la derecha que, como toca de memoria y sin escuela, es la más intrépida e incansable, a repetir por milésima vez las danzas cubanas y las piececitas del país interpoladas con La cachucha, El pan de jarabe y qué se yo cuántas otras novedades, ejercicio que suele durar dos horitas largas: mis hijos se despiertan sobresaltados y llorando y arman con el desentonado y estrepitoso piano, el concierto más infernal que puede usted figurarse, cosa que mal de mi grado me obliga dejar la cama a toda prisa. Parece que en la tal casa ni se barre, ni se friega, ni se limpian los muebles; ni aún se cuida muy por encima el aseo de las personas, a no ser que hagan estas cosas a media noche.
A las diez toman su lección las muchachas de enfrente, que son las que están solfeando y aprendiendo la escala y su lección y sus ejercicios suelen durar hasta las dos de la tarde. Entre tres y cuatro, las maestranzas que viven dos puertas más adelante se ponen a tocar y a cantar sus arias y dúos de Romeo e Giuietta, la Parisina y la Fausta. En los intermedios se oye, ya por aquí ya por allá, el gemido de la flauta, el aullido del clarinete o el no menos desapacible del violín; a veces suenan dos o tres pianos a un mismo tiempo con acompañamiento de los instrumentos referidos y entonces es un infierno la cuadra […]. Ω

Nota
1 Se refiere a Emilio o De la educación, tratado filosófico sobre la naturaleza del ser humano, escrito por Jean-Jacques Rousseau en 1762. (Nota de la Redacción).

Tomado de Serafín Ramírez: La Habana artística. Apuntes históricos, volumen I, La Habana, Ediciones Museo de la Música, 2017.

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