Day Tripper (pero en La Habana)

Por: Antonio López Sánchez

Ojalá fuera esta, la ocasión para hablar del famoso single de The Beatles, lanzado en la Navidad de 1965. Pero no es así. Otra es la anécdota, y la reflexión que provoca, cuando uno protagoniza venturas, aventuras y desventuras y se convierte, aunque sea a la fuerza, en viajero de un día.
Un muy querido amigo llega del país escandinavo donde vive y me contacta. Acordamos encontrarnos en la céntrica esquina de L y 23, para entonces ir a casa de otro amigo en El Vedado y reunirnos con nuestras parejas y demás. Allí comienzan las peripecias. La tienda de discos que hay en esa misma esquina, opuesta al cine Yara, ahora exhibe una recién construida y sólida zapata. Además, la cerca que la circundaba ha sido sustituida, antes era apenas una cerquita, y el nuevo perímetro ha crecido hasta una buena altura de metro y tanto. Sin embargo, mientras me disponía a esperar a mi amigo, dando paseítos bajo la sombra del amplio espacio a la salida de la tienda, una amable empleada se me acerca.
–Buenos días. Mire, me disculpa la molestia, pero no puede pararse aquí a conectarse a Internet. Es que nos regañan a nosotros –me dice, con toda cortesía, y hasta algo apenada.
–No vengo a conectarme. Estoy esperando a una persona –contesto.
Como mi teléfono permanece en mi bolsillo y como quizás no hay algún edicto previsto para impedir a alguien que se pare allí a esperar a otro, la señora me deja en paz. Sin embargo, mi angelito de la conciencia me conmina a abandonar el espacio exterior de la tienda. Para que no regañen a la empleada por mi culpa, me susurra al oído. De hecho, mientras mi amigo llegaba, fui testigo de que, al menos tres veces, la misma señora, siempre en la mejor de las maneras, tuvo que salir a rechazar a las personas que se sientan allí para conectarse a Internet. Entonces mi demonio, también desde la conciencia, pero con un grito, me conmina a escribir. Aunque las peripecias nefastas del día apenas comenzaban.
El primer absurdo radica en el hecho de que haya que consultar Internet en plena vía pública. Antes no la teníamos, podrá decir alguien. Bueno, pero la conectividad no es un favor ni un regalo. Además de ser una obligación estatal, dicho servicio se paga, y bien caro, en una moneda que no ganamos en nuestros sueldos y a una única institución en el país que provee dicho servicio. De manera que, sea buena o mala la provisión, hay que morir con ellos. El acceso a Internet, en el mundo de hoy, es comparable a tener bombillos, cocinas y baños en las casas. Nadie concibe salir a cocinar o a bañarse a la acera.
Lo segundo es que ignoro hasta qué punto la periferia de una tienda, que ya de por sí es un lugar público, puede ser sometida a determinadas prohibiciones de acceso. En honor a la verdad, algunas personas sentadas allí, en su asunto de conectarse, no creo que sean una molestia excesiva. Quien no se comporte como es debido, en una tienda o en plena calle, y por público que sea el espacio, siempre tendrá que comportarse bajo ciertas reglas, pues, para eso están las autoridades.
Esta prohibición, en el ya limitado rango que tenemos los cubanos, pone un escollo más a la posibilidad, la necesidad, de servirse de las tecnologías. Además, puedo asegurar que, para las empleadas, cuya función (por la que cobran su sueldo) es vender discos dentro de la tienda, debe ser bastante desagradable eso de estar todo el día monteando a quienes se sientan allí. Más si, a pesar de la amabilidad que constaté en los pedidos, alguien les cuestiona en mala forma o simplemente se niega a irse. Por lo demás, cualquiera que pase por esa esquina notará que alrededor abundan las personas desparramadas en muros, aceras y rincones, para acceder a la wifi. Así que, si la idea era embellecer el ornato, no se logró. La tienda parece ahora una isla gris, rodeada por todas partes de robinsones que parecen reclaman socorro desde sus dispositivos portátiles.
Mi amigo llega al fin, asombrado por la demora de los almendrones que estiran a casi una hora y tanto un viaje de veinte minutos desde Diez de Octubre. Nada como Europa para abonar el asombro. Ahí empezó nuestra mínima, pero aplastante odisea.
Como ya dije, estábamos en pleno 23 y L. Antes de ir a la casa prevista, también en El Vedado, por la calle 12, mi amigo me pide que lo acompañe a unas compras urgentes que debe llevar luego a su hogar. Aclaro, para los posibles exégetas, que sí íbamos a un festejo, pero las compras requeridas eran de varios productos, alimentos y otros, para satisfacer necesidades de su madre, una persona anciana y ya encamada. Una botella de ron, por difícil que sea adquirirla, no es un producto de primera necesidad, incluso cuando uno va rumbo a una fiesta, aunque tampoco debiera ser difícil de hallar, más en Cuba, que tanto ron produce.
Para no hacer demasiado extensa la historia, diré que recorrimos a pie, bajo el sol calcinante del mediodía de fines de octubre, y sin resultados, unos siete (o ahí dejamos la cuenta) establecimientos repartidos entre mercados, quioscos, vidrieras, cuchitriles y mostradores diversos. Prácticamente ya en 12 (y los que conocen El Vedado saquen cuentas de la distancia), fue que encontramos los productos que requería comprar mi amigo.
Uno, el primer sitio, y que debe haber desatado el maleficio, estaba cerrado por reparaciones, desde ya hacía un par de meses. Bien, un punto en contra por nuestra ignorancia, qué remedio si uno no pasa por allí con frecuencia y no se entera. Pero los seis restantes se repartieron las justificaciones para no funcionar:
a) dos de ellos, por estar recibiendo productos acabados de llegar; para dicha recepción paran las ventas, en tanto descargan, cuentan, organizan, transportan al interior, almacenan y recuentan diez o diez mil cajas de lo que sea, con las correspondientes lecturas y firmas de facturas, conduces, papeles y sus respectivas copias; es una tarea de Hércules atreverse a esperar que terminen y reanuden sus labores;
b) uno, por el horario de almuerzo de la única empleada, que debe cerrar el lugar para ir a almorzar y que, por supuesto, detiene las ventas; había un letrero de aviso;
c) otro, por un arqueo de caja, en pleno horario de trabajo, y, claro está, hay que parar las ventas para hacerlo;
d) dos estaban sencillamente cerrados; uno, con unos empleados apostados como guardianes y que no nos dejaron siquiera avanzar más allá, además, ya estábamos bastantes cansados de caminar bajo el sol como para siquiera preguntar una razón; el otro estaba cerrado y ya, sin letreros ni empleados; conste que todo esto sucedía entre las doce y las tres de la tarde, horario de venta y trabajo en cualquier establecimiento del mundo occidental y oriental.
¿Casualidad? Ahora mismo, cada persona que lee estas palabras de seguro ha sufrido algo semejante o peor. La única diferencia es que quien lo sufrió, esta vez, puede publicar su experiencia. Incluso, es seguro que haya quien lo ha sufrido más de una vez. Empezando por este mismo escriba, en disímiles momentos, circunstancias, lugares y necesidad de productos.
Sería arar en el mar, una vez más, detenerse a nombrar ineficiencias, causas, malos métodos y más absurdos que suceden en la médula del funcionamiento de muchos de nuestros más sencillos procesos diarios. Absurdos y malos métodos que molestan, hacen la vida más difícil, más incómoda y no son culpa del bloqueo. Además, casi nunca tienen remedio, cambio, y mucho menos castigo a quienes los provocan. Las causas, las justificaciones pueden ser miles. Las consecuencias se resumen en una sola: muchas más dificultades y problemas para un pueblo al que las dificultades y problemas le sobran a diario.
¿Qué procedimiento de trabajo ordena que las mercaderías para renovar surtidos se reciban en horarios de venta y que hay que detener esta para efectuar el trámite? ¿Qué urgencia dicta un arqueo de caja en pleno horario de trabajo? En tales casos, siempre pienso en esos terribles sitios capitalistas, diseñados para mantener enajenadas las mentes consumistas, y que funcionan las 24 horas. ¿Cómo recibirán nuevas mercancías, cómo cambiarán el turno, cómo harán los arqueos de caja, sin dejar jamás de vender?
Aquí, en el socialismo, la función última y primera de las instituciones, más si son estatales, debe ser satisfacer al pueblo, que al final, incluso es el dueño. Aquí, además, se construye una sociedad donde se supone que todos debemos actuar y ejecutar nuestros roles sociales y laborales lo mejor posible, en aras del prójimo, del compañero; aquí, donde no se vende nada o casi nada para enajenar a nadie, sino por pura y dura necesidad diaria, ¿por qué no funciona igual?
Siempre recuerdo, mi padre murió de edad avanzada, el cuento de un amigo suyo que antes de cerrar la bodega con una pequeña barra donde trabajaba (el cierre era a las doce de la noche), debía dejar las neveras llenas de cerveza. Así estarían frías al día siguiente. De hecho, y esto lo oí más de una vez, si a veces un cliente pedía una marca equis y el hombre no la tenía, cruzaba la calle y se la compraba al bodeguero más cercano.
Si este empleado no cumplía con sus muchas responsabilidades o si afectaba a la clientela, el despido, y por tanto el hambre, suyo y de su familia, si perdía el trabajo, gravitaban sobre su cabeza. Pruebe hoy a encontrar una bebida fría en cualquier establecimiento estatal, no importa si en pesos o en divisas, y hasta en dos o tres particulares. Caminará mucho más que este escriba el día de marras.
Pero, por suerte, aquí ya no despiden a nadie. Probablemente sea un acto de justicia para con los usuarios, quiero decir, los clientes, porque, si se hiciera, quizás se quedarían vacíos demasiados lugares y pasaríamos media vida caminando, como viajeros, pero a la fuerza. Ω

13 Comments

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