Hacia la Constitución que será, desde la ciudadanía que somos

por MCs. Mario Rivero Errico

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MCs. Mario Rivero Errico en el debate del proyecto de la nueva Constitución de la República, en el aula magana del Centro Cultural Padre Félix Varela
MCs. Mario Rivero Errico en el debate del proyecto de la nueva Constitución de la República, en el aula magna del Centro Cultural Padre Félix Varela

Cuba conversa una nueva Constitución, me resisto a decir debate, pues la hondura del verbo parece no avenirse con el funcionamiento de una nación cuyo fuerte no ha sido la cultura del diálogo, menos aún en temas de política. Pronto habrá un referéndum y nadie medianamente racional con algo de conocimiento sobre el proceso político iniciado en enero de 1959 se atrevería a afirmar que no será aprobada la nueva Carta Magna. Sí es dable aseverar, en cambio, que el índice de aceptación será mucho menor que el de la vigente Constitución de 1976, estimado en un 97,7%, según datos oficiales. Números más o menos, aunque haya quien cuestione tan alta cota alegando que, apenas cuatro años después, ocurrió el éxodo de Mariel cuyos partícipes eran, obviamente, contrarios al sistema socialista y, por ende, a la norma suprema que lo institucionalizara, es risible negar que en aquellos momentos existía una altísima identificación entre pueblo y proceso revolucionario, máxime si tenemos en cuenta que la burguesía se encontraba casi absolutamente en el exilio y sus escasos remanentes eran políticamente irrelevantes.

Si bien había quedado atrás la etapa romántica del proceso revolucionario, su épica latía aún con vigor en las sienes de los cubanos, tanto que no bastó siquiera para relegarla lo oscuro del quinquenio recién finalizado. La generación de mis padres, que copaba la mayor parte del electorado, tenía muy presentes los males del batistato, esos que todavía hay quien trata de ignorar. Baste para refutar la falta de memoria, andar esta ciudad donde las numerosas tarjas que cuentan sobre compatriotas caídos en la flor de la juventud dicen más que cualquier libro de historia. Muy mal habrían de andar las cosas para que tanta mocedad se jugara la vida, y el sobreviviente colectivo, cuando con el poeta nuestro se preguntaba a quién debía la sobrevida, encontraba la revolución como única respuesta posible.

El pueblo disfrutaba –y agradecía– los beneficios recibidos de la generosidad gobernante y no aspiraba a más, contento con los racionamientos de entonces que tanto rememora en materia alimentaria el bueno de Pánfilo, cuando en las noches de los lunes visita nuestras casas. Eran tiempos de juguetes una vez al año –como recuerda el trovador– cupones de opción identificados por incomprensibles combinaciones de números y letras para temas textiles, y efectos electrodomésticos otorgados por méritos laborales en combativas asambleas de trabajadores, entre otras cosas; y era la nuestra, así, una sociedad muy equilibrada, donde las desigualdades materiales no resultaban significativas. Pero lo más importante a mi modo de ver era el optimismo generalizado que embargaba al cubano, asumiendo privaciones y sacrificios docentes, laborales e incluso bélicos con la seguridad de que sus hijos y nietos, o sea, mi generación y la de mi hijo, disfrutarían de una prosperidad jamás soñada, sobre la cual nos llegaban avances a través de aquellos documentales soviéticos donde veíamos las maravillas materiales del socialismo desarrollado, condición que con algo más de esfuerzo y entrega alcanzaríamos sin discusión, porque el futuro ya sabíamos a quien pertenecía ¡y por entero! Ese entusiasmo bebía también de la vibrante conexión existente entre las masas populares y su máximo guía, Fidel Castro, cuyo liderazgo notoriamente carismático, según la clasificación weberiana, estaba sólidamente legitimado1 por la victoria militar sobre el régimen batistiano y llevaba a que no pocas personas, sin entender muy bien las diferencias entre categorías políticas de nueva incorporación, optaran por definirse como fidelistas: decir Fidel era decirlo todo.2 Bastaba, pues, que fuese esa Constitución la opción del Comandante para que nuestros padres levantaran la mano con seguridad absoluta. Los tiempos venideros traerían las objeciones.

Han transcurrido más de cuarenta años. desde aquella mañana en que, entre orgulloso (primero) y aburrido (después), velé junto a una urna donde mis mayores depositaban sus votos a favor de la primera Constitución Socialista del hemisferio occidental, que terminaría con lo que se ha dado en llamar período de provisionalidad revolucionaria –aunque en la práctica no pudo clausurar la improvisación que todavía padecemos–. Aquellos sufragantes podrían ahora decir, con el poeta mayor, “nosotros, los de entonces, ya no somos los mismos”, mas no solo por causa de canas y arrugas exteriores, hay otras más profundas. Su inquebrantable fe de entonces, tal vez no exista ya, o esté menoscabada sin que pueda culpárseles de desaliento: el verso del chileno universal es válido también para todos los órdenes de la sociedad cubana, y en ellos incluyo, por supuesto, a quienes la dirigen. Casi treinta años de crisis económica han sido demasiados, la falta de respuestas a problemas básicos de nuestra cotidianidad lastra la credibilidad de un proyecto político capaz, en sus orígenes, de apasionar a medio mundo, necesario y heroico, es cierto, pero atorado entre desatinos propios y maldades ajenas de cara a solventar necesidades impostergables de su gente. No se trata de negar lo que de bueno alcanzara el proceso revolucionario, pero si hemos de ser objetivos en el análisis es preciso anclar nuestra mirada en el presente y atisbar desde su atalaya lo que pudiera ser el porvenir. Robert Dahl, politólogo norteamericano, señaló como elemento distintivo del gobierno democrático3 “su continua aptitud para responder ante las preferencias de los ciudadanos, sin establecer diferencias políticas entre ellos”.4 En sintonía con lo anterior, la estudiosa argentina María Alejandra Perícola definió al Estado –en obvia referencia al de naturaleza democrática– como “un sistema-conjunto de partes intercomunicadas de manera recíproca, mutua y permanente en relación recíproca, mutua y permanente con el ambiente social nacional, cuya función es recibir las demandas extra e intrasistémicas y transformarlas en respuestas eficaces –incluyendo la imposición coactiva de conductas– con vista a la obtención del equilibrio entre el sistema y el ambiente y dentro del sistema”.5 Ambos tienen razón y cabría citar otros textos de pensadores ubicados en distintos puntos del espectro político con similar connotación. La falta de respuestas, sean cuales fueren las causas, tiene un costo político elevado y en Cuba se manifiesta a través de la migración constante y, al parecer, indetenible de sus jóvenes. El país envejece, así lo reconocen nuestras autoridades, y un organismo envejecido se torna vulnerable. Sucede que gran parte de quienes votarán la nueva Constitución nacieron con posterioridad a 1985 y se muestran más interesados en partir a la búsqueda de sus propias respuestas que en arrimar el hombro para solucionar problemas colectivos, a diferencia de sus padres, cuya triste vejez no quieren replicar. Para explicar esa actitud evasiva no basta con echar las culpas a la economía, como hace la famosa frase que en un contexto totalmente distinto empleara Bill Clinton.6 Es y no es, porque se equivocan quienes afirman que el éxodo de hoy tiene naturaleza exclusivamente económica: si bien ese factor se torna determinante y la actual migración difiere mucho de la que tuvo lugar en los años sesenta del pasado siglo, no se pueden separar quirúrgicamente economía y política. Eso nos lo enseñó el marxismo.

Tal vez en la actitud que muchos de nuestros jóvenes asuman ante la votación podría influir lo que, en teoría, se conoce como déficit democrático, que no debe ser entendido como carencia de democracia, sino como el escaso interés manifestado por los ciudadanos hacia la cosa pública,7 escepticismo capaz de llevarlos a no ejercer sus derechos de participación o a hacerlo por mera inercia, sin devenir verdaderos actores del hecho político. Aun así, no parece razonable esperar que la juventud opte masivamente por una Constitución pensada, entre otros fines, para perpetuar una interpretación del socialismo monopartidista cuya concepción económica no provee las respuestas por ellos requeridas –asumido el problema económico como principal causa de su determinación migratoria–. Al respecto, valga además tener en cuenta que la Constitución proyectada, con la sutil modificación del actual artículo 5, veda toda posibilidad de surgimiento a una opción política diferente, incluso comunista o socialista, capaz de proponer una forma distinta y eventualmente más eficaz de gestionar la economía.8 Teniendo en cuenta que dicho precepto coloca al Partido Comunista en una posición subordinante para con los poderes constituidos, no es absurdo pensar que quienes se sientan insatisfechos con la gestión económica de las últimas décadas –en la cual dicha formación política ha sido protagonista– podrían no ser partidarios entusiastas de la nueva Constitución.

Creo, no obstante, que el proyecto será aprobado en las urnas, pero si el resultado favorable fuera abrumador, como suele ocurrir en nuestras votaciones, arrastrará en su contra el perjuicio/prejuicio de la duda –invirtiendo la lógica del enjuiciamiento penal–. La principal razón para que, a pesar de los argumentos expuestos, se alcance la mayoría necesaria en favor de la nueva Constitución está, a mi entender, en que carece nuestra sociedad de estructuras de base capaces de transmitir horizontalmente, o sea, entre entidades situadas en un mismo plano, jerárquicamente hablando, sean individuales o colectivas, un mensaje contrastante con el que desde la dirección política del país nos llega a través de los medios masivos de difusión con la abundancia y persistencia que el empeño demanda.9 No es un secreto que el acto de votar implica la concreción de una opinión política, por ende el resultado de la votación es el reflejo de la opinión pública, que no surge por generación espontánea sino como resultado de la interacción entre el individuo y los diferentes flujos de información circulantes en el sistema. Siendo único el flujo disponible en contenido y orientación, la probabilidad de que logre una influencia determinante en la conformación de la opinión por parte de sus destinatarios aumenta exponencialmente.10

Ahora bien, dejando a un lado estos barruntos nuestros, centremos la atención en el proceso conformador de la nueva Constitución. Aprobado, como ha sido el proyecto, por la Asamblea Nacional del Poder Popular en pleno, comenzó el transcurrir de su análisis en las estructuras básicas de la sociedad. Escuelas, fábricas y demás lugares de labor, centros científicos, asociaciones varias, entre otros, serán espacios donde los ciudadanos expresarán sus pareceres. Así visto parece un proceso profundamente democrático, válido para relegar la formación de una asamblea constituyente integrada por diversos sectores políticos. Temo que no todos los intercambios serán de igual valía, la profundidad en los análisis dependerá de cuán involucrados se sientan los partícipes y ello ha de variar en atención a las diferencias de capacidad, formación, posicionamiento social, etcétera, que como en cualquier parte existen entre nosotros. Solo espero que esos encuentros no se parezcan a lo que pude ver en las sesiones de la Asamblea Nacional, donde políticos profesionales bien preparados exponían sus argumentos ante una diputación cuyos integrantes, provenientes de diversos sectores sociales, no son expertos en política ni cuentan con asesoramiento capaz de ilustrarlos sobre aquellas cuestiones que llamasen su atención, quedando, pues, carentes de argumentos cuanto tras objetar algo sus planteamientos eran refutados por los expositores, o en todo caso por otros diputados funcionarialmente vinculados mediando incluso razones de técnica jurídico-constitucional ante las cuales la representación popular, desarmada, cedía.

No presencié la totalidad de las sesiones televisadas, deseo con ardor que solamente haya tenido mala suerte y las que me perdí fueran distintas, pero como para muestra basta un botón no puedo dejar de recordar aquella diputada que, al tratarse el tema del debido proceso11 y sus correspondientes garantías –algo que la Constitución de 1976 ni siquiera esbozó– planteó la necesidad de estipular que el derecho a la defensa comenzara desde el momento mismo de la detención del ciudadano, pues en la actualidad el cubano puede permanecer durante siete días a merced de la instrucción policial sin derecho a contactar con un defensor, como evidente rezago del procesamiento de tipo inquisitivo, raigalmente incompatible con la proclamación de la libertad como derecho fundamental. Para sorpresa mía y de cuantos han ejercido o ejercen como abogados penalistas, fue otro diputado, altamente calificado y que ejerce una responsabilidad a nivel nacional en materia jurídica, quien se opuso a lo que considero un elemental y justo reclamo, capaz de aportar una alta cota de credibilidad a nuestra democracia. La diputada, como cabría esperar, quedó sin argumentos; habremos de esperar, pues, por una eventual reforma de la Ley de Procedimiento Penal para garantizar a nuestros detenidos el trato merecido por cualquier ser humano. Eso sí, haber incorporado lo pretendido por ella a la Constitución ferenda forzaría una reforma procesal inmediata que ahora permanece en suspenso.

Otra cuestión que debe considerarse es que hasta donde sé esta amplia convocatoria popular no contempla una vía de retorno, es decir, que una vez formuladas las observaciones por el electorado, retomará su labor la comisión gestora del proyecto con total libertad para aceptarlas o no. Así sucedió antes con los Lineamientos del Sexto Congreso del Partido Comunista de Cuba, cuya implementación por la estructura partidista tras la consulta masiva determinó qué señalamientos merecían ser atendidos, sin que existiera medio legítimo para discrepar de las decisiones definitivas traducidas en políticas públicas. Claro que, en aquella ocasión, se trataba de un partico político –si bien único– que pedía pareceres a los cubanos, afiliados o no, de cara a confeccionar sus líneas futuras de acción, y si bien estas en definitiva serían asumidas como directrices por los poderes constituidos, no caben dudas de que el actual empeño es mucho más abarcador y por ende entraña dosis mayores de responsabilidad y compromiso. Respecto a la Constitución, tendremos un segundo momento, es cierto, pero será el de su votación en referéndum donde las opciones serán de todo o nada, como suele ocurrir en este tipo de convocatoria, sin la posibilidad de argumentar ni debatir respecto al texto propuesto como definitivo, algo que constituye el principal defecto señalado por los estudiosos del tema a tan importante mecanismo participativo.12 Por ende, para que un electorado disperso por la geografía nacional haga su valoración última sería recomendable al menos permitirle saber cuáles fueron las consideraciones formuladas por sus iguales, tanto favorables como contrarias.

Si bien es encomiable que se someta el proyecto al conocimiento del pueblo para recoger sus criterios, ello no constituye un debate en el sentido que debe adoptar el sustantivo, si de política se trata. Lo entiendo así, pues dicho método carece de la inmediación propia de una asamblea (constituyente) donde cada precepto sea sometido a discusión hasta lograr su aprobación mayoritaria. Para decirlo con mayor claridad: las objeciones que oponga la población en sus reuniones no serán vinculantes, las que surgen de una asamblea sí pueden tener ese carácter. Las reuniones en que participaremos serán meramente enunciativas, una asamblea ad hoc ejercería un verdadero poder de decisión. Dotarnos con una Constitución surgida de un enclave cuyos miembros son todos partidarios incondicionales de la línea política actual,13 con sus defectos y virtudes, no es la mejor manera de hacer patria, pues son precisamente los inconformes quienes están en mejor situación para identificar defectos que, obviados hoy, podrán acarrear consecuencias negativas mañana –como ya sucedió– y las constituciones se piensan ad futurum, no para tener que acudir a remiendos legislativos. Incluir a los que piensan distinto en la entidad destinada a elaborar el nuevo texto constitucional, lejos de dañar tributaría a lograr una democracia más sólida. ¿No afirma el proyecto constitucional en su primer artículo que Cuba es un Estado democrático, organizado con todos y para el bien de todos? Todos es palabra que no admite exclusiones, ¿o acaso me equivoco?

 

Notas

[1] José Martí, en memorable carta dirigida al general Máximo Gómez Báez, el día 20 de octubre de 1884, advierte con su genialidad característica sobre las consecuencias políticas que, para la relación líder-pueblo, pueden derivarse de la victoria militar sobre el despotismo

2 Solo esa plena identificación permite entender que el mismo pueblo que lo aplaudía de forma delirante, cuando afirmaba que ni él ni la revolución que lideraba eran comunistas, lo aclamara también cuando poco después se declaró decididamente marxista-leninista y se jugara en pleno por esa nueva concepción ideológica. Tal vez sea un caso único en la historia de compenetración líder-pueblo.

3 De acuerdo con el artículo 1 de la Constitución de 1976 y su similar del actual proyecto, Cuba es un Estado democrático, de ahí que nos parezca pertinente la alusión al funcionamiento de la democracia a través de distintos autores. Además, la garantía del disfrute de la justicia social y del bienestar individual y colectivo postulada por dicho artículo como finalidad del Estado socialista está en perfecta sintonía con las definiciones de ambos tratadistas. Otro tanto sucede con los numerosos derechos de naturaleza social y económica refrendados a lo largo de ambos textos. El artículo 1 del proyecto, por su parte, abunda más que su predecesor en la materia y añade al bienestar la prosperidad individual y colectiva.

4 R. Dhal: La poliarquía. Participación y oposición, Madrid, Editorial Tecnos, p. 13.

5 M. A. Perícola: “El objeto de estudio de la Teoría del Estado”, Academia. Revista sobre enseñanza del Derecho, México, UNAM, Núm. 22, 2013, pp. 249-271.

6 “Es la economía, estúpido”, frase que se convirtió en slogan no oficial de la campaña presidencial de Bill Clinton hacia las elecciones de 1992. Ante la alta popularidad de que gozara Bush padre, merced al fin favorable de la guerra fría y la fácil victoria en la guerra del golfo, el asesor de campaña de Clinton, James Carville propuso centrar el mensaje demócrata en temas domésticos, en especial las necesidades cotidianas de la ciudadanía. La frase original era The economy, stupid –la forma verbal se agregó después– y usando lenguaje actual diríamos que se tornó viral, pasando incluso a formar parte de la cultura política y popular estadounidense.

7 Si bien ello suele manifestarse, especialmente, en naciones carentes de cultura política no es tal el caso cubano, pues nuestra población tiene una preparación promedio nada desdeñable. Discrepo, pues, con el documento titulado Democracy Index 2017, elaborado por The Economist Intelligence Unit Limited, que en cuanto a cultura política nos equipara con estados como Haití, Rwanda y Guinea Ecuatorial –coeficiente 4.38 sobre 10– y nos coloca por debajo de prácticamente todo el continente africano, pese a que la precariedad de la educación allí existente nada tiene que ver con la realidad de nuestro país y sería ilusorio negar la relación entre preparación general y cultura política.

8 En su versión vigente, el artículo 5 se refiere al Partido Comunista de Cuba, martiano y marxista-leninista, como vanguardia organizada de la nación cubana, que es la fuerza dirigente superior de la sociedad y del Estado. Vemos que el papel preponderante otorgado a esa organización no excluye la existencia de otras, aunque la práctica no haya operado así. La nueva redacción, en cambio, intercala el adjetivo UNICO entre Cuba y martiano.

9 Según el sistema de “cascada” propuesto por Deutsch, en cualquier sociedad los principales flujos de información descienden verticalmente desde las élites políticas a través de los medios, pero existe también una forma de transmisión horizontal entre los ciudadanos –potenciada actualmente por las redes sociales y las nuevas tecnologías– capaz de generar incluso un feed back o flujo ascendente a través del cual las bases pueden influir sobre las élites y llevarlas a adoptar decisiones acordes con el interés general, ejemplo de ello fueron los movimientos contra la guerra de Viet Nam y por el reconocimiento de los derechos civiles en los Estados Unidos.

[1]0 Diferentes factores como capacidad de discernimiento, cultura política y nivel de compromiso influyen en la conformación de la opinión individual, cuya sumatoria será la llamada opinión pública. Los sujetos con mayores limitaciones en dichos aspectos asimilarán más fácilmente los mensajes tendentes a configurar su criterio en un sentido u otro. Tal vez sea ello lo que llevó a Walter Lippman a definir con escepticismo el interés público como “…aquello que los hombres escogerían si vieran claramente, pensaran racionalmente y actuaran desinteresadamente”. Teóricamente al menos, como resultado de cualquier votación mayoritaria debe adoptarse la opción más conveniente al interés público, aunque la realidad ha demostrado que ello no constituye necesariamente una regularidad.

 

[1]1 La Constitución de 1976 no reconoce el derecho al debido proceso, sus artículos 58, 59, 61, 122 y 124 son apenas esbozos de dicha institución, pero no alcanzan a delinearla en su sustantividad.

[1]2 El referéndum tiende a atomizar la participación ya que cada ciudadano opera como unidad política independiente, máxime si se trata de un modelo de partido único donde el caudal de información que reciba el votante será favorable, cuando no encomiástico, respecto al proyecto, en tanto coincide con los objetivos partidistas. Dicho acto participativo –si bien vinculante– suprime toda posibilidad de comunicación o intercambio entre los decisores (votantes) que pueda tributar a la generación de ideas tendentes a mejorar la propuesta o a identificar sus defectos. Una asamblea plural, en cambio, debe ser sede que acoja el debate a partir de la diversidad de posiciones políticas representadas por sus integrantes y la contradicción, sabemos, es fuente de desarrollo. La reiteración todo lo contrario.

13 La aceptación unánime del proyecto por parte de la Asamblea Nacional del Poder Popular, que implica obviamente una plena identificación con su artículo 5, nos lleva a descartarla como ese foro políticamente plural e inclusivo a que aspiramos.

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