Reconquistar la decencia

Por: Antonio López Sánchez

Las redes sociales, dentro de sus muchos beneficios, resultan también una suerte de sondeo de primera mano sobre las ideas, intereses y apoyos de muchas personas. Por solo citar un ejemplo, en Facebook usted puede encontrar sitios contra el maltrato animal, para fomentar la buena ortografía, así como galerías de arte, seguidores de un artista y hasta grupos para permutar, o comprar y vender disímiles cosas. Como plato fuerte están las opiniones, igual sobre disímiles cuestiones (a favor o en contra), que publica cada miembro.
Una amiga sube un post (o lo que es lo mismo, una entrada, una publicación, según el lenguaje de la red), al muro de su perfil en Facebook. El mensajito es un pequeño recuadro con un texto encabezado por la frase Para cambiar el país hay que. A continuación, con un juego de diversas tipografías, inserta exhortaciones tales como: no colarse; no tirar la basura en la calle, leer más; reciclar; cuidar a los animales; no beber y manejar; ayudar a la persona que está al lado; amar, trabajar, cuidar; respetar, entre otras varias de igual corte.
Dentro de las muchas respuestas que provocó su acto, destaco una, pero por discordante. Un forista, con cierta agresividad textual y política, calificaba el post como inservible. Según su criterio, incluso cumpliendo tales preceptos, no acabaríamos con la corrupción, el robo y otros males que también, lo sabemos, aquejan a nuestra sociedad. Además, sugirió que a mi amiga, por publicar el mensaje, la premiarían con una jabita o algo así. Otros foristas respondieron y amonestaron al agresor, ante todo, por su irrespeto por la opinión ajena y el modo ríspido de contestar. El suceso nos provoca un par de reflexiones.
Comencemos por decir que, en honor a la verdad, ninguna de las exhortaciones del texto tienen carácter político ni se dirigen a tales predios. Mezclar ambas ideas es, como decían mis mayores, confundir la potasa con la mostaza. Además, y ahora sí en predios de plena política, no votaríamos nunca por alguien cuyo primer acto para descalificar una idea rival fuera atacar, ofender al opinante y no batirse con la opinión. Ya en estas páginas hemos hablado otras veces del mal que resulta desviar los rieles de cualquier diálogo o idea hacia lo político. Peor aún resulta si encima se hace con mala sangre y con criterios chambones y no con posturas sólidas, serias y bien fundamentadas para debatir. Diálogo con ofensa, o desde posturas de poder o miradas sobre el hombro, no es diálogo. Además, el forista regañón, embebido en el delirante afán de criticar cualquier cosa y a cualquier precio, ni siquiera leyó bien el texto. Porque no robar, era una de las ideas propuestas.
Aclarado ese punto, creemos que básico, habría otros asuntos que podemos barruntar. Está claro que vivimos en un país con miles de problemas. Muchos de ellos, en sus lógicas directas, son ajenos a la política (aunque al final todo es política, tal me sopla en el oído un viejo amigo trovador, ya ido). Pero, ¿no serían un poquito mejores nuestras vidas si de veras recicláramos, no maltratáramos a los animales, ensuciáramos menos, leyéramos, escucháramos, respetáramos y cuidáramos más todo? ¿Quién, de qué ideología, puede estar en contra de esas nobles exhortaciones? Incluso, en un país espantoso, corrupto y de ladrones, ¿haría daño, como pide el texto, “ceder el paso, jugar, no discriminar, ahorrar, dejar de pelear y conocer más tu cultura”?
Usted puede ser comunista, reaccionario o católico. Puede hasta conocerse y repetir al dedillo las plataformas ideológicas de su credo y los autores y argumentos capitales, pero si no cumple con las más elementales y positivas normas de comportamiento humano, justo las que pedía la publicación de marras, no pasará de ser un comunista, reaccionario o católico desagradable y mal educado, un ser detestable, irrespetuoso, da igual si pertenece a jacobinos o girondinos. Hasta un verdugo amable sería preferible a uno grosero, si de elegir se trata.
Porque sucede que, junto con la corrupción, el robo y demás, también sufrimos otras consecuencias en nuestro día a día, sin que tengan nada que ver con la ideología. Hace mal quien no para en los semáforos en rojo, quien bebe y maneja, quien no estudia, quien discrimina, quien miente. Ahora mismo, en cualquier sitio y a cualquier hora, milite usted en el bando que sea, puede ser víctima de alguno de esos desmanes. No nos faltan violencias, accidentes terribles y otras sombras, incluso delictivas, en los días que corren. Justo ocurre en su mayoría por irrespetar los incisos de la disciplina, los más sencillos o los cardinales. La mala educación, consecuencia directa de la carencia, del desajuste económico y por ende moral de la sociedad, de esos mal funcionamientos mentales y de comportamiento que se han entronizado en nuestros devenires, hoy campea por sus respetos. De manera que cualquier llamado al orden, por mínimo que sea, es una vacuna contra la enfermedad aterradora de la negligencia, la grosería, la desidia y el salvajismo social que nos rodea.
Mientras se redactan estas líneas, un par de buenas nuevas recorren la sociedad cubana. Por un lado, en aras de combatir uno de los lados económicos de nuestros pesares, se anuncian aumentos salariales y otras medidas. Por el otro, finaliza el congreso de la más importante organización de los artistas y escritores cubanos, la UNEAC. En la clausura del cónclave, entre otras ideas, el presidente cubano Miguel Díaz-Canel llama en sus palabras a “desatar una irreconciliable batalla contra la incultura y la indecencia”.
Es imposible que todas las personas tengan una cultura libresca o destaquen por su saber o desempeño intelectual. Ojala ocurriera, pero es utópico pensar en esa posibilidad. Sin embargo, otra vez gracias a mis mayores, recuerdo a esos guajiros iletrados y rudos obreros de antaño, cómo trataban de usted, cómo eran incapaces de soltar un taco vulgar en público, cómo defendían la máxima de “pobre pero decente” cual un blasón sagrado. Eso nos regala una visión amplísima de la cultura. Porque la cultura también incluye respetar, ayudar y proteger al prójimo, más allá de los títulos académicos o las páginas leídas. Se puede ser iletrado y comportarse de modo educado. Al revés, ser culto, sin ser decente, es un doloroso y casi inhumano contrasentido.
Una de esas anécdotas, que se repiten desde el imaginario oral y ya no importan si ciertas o no, nos viene a la memoria. Contaba un colega años atrás que en aquellos terribles y hermosos tiempos de los sesenta o los setenta, un grupo de cámara o alguna agrupación de formato clásico, viajaba a sitios rurales intrincados en diversas provincias. Una de las funciones, en escenarios improvisados, ocurrió en un batey minúsculo y lejano. Ante el estupor de los músicos, el grupo de campesinos que integraba el público, no solo escuchó atento el programa, sino que al final pidieron bises de grandes autores clásicos. La explicación al asombro, sonreía mi colega, era que estaban en una zona de silencio radial. La CMBF era una de las muy pocas estaciones que se escuchaban en el sitio. Los campesinos, esos iletrados, habían sucumbido al encanto de los grandes genios de la música “culta” y habían aprendido a disfrutarla. Cualquiera es sensible a lo bueno, no importa su nivel académico, si resulta debidamente expuesto, si lo conoce y lo cata.
Desde la cultura, en su mayor significado, debe desatarse al fin esa batalla. No todos amarán la música clásica o la trova. No todos entenderán a Carpentier o a Lam o a Lecuona, pero que estén ahí, junto con los buenos contemporáneos, al alcance de todos, es ya, más que vital, urgente. De esas cimas hacia abajo, sin cabida para malos ejemplos, hay un gran río de arte magnífico, popular, cubano, que debemos desempolvar, airear y poner a la vista. Siempre alguien, por curiosidad al menos, querrá saber qué es eso. Siempre habrá quien lo elija para sí. Por otro lado, nos viene de maravillas que los decibeles de la intrascendencia y la vulgaridad bajen por un rato. De hecho, si es posible, que se apaguen.
Si, además, cada día hacemos algo tan sencillo como cumplir con esas invitaciones al bien que pedía mi amiga en su post, nuestros prójimos terminarán agradecidos. Hasta uno mismo estará mejor, porque hacer el bien ilumina el día, sana el alma y, de seguro, rebota. Ningún bien es pequeño. Como diría José Martí, en una de sus estupendas cartas a su amigo Manuel Mercado, “el bien que en una parte se siembra, es semilla que en todas partes fructifica”. Cada una de esas mínimas semillas, sembradas en el día a día, echaría frutos, nobles, humanos, y harían mucho mejor nuestra vida. La cultura en mayúsculas más el mínimo espacio de un bien al alcance diario de todos, y para todos, armarían un poder indetenible. De tal modo, el regreso, o digamos mejor, la ya urgente reconquista de la decencia, estaría por fin a la vista. Ω

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