Una “madre” para los niños abandonados y los más pobres entre los pobres de los barrios madrileños del siglo xix, María Ràfols Bruna nació en Villafranca del Panadés, provincia de Barcelona, Cataluña, España, el 5 de noviembre de 1781.
Tras la muerte de su padre, un molinero trabajador y honrado, ingresó en 1794, en el monasterio femenino de San Gervasio, de la Orden Hospitalaria de San Juan de Jerusalén.
En 1803 tuvo ocasión de realizar duras tareas benéficas con motivo de la peste que se produjo en torno a Barcelona. En el mismo año conoció al padre Juan Bonal, que fue durante mucho tiempo su director espiritual.
El despertar de una noble misión
María Ràfols llegó a Zaragoza el 28 de diciembre de 1804. Integraba el grupo de doce hermanas y doce hermanos de la Caridad que el P. Juan Bonal había reunido en Barcelona para hacerse cargo de los servicios del antiguo Hospital de Nuestra Señora de Gracia, fundado en 1425. Así daban respuesta a la llamada de la Junta que lo regía.
Su primera visita fue a la Virgen del Pilar para poner en manos de la Señora aquella nueva y arriesgada misión. De allí partió al hospital, gran mundo del dolor donde, bajo el lema Domus Infirmorum Urbis et Orbis (Casa de los Enfermos de la Ciudad y del Mundo), se cobijarían enfermos, dementes, niños abandonados y toda suerte de desvalidos.
Los hermanos no pudieron superar la carrera de obstáculos y a los tres años ya habían desaparecido.
Así, la Hna. Ràfols se convirtió en cofundadora, con el padre Bonal, de la Congregación de las Hermanas de la Caridad de Santa Ana, para que, a la manera de las Hijas de San Vicente de Paúl en Francia, se ocuparan de la atención a los enfermos que abundaban en Madrid en una época marcada por la ocupación francesa de Napoleón Bonaparte, quien después de desplegar su dominio militar en las colonias y posesiones de España, quería ahora someter al Reino español.
En 1807 esa primera comunidad religiosa se trasladó, en un principio, a Huesca.
Algunas Hermanas de la Caridad de Santa Ana contarán entre las primeras que afrontaron el examen de flebotomía, ante la Junta del Hospital en pleno, para poder practicar la operación de la sangría, tan frecuente en la medicina de su tiempo. Con María Ràfols como superiora, se quedaron y aumentaron en número. Su líder sabía sortear los escollos con prudencia, caridad incansable y un temple heroico que enseguida empezó a despuntar.
El sitio militar de Zaragoza
Al comenzar la guerra de la Independencia el papel de las hermanas fue muy destacado. Su caridad alcanzó cotas muy altas, especialmente cuando el hospital fue bombardeado e incendiado por los franceses. Entre las balas y las ruinas, María Ràfols expuso su vida para salvar a los enfermos, pidió limosna para ellos y se privó de su propio alimento. Y cuando todo faltaba en la ciudad, se arriesgó a pasar al campamento francés, para postrarse ante el mariscal en jefe y conseguir de él atención para los enfermos y heridos.
Cuando se retiraron los franceses el 14 de agosto de 1808, el Hospital de Nuestra Señora de Gracia estaba en ruinas. La madre Ràfols se ocupó de colocar a los enfermos en diversos edificios oficiales y privados. Rescató objetos religiosos y artísticos. Consiguió ayudas, las cuales solicitó insistentemente al general Palafox. Más de cuatro mil heridos y enfermos se trasladaron a la Real Casa de Misericordia. El 10 de diciembre de 1808 comenzó un nuevo asedio. La situación de la ciudad era trágica por la difusión de nuevas epidemias de peste. La madre Ràfols, acompañada de dos hermanas, se presentó ante el mariscal Lannes en petición de ayuda. Les fueron concedidos víveres y un salvoconducto. Atendió a los prisioneros, intercedió por ellos y logró la libertad de algunos.
Los frutos de la fe y la paciencia
Tras la ocupación de Zaragoza, la Junta impuso nuevas constituciones a las hermanas y el 12 de noviembre de 1811 aceptó la dimisión de la madre Ràfols, quien quedó encargada de la sacristía. Después marchó a Orcajo (Daroca).
Luego de la marcha de los franceses, en 1813, volvió a dirigir la Inclusa o Asilo-Cuna del Hospital que cuidaba a los niños huérfanos o sin hogar,1 donde pasará, prácticamente, el resto de su vida. Allí derrochaba amor, entrega y ternura con los niños huérfanos o sin hogar, los más pobres entre los pobres. Es el capítulo más largo de su vida, el más escondido, pero sin duda el más bello. Será la madre atenta de aquellos niños por los que se desvive.
Ahora la Guerra Carlista
A María Ràfols le alcanzan también las salpicaduras de la primera Guerra Carlista,2 con un coste de dos meses de cárcel y seis años de destierro en el Hospital de Huesca, a pesar de que la sentencia del juicio la declaraba inocente. Sigue la suerte de tantos otros desterrados por la más leve sospecha o denuncia calumniosa.
Pero cárcel, destierro, humillación, calumnia, sufridos con paz y sin una queja, le hicieron entrar de lleno en el grupo de los que Jesús llama dichosos: los perseguidos por causa de la justicia, los pacíficos, los misericordiosos. A su regreso, volvió sencillamente a la “Inclusa”, con los niños que no saben de guerras ni odios, pero que intuyen el amor.
En 1826 fue elegida de nuevo superiora hasta 1829. En 1834 ingresa en la cárcel de Predicadores, acusada de complicidad en una conspiración contra la reina regente María Cristina de Borbón. Dos meses después fue puesta en libertad, y al año siguiente obtuvo sentencia que la eximió de culpabilidad, pero fue desterrada a su pueblo natal. El destierro de seis años lo pudo cambiar por Huesca, donde desde 1807 existía una casa de la hermandad de Santa Ana. En 1841 fue autorizada a regresar a Zaragoza y volvió al Hospital destinada a la Inclusa.
Se retiró en 1845 por tener su salud resentida y pasó una temporada en Belver de Cinca, Huesca. Murió el 30 de agosto de 1853, próxima a cumplir los setenta y dos años de edad y cuarenta y nueve de ser Hermana de la Caridad. Su cuerpo y su altar se hallan en la capilla del Noviciado de la Congregación de Hermanas de la Caridad de Santa Ana en Zaragoza.
La glorificación
En 1926 se abrió su proceso de beatificación, sesenta y tres años después de su muerte. Entre 1926 y 1932 fueron hallados documentos escritos por ella hacía más de un siglo, textos que le fueron dictados directamente por el Sagrado Corazón: consejos espirituales, una especie de testamento espiritual, una larga y minuciosa relación de su muerte. En los dos últimos documentos hallados en 1931 y 1932 (escritos en 1815 y 1836), aparecen sorprendentes dotes proféticas sobre muchos hechos que ocurrieron en los años recientes anteriores a su hallazgo y publicación, como la institución de la Fiesta de Cristo Rey por el Papa Pío XI, la predicción de las persecuciones religiosas que hubieron de poner a prueba la fe de los católicos españoles, la persecución a la Compañía de Jesús iniciada por la República, la Consagración oficial de España al Corazón de Jesús, las luchas sociales que agitarían la vida de las naciones, el fruto espiritual que ha de seguir del conocimiento de estos escritos, los pormenores de la profanación y hallazgo de la milagrosa imagen del Cristo Desamparado, entre otros.
Su proceso de beatificación se suspende en 1944, pues el Papa Pío XII firma un “dilata” con el que se mantiene frenado por casi cuarenta años. Por fin es beatificada por el Papa Juan Pablo II, cincuenta años después, el 16 de octubre de 1994.
La madre Ràfols no solo es una mujer completa y heroica, sino un ejemplo para tantos católicos que, en medio de limitaciones y dificultades de todo tipo, han de repartir el amor de Dios a manos llenas entre los más pobres que pugnan por la vida, la presente y la futura. Ω
Notas
1 Originalmente, en el lejano 1563 era una Cofradía para recoger a los convalecientes que salían de los asilos-hospitales en el Convento de la Victoria, cerca de la Puerta del Sol; pero más adelante, en 1572, se asumirá la labor de recoger a los niños recién nacidos, que eran abandonados en las calles, iglesias o portales de la capital, los expósitos.
2 La primera Guerra Carlista fue una guerra civil que se desarrolló en España entre 1833 y 1840 entre los carlistas, partidarios del infante Carlos María Isidro de Borbón y de un régimen absolutista, y los “isabelinos” o “cristinos”, defensores de Isabel II y de la regente María Cristina de Borbón, cuyo gobierno fue originalmente absolutista moderado y acabó convirtiéndose en liberal para obtener el apoyo popular. Antiguamente fue conocida por la historiografía española como Guerra de los Siete Años o primera guerra civil.
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