De la circuncisión al bautismo II

Por: diácono Orlando Fernández Guerra

Durante el siglo i de nuestra era, el cristianismo creció rápidamente gracias a la conversión de los gentiles a esta nueva fe. A pesar de la hostilidad de los judíos y de los practicantes de la tradicional religión romana, en cualquier ciudad importante del Imperio había cristianos que se reunían semanalmente para celebrar la eucaristía. De la iglesia de Jerusalén les vino el primer problema interno, ya que estas comunidades insistían en que solo el pueblo judío era el heredero de las promesas divinas (Rom 9.6,14; 11.1). De modo que los gentiles solo podían participar de ellas incorporándose, mediante la circuncisión, al pueblo elegido. Su condición de creyentes en Cristo no les excusaba del cumplimiento de la Ley mosaica, porque Cristo no la había derogado sino exigido una mayor radicalidad (Mt 5.21-48). Por tanto, el bautismo no sustituía la circuncisión.
Los cristianos de Antioquía apelaron a los resultados de su misión entre los gentiles (Hch 15.7-12), para mostrar que Dios no hacía distinciones con los judíos pues suscitaba la fe mediante el anuncio del evangelio y con independencia de la condición étnica de los creyentes (Rom 10.14-17). Superando toda expectativa, habían experimentado la obra del Espíritu Santo (Hch 10.45). Las posiciones de estos grupos llegaron a enfrentar a Pedro, Pablo y Bernabé durante una visita de los de Santiago a Antioquía y la exigencia de estos de no comer en las mismas mesas de los gentiles (Gal 2.11-12). Se acordó tener una reunión en Jerusalén y allí expusieron a los demás apóstoles el trabajo misionero que se había realizado (Hch 15.1 y ss.).
Ante los argumentos esgrimidos por Pablo y Bernabé, fue aceptada la misión entre los gentiles sin imponerles la circuncisión ni ninguna otra carga, tan solo que “…se abstengan de la carne inmolada a los ídolos, de la sangre, de la carne de animales muertos sin desangrar y de las uniones ilegales” (Hch 15.28-29). La misión de Pablo a los gentiles y la de Pedro a los judíos quedaron al mismo nivel como dos ámbitos del mismo mandamiento del Señor (Gal 2.7-9; Mt 28.19-20). No obstante, se siguió exigiendo a los judíos de Antioquía el cumplimiento de los tradicionales preceptos de pureza ritual (Gal 2.14), de modo que se les obligaba a separarse de sus hermanos gentiles, con lo cual se dividía en dos la comunidad cristiana.
Ciertamente, los acuerdos de Jerusalén libraban a los gentiles de tales prácticas, pero nada dijeron sobre cómo debían proceder los creyentes judíos, ni resolvieron el asunto de la convivencia entre ellos. De manera que, si los judíos debían cumplir con lo que mandaba la Ley, esto los separaba automáticamente de sus hermanos gentiles, aunque quisieran conservar la unidad de la Iglesia. La disyuntiva llevaba implícita una obligación de circuncisión como única solución para evitar la fractura de la comunidad. La contradicción con los acuerdos de Jerusalén era tan evidente que Pablo llegó a decir: “Si por la Ley se obtuviera la justicia, Cristo habría muerto en vano” (Gal 2.21).
Para la teología judía los paganos vivían lejos de Dios y solo encontraban su justicia cuando eran agregados al pueblo de Israel mediante la circuncisión. En cambio, Pablo defendía que no debían soportar el peso de una Ley que no pudieran cumplir, pues solo con la fe en Cristo eran salvos (Col 2.12-13; Gal 6.13), tal como hizo Dios con Abrahán al hacerle la promesa de la tierra y la descendencia, debido a su fe y sin estar aún circuncidado (Gal 3.6-29; Rom 4.9-12). Otra cosa significaría abolir la cruz de Cristo que salva gratuitamente (Gal 5.11 y ss.). Si el rito físico se ha suprimido, no así la palabra que tiene todavía un significado espiritual. Los creyentes pueden exclamar: “Nosotros somos los circuncisos, nosotros que ofrecemos el culto según el Espíritu de Dios, sin poner nuestra confianza en la carne” (Flp 3.3).
En este sentido se cumplen los oráculos proféticos sobre la verdadera circuncisión, la oculta, la espiritual, la interior (Rom 2.28-29), esa no hecha por mano de hombre y que se identifica con el bautismo, por el que el creyente se asemeja a la circuncisión de Cristo. El bautismo, por la fe en la fuerza de Dios, sepulta al bautizado con Cristo, para resucitarle con Él a una humanidad nueva (Col 2.11 y ss.). Así para Pablo la circuncisión carnal ha perdido su sentido (1 Cor 7.19). Únicamente vale para los cristianos “la del corazón, en espíritu, no en letra” (Rom 2.28-29). “Ni la circuncisión ni la incircuncisión tienen valor, sino únicamente la fe que opera por la caridad” (Gal 5.6); lo que cuenta es “ser una nueva criatura” (Gal 6.15) y “observar los mandamientos de Dios” (1 Cor 7.19). La fe justifica a los circuncisos como a los incircuncisos, pues Dios es el Dios de todos (Rom 3.29). Y Cristo es todo en todos (Col 3.11). Ω

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