El padre Félix Varela: Constitución y ciudadanía

El pasado 15 de noviembre concluyó el proceso de consulta popular del Proyecto de Constitución de la República. Vencida la etapa en la que los cubanos pudimos expresar nuestros criterios acerca de la Carta Magna que regirá el destino de la nación, conviene acercarnos al padre Félix Varela y a su enseñanza como profesor de la Cátedra de Constitución del Seminario de La Habana. En sus clases, quiso este hombre santo promover el intercambio de ideas, el debate libre… a fin de que sus alumnos modelaran su conciencia como ciudadanos.

Padre Félix Varela

La palabra Constitución ha sido una de las más repetidas por los cubanos en los últimos meses. La reforma constitucional que, en este momento, se está elaborando ha motivado comentarios de personas de muy diversas posiciones políticas, dentro y fuera de la Isla. Si afirmáramos que no es la primera vez que en la historia cubana una Carta Magna se convierte en un suceso de primera importancia, seguramente muchos se retrotraerían a abril de 1869 cuando se forjó la Constitución de Guáimaro, o a los movidos debates durante la elaboración de la primera Ley de leyes republicana en 1901 y, todavía más, a las novedades que trajo a la vida pública insular la de 1940, aunque su plena aplicación fuera una asignatura pendiente en nuestra vida pública. Sin embargo, el constitucionalismo en Cuba es muy anterior a la Asamblea de Guáimaro,1 por eso, entre varios ejemplos posibles, nos detendremos en la Constitución española de 1812 y en una figura insigne, el padre Félix Varela, quien primero la estudió, comentó y enseñó durante el Trienio Liberal y luego, como diputado a Cortes, participó en los debates para su reajuste y aplicación en el territorio español. Esas experiencias marcarían decisivamente el resto de su existencia y no hay riesgo en afirmar que del Varela liberal y constitucionalista nacería el independentista más radical.
La Constitución de 1812 había surgido en un momento crítico para España, el de la invasión napoleónica. Fernando VII estuvo preso en Francia hasta la derrota francesa y en la Península gobernó en su nombre un Consejo de Regencia. Con la anuencia de este, en Cádiz, las Cortes promulgaron el 19 de marzo de tal año, en la festividad de san José, una Constitución, que por eso tomaría el nombre popular de “La Pepa”.
El documento constaba de diez títulos y 384 artículos y era de una orientación política liberal moderada. En ella se declaraba que la soberanía residía esencialmente en la nación y se encargaba de separar los poderes legislativo, ejecutivo y judicial, a la manera de Montesquieu. El poder de legislar residía en las Cortes con la aprobación del Rey, el ejecutivo, en el monarca con sus ministros y el judicial, en los tribunales civiles. Se estableció un sistema unicameral, por temor a que, si existían una cámara alta y una baja como en Inglaterra, el Rey y la nobleza impusieran una asamblea de notables que con sus posiciones conservadoras coartara las facultades de la otra. En modo alguno era una Constitución jacobina, de hecho, ni siquiera era laica, pues no separaba Iglesia de Estado, más aún mantuvo a España como un Estado confesional, con la religión católica como oficial y tampoco pretendió abolir el régimen monárquico, sino que estableció una “monarquía moderada hereditaria”.
Si bien los constituyentes tuvieron como modelo las cartas magnas de Francia en 1791 y de Estados Unidos, asumieron también gran número de elementos de la tradición jurídica española. No establecieron un listado de derechos del hombre, pero a lo largo de su texto aparecen algunos como el derecho a la libertad y el derecho a la propiedad.
Su vigencia fue muy breve, cuando Fernando VII logró retornar tras la derrota de los invasores franceses, en la primavera de 1814, se negó a jurar la Constitución y la hizo derogar, con el apoyo de la nobleza, buena parte del clero y hasta de las masas populares, que veían en los constitucionalistas a una élite intelectual peligrosa e impía y reclamaban a voces el restablecimiento de la Inquisición.
“La Pepa” volvería a la luz tras seis años de despiadado absolutismo, gracias al movimiento desencadenado por el general Rafael Riego, quien el 1ro. de enero de 1820 se sublevó en Cabezas de San Juan, Sevilla, apoyado por el Regimiento de Asturias, negados a embarcar a América para combatir los alzamientos independentistas. En los días que siguieron se su-maron a la rebelión otros cuerpos militares, unidos bajo el reclamo de restablecer la Constitución. Fernando VII temió terminar como su pariente Luis XVI y, con más miedo que convencimiento, juró el 9 de marzo fidelidad a la Carta Magna ante las Cortes establecidas en Madrid y se estableció el gabinete de ministros que con él gobernaría. Este nuevo orden se sostendría apenas hasta fines de 1823 y se conocería como Trienio Liberal.
La noticia de estos sucesos solo se conoció en La Habana el 15 de abril de 1820 y funcionó como una reacción química en cadena. Al día siguiente se sublevó el Batallón de los Catalanes, sus miembros irrumpieron con violencia en el palacio del gobernador Cajigal, lo amenazaron con un puñal y lo obligaron a declararse fiel a la Constitución en la Plaza de Armas. El asunto se legalizó el 17 cuando el anciano jefe juró en la Catedral, ante un crucifijo y con la presencia del obispo Juan José Díaz de Espada, ser fiel al documento que parecía poner fin al absolutismo monárquico. Se dice que durante la ceremonia ambos temblaban.
Tales temores parecían más que justificados. En el terreno militar se produjeron confrontaciones, dentro y fuera de La Habana, entre los leales a Fernando y los seguidores de Riego. Si cabe, esto todavía fue más insidioso en el plano civil, los grandes hacendados criollos, entre ellos su vocero ideológico Francisco de Arango y Parreño, eran partidarios del absolutismo, pues tenían fuertes acuerdos con el Trono, beneficiosos para su economía, sin embargo, muchos comerciantes peninsulares, aliados con sus colegas de España, buscaban romper el monopolio de los sacarócratas y beneficiarse personalmente con ciertos privilegios de la nueva situación, eran llamados “el partido de los uñas sucias” y tomaron como cabeza de ellos a un sacerdote español, escandaloso y grosero, Tomás Gutiérrez de Piñeres, quien dirigió verdaderas algaradas callejeras y riñas tumultuarias, y fue abierto enemigo de Arango y de Varela.
De acuerdo con el artículo 368 de la Carta, era preciso establecer cátedras de Constitución “en todas las universidades y establecimientos literarios, donde se enseñen las ciencias eclesiásticas y políticas”2 y así lo dispuso un Real Decreto del 24 de abril de 1820. El 11 de septiembre siguiente la Sociedad Patriótica tomó cartas en el asunto, el intendente de Hacienda Alejandro Ramírez, temeroso de que la iniciativa fuese arrebatada por la Universidad, sabedor de que los dominicos que la regían eran contrarios al régimen constitucional, encargó del asunto al obispo Espada, a quien se pidió que redactara el reglamento de la cátedra y la estableciera en el Seminario. La Sociedad correría con los gastos.
El 18 de octubre ya se había aprobado el Reglamento en una junta de la Sociedad y se convocó a oposiciones para nombrar el catedrático. Es el momento en el que el obispo indica al joven sacerdote Varela que aspire a tal cargo. Con su autoridad venció las reticencias de este, que no se sentía preparado en asuntos jurídicos y lo obligó a presentarse a los ejercicios, junto a otros candidatos quienes, en la víspera de ellos, se retrajeron para que el Maestro accediera sin dificultades al puesto. Tomo posesión de él el 7 de enero y las clases se iniciaron el 18 de ese mes, en el Aula Magna del Seminario que era por entonces una pieza larga y estrecha con ventanas al puerto, ubicada donde está hoy la entrada principal del edificio. Se pudo admitir una matrícula de 193 personas, de los que, por cierto, apenas 41 habían sido antes alumnos de Varela en Filosofía. Como asegura José Ignacio Rodríguez en su biografía del Maestro:

“Además de los alumnos, era tan grande el concurso de pueblo que concurría a estas lecciones de política, como se las solía denominar, que aunque el local escogido para darlas era el Aula Magna del Colegio, los asientos todos de las bancas estaban ocupados, y ‘un público numeroso se agrupaba á la puerta y á las ventanas, manteniéndose allí de pie por una hora, para tener el gusto de escucharle’”.3

Asombra cómo el novel catedrático pudo preparar en tan corto tiempo tal curso. Es evidente que no solo se estudió el texto constitucional, sino que revisó el Diario de Sesiones de las Cortes entre 1812 y 1814 para conocer los criterios particulares de los legisladores y los debates generados en diversos aspectos fundamentales. Además, su experiencia como profesor de Filosofía le había permitido acumular amplias lecturas que iban desde el Leviatán de Hobbes a los Tratados sobre el gobierno civil de Locke, el Espíritu de las leyes de Montesquieu, clásicos ya en materia de política, pero también queda claro que estaba tan actualizado como para citar a su contemporáneo Benjamin Constant, autor de obras que por entonces eran novedades en el mundo como los Principios de política aplicables a todos los gobiernos representativos, publicado en 1815, y el Curso de política constitucional que había visto la luz entre 1818 y 1820, lo cual era absolutamente asombroso para alguien que no había salido de una colonia española.
En el discurso o prima lectio con el que inauguró el curso destacó las razones para la existencia de la cátedra:

“Yo llamaría a esta cátedra, la cátedra de la libertad, de los derechos del hombre, de las garantías nacionales, de la regeneración de la ilustre España, la fuente de las virtudes cívicas, la base del gran edificio de nuestra felicidad, la que por primera vez ha conciliado entre nosotros las leyes con la Filosofía, que es decir, las ha hecho leyes; la que contiene al fanático y déspota, estableciendo y conservando la Religión Santa y el sabio Gobierno; la que se opone a los atentados de las naciones extranjeras, presentando al pueblo español no como una tribu de salvajes con visos de civilización, sino como es en sí, generoso, magnánimo, justo e ilustrado”.4

Nótese, en primer término, que no hace alusión al nacimiento de la cátedra por Real Orden, ni siquiera a la coyuntural circunstancia de Cuba, sino a algo más general, el hecho de la existencia de una Constitución como fuente de virtudes cívicas, que ha opuesto al despotismo un gobierno que no atenta contra la religión ni imita el ejemplo de la Francia revolucionaria durante el Terror instaurado por la Convención jacobina, regicida y anticristiana. Obsérvese que el político Varela sigue siendo el profesor de Filosofía que se preocupa por formar valores en sus alumnos. Las lecciones que va a impartir, más que de comentario literal de la Carta son en realidad clases de cívica, las primeras que se ofrezcan de forma sistemática en Cuba colonial y no responden a un espíritu partidista: Varela no se ha unido a los constitucionalistas escandalosos de Piñeres, ni al bando absolutista de los hacendados. Es un liberal moderado, un reformista avanzado, alguien que conjuga religión y civilidad para evitar las violencias de los extremistas de uno y otro bando.
Conocemos de primera mano el programa del curso porque él lo detalla en otro pasaje de su peroración:

“Expondremos con exactitud lo que se entiende por Constitución política, y su diferencia del Código civil y de la Política general, sus fundamentos, lo que propiamente le pertenece, y lo que es extraño a su naturaleza, el origen y constitutivo de la soberanía, sus diversas formas en el pacto social, la división y el equilibrio de los poderes, la naturaleza del gobierno representativo, y los diversos sistemas de elecciones, la iniciativa y sanción de las leyes, la diferencia entre el veto absoluto y temporal, y los efectos de ambos, la verdadera naturaleza de la libertad nacional e individual, y cuáles son los límites de cada una de ellas, la distinción entre derechos y garantías, así como entre derechos políticos y civiles, la armonía entre la fuerza física protectora de la ley, y la fuerza moral”.5

Seguidamente, advirtió a su alumnado de la inexistencia de un libro de texto, algo explicable si se tiene en cuenta el brevísimo tiempo que tuvo para preparar su curso. Pero hasta de esa carencia hace una virtud, en vez de impartir una materia convencional que los discípulos aprendan mecánicamente para examinar, va a sustituir la memoria por el debate: “en lo sucesivo no será la memoria, que es la más débil de las operaciones del alma, sino los sentidos con repetidas impresiones, el órgano de nuestra inteligencia”.6 Lo que se proponía el educador no era que los matriculados pudieran repetir un prontuario de categorías políticas y principios jurídicos, sino que mediante el intercambio modelaran su conciencia como ciudadanos.
Si bien Varela no pudo escribir de forma detallada las lecciones de su curso como había hecho con las de Filosofía, dio a la luz en ese mismo año 1821 un folleto titulado Observaciones sobre la Constitución política de la monarquía española,7 compuesto por una breve Introducción y diez observaciones que nos ilustran sobre los contenidos e ideas que trasmitía a sus alumnos. La novedad de estas opiniones en el foro cubano, su audacia y alcance, merecen que nos detengamos en algunas de ellas.
En la Observación primera se dedica al tema de la soberanía. Apoya el artículo 3 de la Constitución que deposita esta en la nación y, a propósito, desde el primer párrafo cuestiona la autoridad de los reyes, que obtienen su poder por la fuerza o por “renuncia voluntaria de los individuos de una parte de su libertad”,8 es decir, se refiere al “contrato social”, tal y como lo habían defendido los contractualistas europeos, pero asocia esto no con un supuesto estado de salvajismo inicial, a la manera de Rousseau, sino con el Génesis, la autoridad de los patriarcas y el surgimiento de las tribus.
Define con mucha claridad:

“Nada más razonable y justo; pues si el pueblo es quien ha de renunciar a una parte de su libertad voluntariamente, y no por violencias tiránicas, contra-rias a toda justicia y razón, a él toca exclusivamente el derecho de establecer sus leyes fundamentales, que incluyen estos derechos renunciados, esta parte de libertad que pierde cada individuo en favor de la sociedad, y en él reside esencialmente la soberanía, que no es otra cosa sino el primer poder y el origen de los demás”.9

Varela refuta la doctrina del derecho divino de los reyes apoyado en la Sagrada Escritura, incluso en el pasaje más citado a favor de este que es Carta a los Romanos (13, 1-2).10 Sigue un camino semejante al del teólogo y jurista español Francisco Suárez (1548-1617) en su Tratado de las leyes (1612) que se atiene al principio contractualista y considera que el carácter del Estado es humano y no divino. Difiere radicalmente del obispo francés Jacques Bossuet (1652-1704) quien en su “Discurso sobre la Historia Universal” (1681) interpreta de manera tendenciosa La ciudad de Dios de san Agustín para afirmar que la historia está dirigida por la Providencia, quien coloca a los reyes en sus tronos desde los que deben hacerse aconsejar por los obispos. De modo que Varela, sin decirlo, rechaza el primer título de las monarquías absolutas: “Por la gracia de Dios”.
Quizá sin tenerlo muy claro se ha unido al ala más liberal de los constituyentes de 1812: el canónigo Diego Muñoz Torrero, Agustín Argüelles, el Conde de Toreno, Antonio Alcalá Galiano y el poeta Manuel José Quintana, cuando afirma:

“Demos, pues, al César lo que es del César, que se reduce a una potestad temporal conferida por los pueblos, y que ningún individuo debe desobedecer. Demos a Dios lo que es de Dios, observando su santa ley y los deberes esenciales de justicia en cualquiera forma de sociedad; pero jamás se diga que un Dios justo y piadoso ha querido privar a los hombres de los derechos, que él mismo les dio por naturaleza, y que, erigiendo un tirano, los ha hecho esclavos. El lenguaje de la adulación será muy distinto; pero este es el de la verdadera religión”.11

En la Observación segunda se ocupa de la libertad y la igualdad. Valora positivamente los límites que pone la Constitución a la autoridad real (título IV, capítulo I, artículo 172) y se apoya en sus lecturas de Constant y Montesquieu para definir la libertad:
“El célebre Benjamín Constant nos presenta una definición exacta de ella, diciendo que consiste en practicar lo que la sociedad no tiene derecho de impedir. Montesquieu la había definido: el derecho de hacer lo que las leyes permiten; pero como observa el citado Constant, en esta definición se expresa lo que no puede hacer el ciudadano, pero no lo que no pueden mandar las leyes; y si éstas, por el influjo de los gobernantes, llegan a multiplicarse y atacar los derechos de los ciudadanos, queda destruida la libertad nacional e individual de un modo el más sensible; pues se obliga al pueblo, como soberano, a que ejerza su tiranía sobre el mismo”.12

De esto deriva la diferencia entre el ejercicio de la soberanía por el Gobierno y su posesión con exclusividad:

“El Gobierno ejerce funciones de soberanía; no las posee, ni puede decirse dueño de ellas. El hombre libre que vive en una sociedad justa, no obedece sino a la ley; mandarle invocando otro nombre, es valerse de uno de los muchos prestigios de la tiranía, que solo producen su efecto en almas débiles. El hombre no manda a otro hombre; la ley los manda a todos”.13

Así, el pedagogo va al núcleo mismo de la igualdad al definirla como “el derecho [de cada uno] de que se aprecien sus perfecciones y méritos del mismo modo que otros iguales que se hallen en cualquier individuo”.14 Todo esto nos prepara para las líneas finales del epígrafe, que con su sintética brillantez son de elocuencia tal que deberían estar grabadas en todos aquellos sitios donde se legisla:

“Una sociedad en que los derechos individuales son respetados, es una sociedad de hombres libres, y esta, ¿de quién podrá ser esclava, teniendo en sí una fuerza moral irresistible, por la unidad de opinión, y una fuerza física, no menos formidable, por el denuedo con que cada uno de sus miembros le presta a la defensa de la patria? ¿Podrá temerse que sufran las cadenas de la tiranía? La independencia y libertad nacional son hijas de la libertad individual, y consisten en que una nación no se reconozca súbdita de otra alguna, que pueda darse a sí misma sus leyes, sin dar influencia a un poder extranjero, y que en todos sus actos solo consulte a su voluntad, arreglándola únicamente a los principios de justicia, para no infringir derechos ajenos”.15

En la tercera de las Observaciones define una Constitución política como “un conjunto de normas sabias que presenten de un modo constante los deberes sociales, recordando siempre el pacto solemne que ha hecho la sociedad con su gobierno”16 y a la vista de otras que conoce, destaca lo adecuado de la Constitución que les ocupa para las características de España pues “presenta la verdadera forma o carácter público de la nación española y que detalla, breve y claramente, las libertades nacionales imprescriptibles, los deberes del rey para con el pueblo y los de este para aquél”.17 Para él, esta puede alejar los dos grandes peligros sociales, la tiranía y la anarquía.
No es posible seguir al detalle cada una de las sustanciosas consideraciones que contiene el folleto, habría que organizar para ello otro curso de Constitución. El maestro es partidario de la división de los poderes: legislativo, ejecutivo y judicial y de la función intermediaria del Rey entre ellos; por estas mismas razones apoya la monarquía constitucional aunque no sigue al Conde de Toreno en la noción de limitar al máximo las atribuciones del monarca porque le parece que pueden convertirse las Cortes en un “congreso exaltado”18 quizá pensando en los extremos poderes que llegó a atribuirse la Convención francesa entre 1792 y 1795, lo que incluyó la abolición de la monarquía y el proceso seguido al rey. Asimismo difiere de algunos radicales en que acepta la posibilidad del veto real a las leyes. No olvidemos que el pensador escribe desde Cuba, no conoce aún la condición moral de Fernando VII, ni podía adivinar cómo concluiría el Trienio Liberal, con graves consecuencias para él mismo.
También está de acuerdo con las buenas razones para fijar un parlamento unicameral y las principales condiciones y facultades de los diputados, así como su inviolabilidad, salvo cuando atente contra la Constitución, lo que incluye el tema religioso:

“Cuando la Constitución dice que la religión católica es la única verdadera, no la declara tal, sino que la supone ya declarada y admitida en todo el reino, y que es la voluntad nacional que se conserve perpetuamente, pues la declaración de puntos dogmáticos no pertenece sino a la Iglesia. Luego, cuando un diputado estableciere una discusión semejante, habría traspasado los límites que prefija la misma naturaleza de las Cortes, y está ya clara la perversidad de su intención”.19

Esta parece una advertencia a las actitudes que pueden tener en las Cortes los liberales más exaltados, generalmente aquellos que militan en la masonería y son partidarios de medidas radicales como las tomadas en la Francia revolucionaria.
Hay un detalle muy interesante en la Observación séptima. Los constituyentes procuraron vitalizar el funcionamiento de los tribunales españoles, proverbial por su lentitud. Para ello, algunos llegaron a afirmar que dos sentencias sobre un caso ya debían constituir ejecutoria, entre ellos, el sacerdote, poeta y legislador Juan Nicasio Gallego, quien elaboró unas tablas de probabilidades para intentar demostrar en las Cortes que a lo largo de cuatro instancias no hay mayores posibilidades de verdad que en dos. Lo interesante es que Varela no lo refuta desde el campo del Derecho sino desde la Lógica y las Matemáticas, a partir de la “teoría de las probabilidades” de Pierre Simon Laplace (1749-1827) que él había estudiado con sus alumnos en la sexta de sus Lecciones de Filosofía (1818-1820). Debemos aclarar que Laplace publicó en 1812 su Teoría analítica de las probabilidades y en 1814 el Ensayo filosófico sobre la probabilidad. Varela conocía ya la fórmula llamada “regla de sucesión de Laplace” para determinar las probabilidades de ocurrencia de un evento, lo que Gallego evidentemente ignoraba. También es curioso que lo citara porque el científico no incluía a Dios dentro de su Sistema del Mundo, ni siquiera como hipótesis, y hacía pública ostentación de su agnosticismo. Pero, en cualquier caso, es admirable lo actualizado de la erudición del presbítero cubano.
Apenas tres meses pudo el eminente maestro mantener su cátedra, porque el obispo Espada lo invitó y prácticamente lo obligó a que presentara su candidatura como diputado a Cortes. Fue electo para ello el 13 de marzo y partió para la Península el 28 de abril. Nunca retornaría a Cuba. En las lecciones de Constitución lo sustituyó Nicolás Escovedo y Rivero (1795-1840), antiguo estudiante del Seminario y profesor de la Universidad, intelectual brillante, a pesar de su grave debilidad visual, quien se mantuvo en la cátedra hasta que el restablecimiento del absolutismo, a fines de 1823, obligó a clausurarla.
A pesar de su corta existencia, la cátedra de Constitución fue una auténtica fuente de educación cívica para aquellos privilegiados que pudieron acudir a ella. Los que llegaron a sus bancos como súbditos, salieron de allí con la formación de ciudadanos. Tales enseñanzas calaron en algunos intelectuales como Luz y Caballero, Saco, Domingo del Monte y motivaron publicaciones como El Americano Libre (1822-1823) y su continuador El Revisor Político Literario (1823). El largo decenio absolutista que seguiría satisfizo los intereses de los hacendados que pactaron con el monarca traidor muy a gusto, pero no extinguió la existencia de un ala reformista liberal y, por otro lado, un sentimiento separatista que se manifestaría en diversas conspiraciones o en el pensamiento de emigrados como el poeta José María Heredia. El esfuerzo no había sido inútil.
Varela se mantuvo muy activo durante su estancia española, aunque las elecciones para diputados de Cuba en 1821 fueron anuladas y, nuevamente electo en 1822, por ausencia de las credenciales no fue admitido en las Cortes junto con sus compañeros Tomás Gener y Leonardo Santos Suárez hasta el 2 de octubre, de modo que fueron legisladores por apenas un año. En ese período presentó al director de Estudios, el poeta Manuel José Quintana, una memoria redactada a pedido del obispo Espada, para que se convirtiera en universidad el Seminario de San Carlos.
En el parlamento, tuvo especial cuidado en no aliarse con los clérigos fanáticos, ni con los militaristas, ni con los liberales extremistas. Con energía y prudencia intervino cuando lo consideró necesario en las sesiones. Defendió los derechos del clero diocesano para que no fuera instrumentalizado por el Gobierno ni en su selección para cargos ni en la asignación o privación de recursos; abogó por los desterrados de la Península y por la rehabilitación de los presidiarios a través del trabajo; reclamó que los inmuebles y bienes de los conventos clausurados en Cuba se destinaran a la educación; estuvo alerta para evitar las excesivas facultades que algunos querían conceder al ejército.
Quizá lo más triste para él fue contemplar cómo, aun entre los legisladores más liberales, los asuntos de Cuba debían dejarse como estaban, o eran de ínfima importancia. El proyecto de autonomía en el que trabajó en comisión con otros diputados cubanos, un filipino y varios españoles, fue mandado a imprimir por las Cortes, pero nunca encontró espacio para su discusión; su propuesta para el reconocimiento de la independencia de aquellas naciones de América que ya de facto eran libres, tropezó con los prejuicios de la mayoría y aún el liberal Argüelles lo refutó con argumentos torpes, como la falta de preparación de los americanos para la libertad. Nunca pudo presentar su proyecto de abolición de la esclavitud. Para colmo, tuvo que asistir a largas sesiones en las que debió decepcionarse de nombres que le habían parecido venerables en la distancia y por aquel panorama caótico donde estaban representados todos los defectos humanos: la hipocresía, la venalidad, la violencia, el egoísmo e incluso las indignidades de varios miembros del clero. A pesar de ciertas elegantes piezas oratorias, aquel parlamento era un campo de batalla, dividido en bandos, mientras el Rey conspiraba con las potencias de la Santa Alianza y especialmente con su pariente Luis XVIII.
La estancia del padre Varela en la Península no fue muy productiva desde el punto de vista pragmático, pero podemos manifestar que, entre 1821 y 1823, el educador fue educado con la observación de las circunstancias políticas de la Metrópoli y la apreciación de la conducta humana en ella. El que llegó a Cádiz el 7 de junio de 1821 no fue el mismo que huyó de esa ciudad alrededor del 3 de octubre de 1823 a Marruecos y Gibraltar, y de allí a Estados Unidos. Había arribado como un reformista liberal, aspirante a conseguir la autonomía de Cuba y partía, decepcionado absolu-tamente de la monarquía española y hasta de un amplio sector de los liberales, que no querían saber de libertades para las colonias. El terreno estaba abonado para el independentismo. A su llegada a Estados Unidos, proscrito, embargados sus bienes y condenado a muerte, como el resto de los diputados –unos noventa– que habían votado el 11 de julio anterior por la inhabilitación del monarca,20 podía suscribir la afirmación herediana: “Que no en vano entre Cuba y España / Tiende inmenso sus olas el mar”.
De La Habana había salido con honores y aplausos, al menos de la élite selecta que lo apoyaba. De Cádiz salió a escondidas, tras contemplar la desbandada de los diputados, el avance de las tropas de los Cien Mil Hijos de San Luis comandados por el Duque de Angulema21 y al monarca traidor vitoreado por las turbas que reclamaban la monarquía absoluta y hasta el inmediato restablecimiento de la Inquisición.
El fin del año 1823 debió ser para Varela, ya en tierra fría y extranjera, algo así como la noche de Cristo en el huerto de Getsemaní. Estaba lejos de su obispo que parecía haberlo abandonado, pues, obligado por las circunstancias, celebró un Te Deum en la catedral habanera por el restablecimiento del absolutismo y escribió una carta pastoral alabando la invasión francesa a la Península. Sus discípulos se habían desbandado y los oligarcas criollos estaban de plácemes con Arango y Parreño. Al parecer todo estaba consumado.
Mas, en 1824, Varela se ha rehecho. Comienza a editar El Habanero, primero en Filadelfia y luego en New York, ya no es un legislador, es un político que ataca las máscaras de la doble moral; la hipocresía de los que prefieren las cajas de azúcar y los sacos de café a la libertad; se opone con energía a los proyectos de anexión de Cuba a nación alguna. Y cuando comprende que en la Isla no hay condiciones para la separación inmediata de España, escribe sus Cartas a Elpidio entre 1835 y 1838, para educar a la juventud en la virtud y en el amor a la patria. El hombre de leyes se ha probado en el dolor, ha conocido el mal de cerca y ahora parece resucitar, de nuevo como educador y en la labor pastoral de su sacerdocio. Ya no es diputado, sino padre y como tal instruye a los hijos para ser libres y piadosos. En los casi treinta años que residió en los Estados Unidos demostró que era a la vez patriota y santo.
En el verano de 1892, José Martí peregrinó a San Agustín de la Florida y después publicaría una corta crónica en Patria el 6 de agosto donde hay una caracterización sabia y fuerte del presbítero:

“Allí están, en la capilla a medio caerse, los restos de aquel patriota entero, que cuando vio incompatible el gobierno de España con el carácter y las necesidades criollas, dijo sin miedo lo que vio y vino a morir cerca de Cuba, tan cerca de Cuba como pudo, sin alocarse o apresurarse, ni confundir el justo respeto a un pueblo de instituciones libres con la necesidad injustificable de agregarse al pueblo extraño y distinto que no posee sino lo mismo que con nuestro esfuerzo y nuestra calidad probada podemos llegar a poseer: los restos del padre Varela”.22

Unas líneas más adelante, después de fundar allí, en San Agustín, el club revolucionario Padre Varela, dice: “aquí estamos de guardia, velando los huesos del santo cubano, y no le hemos de deshonrar el nombre”.23
Hoy esos huesos venerables reposan en el Aula Magna de la Universidad, ante ellos oró el 23 de enero de 1998 san Juan Pablo II. Nos toca a nosotros velar con sus obras ante los ojos y el corazón, para que esta Constitución que hoy se elabora, lleve la impronta del “santo cubano”, para el bien de los cristianos y de todo el pueblo de Cuba.24 Ω

Notas
1 Podrían citarse el proyecto de Constitución autonómica de José Agustín Caballero (1811) y el de Constitución separatista de Joaquín Infante en ese mismo año. Cf. Beatriz Bernal Gómez: “Propuestas y proyectos constitucionales en la Cuba del siglo xix”, En memoria de Francisco Tomás y Valiente, Salamanca, Ed. Universidad de Salamanca, 2004, pp. 861-872.
2 Constitución de Cádiz de 1812, Título IX, Capítulo único, artículo 368.
3 José Ignacio Rodríguez: Vida del presbítero don Félix Varela, Nueva York, Imprenta de O Novo Mundo, 1878, pp. 165-166.
4 Félix Varela: “Discurso pronunciado por el presbítero Don Félix Varela, en la apertura de la clase de Constitución de que es catedrático”, Félix Varela y Morales, Obras, La Habana, Biblioteca de Clásicos Cubanos, Editorial Cultura Popular y Ediciones Imagen Contemporánea, 2001, t. 2, p. 4. Todas las citas de Varela se hacen por esta edición, salvo que se indique lo contrario.
5 Ibídem, pp. 5-6.
6 Ibíd., p. 6.
7 Félix Varela: Observaciones sobre la Constitución política de la monarquía española, La Habana, Imprenta de D. Pedro Nolasco Palmer e hijo, 1821.
8 Félix Varela: “Observaciones”. Obras, t. 2, p. 11.
9 Ibídem, p. 12.
10 “Sométanse todos a las autoridades constituidas, pues no hay autoridad que no provenga de Dios, y las que existen, por Dios han sido constituidas. De modo que, quien se opone a la autoridad, se rebela contra el orden divino, y los rebeldes se atraerán sobre sí mismos la condenación” (Rm 13, 1-2).
11 Félix Varela: “Observaciones”, Obras, t. 2, pp. 15-16.
12 Ibídem, p. 16.
13 Ibíd., p. 17.
14 Ídem.
15 Ibídem, p. 18.
16 Ibíd., p. 19.
17 Ídem.
18 Ibídem, p. 25.
19 Ibíd., p. 42.
20 El 11 de julio de 1823, a propuesta de Alcalá Galiano, los diputados a Cortes votaron por la inhabilitación de Fernando VII, alegando su “demencia temporal”, al negarse este a trasladarse con el Legislativo de Sevilla a Cádiz. Se temía que, como ocurrió, se refugiara con las tropas invasoras francesas y desde allí enfrentara al parlamento y restableciera el absolutismo. Tanto el monarca como el jefe de los invasores vieron en tal inhabilitación una actitud semejante a la de la Convención gala cuando despojó en noviembre de 1792 a Luis XVI de su inmunidad, lo que precedió a su proceso y condena a muerte. Tales referencias explican el ensañamiento de Fernando con los que apoyaron su supuesta locura.
21 Luis Antonio de Borbón era hijo de Carlos de Borbón, Conde de Artois y sobrino de Luis XVI quien le obsequió al nacer el título de Duque de Angulema. Se casó con María Teresa, la hija del monarca guillotinado, tras haber sido liberada esta de la prisión del Temple y enviada al exilio. Todo esto explica la enemistad absoluta del noble con cualquier vestigio de liberalismo. Representaba el rencor de la reacción contra los revolucionarios. Tras la muerte de su padre que reinó como Carlos X se suponía que accedería al trono de Francia con el nombre de Luis XIX, pero las circunstancias políticas de este país lo impidieron.
22 José Martí: “Ante la tumba del padre Varela”, Obras completas, La Habana, Centro de Estudios Martianos, Colección digital, 2007, t. 2, p. 96.
23 Ibídem, p. 97.
24 En la elaboración de este texto debí emplear una gran variedad de materiales, pero quiero destacar especialmente mi deuda con dos textos, la biografía Pasión por Cuba y por la Iglesia de monseñor Carlos Manuel de Céspedes y el estudio Por la vida y el honor. El presbítero Félix Varela en las Cortes de España. 1822-1823 del padre Manuel Maza Miquel SJ.

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