Domingo de Ramos

Por: padre José Miguel González Martín

Palabra de Hoy
Palabra de Hoy

28 de marzo de 2021

Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?

Cristo Jesús, siendo de condición divina… se despojó de sí mismo tomando la condición de esclavo… obediente hasta la muerte, y una muerte de cruz.

“Verdaderamente este hombre era Hijo de Dios”.

 

Lecturas

 

Primera Lectura

Lectura del Profeta Isaías 50, 4-7

El Señor Dios me ha dado una lengua de discípulo;

para saber decir al abatido una palabra de aliento.
Cada mañana me espabila el oído, para que escuche como los discípulos.
El Señor Dios me abrió el oído; yo no resistí ni me eché atrás.
Ofrecí la espalda a los que me golpeaban, las mejillas a los que mesaban mi barba;
no escondí el rostro ante ultrajes y salivazos.
El Señor Dios me ayuda, por eso no sentía los ultrajes;
por eso endurecí el rostro como pedernal, sabiendo que no quedaría defraudado.

 

Salmo

Sal. 21, 8-9. 17-18a. 19-20. 23-24

R/. Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?

Al verme, se burlan de mí, hacen visajes, menean la cabeza:
“Acudió al Señor, que lo ponga a salvo; que lo libre si tanto lo quiere”. R/.

Me acorrala una jauría de mastines, me cerca una banda de malhechores;
me taladran las manos y los pies, puedo contar mis huesos. R/.

Se reparten mi ropa, echan a suerte mi túnica.
Pero tú, Señor, no te quedes lejos; fuerza mía, ven corriendo a ayudarme. R/.

Contaré tu fama a mis hermanos, en medio de la asamblea te alabaré.
“Quienes temen al Señor, alábenlo; linaje de Jacob, glorifíquenlo;
témanlo, linaje de Israel”. R/.

 

Segunda Lectura

Lectura de la carta de San Pablo a los Filipenses 2, 6-11

Cristo Jesús, siendo de condición divina, no retuvo ávidamente el ser igual a Dios; al contrario, se despojó de sí mismo tomando la condición de esclavo, hecho semejante a los hombres.
Y así, reconocido como hombre por su presencia, se humilló a sí mismo,
hecho obediente hasta la muerte, y una muerte de cruz.
Por eso Dios lo exaltó sobre todo y le concedió el Nombre-sobre-todo-nombre; de modo que al nombre de Jesús toda rodilla se doble en el cielo, en la tierra, en el abismo, y toda lengua proclame: Jesucristo es Señor, para gloria de Dios Padre.

 

Evangelio

Pasión de Nuestro Señor Jesucristo según San Marcos 14, 1–15, 47

Apenas se hizo de día, los sumos sacerdotes con los ancianos, los escribas y el Sanedrín en pleno, hicieron una reunión. Llevaron atado a Jesús y lo entregaron a Pilato.
Pilato le preguntó:
S. “¿Eres tú el rey de los judíos?”.
C. Él respondió:
+ “Tú lo dices”.
C. Y los sumos sacerdotes lo acusaban de muchas cosas. Pilato le preguntó de nuevo:
S. “¿No contestas nada? Mira de cuántas cosas te acusan”.
C. Jesús no contestó más; de modo que Pilato estaba extrañado. Por la fiesta solía soltarles un preso, el que le pidieran.
Estaba en la cárcel un tal Barrabás, con los rebeldes que habían cometido un homicidio en la revuelta. La muchedumbre que se había reunido comenzó a pedirle lo que era costumbre.
Pilato les preguntó:
S. “¿Quieren que suelte al rey de los judíos?”.
C. Pues sabía que los sumos sacerdotes se lo habían entregado por envidia.
Pero los sumos sacerdotes soliviantaron a la gente para que pidieran la libertad de Barrabás.
Pilato tomó de nuevo la palabra y les preguntó:
S. “¿Qué hago con el que llaman rey de los judíos?”.
C. Ellos gritaron de nuevo:
S. “Crucifícalo”.
C. Pilato les dijo:
S. “Pues ¿qué mal ha hecho?”.
C. Ellos gritaron más fuerte:
S. “Crucifícalo”.
C. Y Pilato, queriendo complacer a la gente, les soltó a Barrabás; y a Jesús, después de azotarlo, lo entregó para que lo crucificaran.
C. Los soldados se lo llevaron al interior del palacio —al pretorio— y convocaron a toda la compañía. Lo visten de púrpura, le ponen una corona de espinas, que habían trenzado, y comenzaron a hacerle el saludo:
S. “¡Salve, rey de los judíos!”.
C. Le golpearon la cabeza con una caña, le escupieron; y, doblando las rodillas, se postraban ante él.
Terminada la burla, le quitaron la púrpura y le pusieron su ropa. Y lo sacan para crucificarlo.
C. Pasaba uno que volvía del campo, Simón de Cirene, el padre de Alejandro y de Rufo; y lo obligan a llevar la cruz.
Y conducen a Jesús al Gólgota (que quiere decir lugar de “la Calavera”),
y le ofrecían vino con mirra; pero él no lo aceptó. Lo crucifican y se reparten sus ropas, echándolas a suerte, para ver lo que se llevaba cada uno.
Era la hora tercia cuando lo crucificaron. En el letrero de la acusación estaba escrito: “El rey de los judíos”. Crucificaron con él a dos bandidos, uno a su derecha y otro a su izquierda.
Los que pasaban lo injuriaban, meneando la cabeza y diciendo:
S. “Tú que destruyes el templo y lo reconstruyes en tres días, sálvate a ti mismo bajando de la cruz”.
C. De igual modo, también los sumos sacerdotes comentaban entre ellos, burlándose:
S. “A otros ha salvado y a sí mismo no se puede salvar. Que el Mesías, el rey de Israel, baje ahora de la cruz, para que lo veamos y creamos”.
C. También los otros crucificados lo insultaban.
Al llegar la hora sexta toda la región quedó en tinieblas hasta la hora nona. Y a la hora nona, Jesús clamó con voz potente:
+ “Eloí Eloí, lemá sabaqtaní?”.
C. (Que significa:
+ “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?”).
C. Algunos de los presentes, al oírlo, decían:
S. “Mira, llama a Elías”.
C. Y uno echó a correr y, empapando una esponja en vinagre, la sujetó a una caña, y le daba de beber diciendo:
S. “Dejen, a ver si viene Elías a bajarlo”.
C. Y Jesús, dando un fuerte grito, expiró.

El velo del templo se rasgó en dos, de arriba abajo.
El centurión, que estaba enfrente, al ver cómo había expirado, dijo:
S. “Verdaderamente este hombre era Hijo de Dios”.

 

Comentario

 

Con la celebración del Domingo de Ramos o Domingo de Pasión entramos en la Semana Santa, días santos en los que celebraremos la Pasión, Muerte y Resurrección del Señor, su Pascua, acontecimiento fundante de nuestra fe en Cristo muerto y resucitado por nosotros y para nuestra salvación. Para todos los cristianos son días de silencio y oración, de contemplación del misterio de amor extremo del Padre por cada uno de nosotros, manifestado en la ofrenda libre y voluntaria de la propia vida por parte de Cristo. Mirar a Cristo, escuchar a Cristo, acompañar a Cristo, dejarnos interpelar por Cristo, identificarnos con Cristo… son pautas que nos pueden ayudar a vivir más intensamente la Pascua del Señor.

Sabemos bien que la entrada de Jesús en Jerusalén, triunfante y a la vez humilde, montado en un borriquillo, con cánticos de alegría rodeado de gente sencilla y pobre, dará paso en pocos días a una situación diametralmente opuesta con el rechazo de la multitud y su condena a muerte; y muerte de cruz, la muerte más ignominiosa y horrible de aquellos tiempos. Muerte que será vencida y superada con la resurrección en la mañana de Pascua. El grito alegre del “hosanna al Hijo de David” será sustituido por el vituperio injurioso del “crucifícalo”, lleno de odio y venganza, para convertirse poco después en el radiante grito del “aleluya” pascual, manifestación de júbilo de quienes lo vieron resucitado. Tres expresiones que resumen tres momentos consecutivos y, quizás también, tres actitudes distintas y distantes en la comprensión y aproximación a Jesús de aquel tiempo y de nuestro presente.

Jesús era consciente de su naturaleza y de su misión, esto es, de quién era Él y para qué había venido al mundo. Sabía que era el Hijo de Dios a quien el Padre amaba entrañablemente y entregaba al mundo para que el mundo se salvase por Él. Su misión en todo momento se concentró en cumplir la voluntad del Padre apoyado en la fuerza del Espíritu. Aun así, tuvo que aprender sufriendo a obedecer y a aceptar el designio divino de su ofrenda sacrificial. Se presentó como el Mesías esperado, pero no en el modo en que lo esperaban. Los cánticos del Siervo de Yahvé, que encontramos en el libro del profeta Isaías, y que la liturgia nos ofrece estos días, retratan su identidad mesiánica… siervo sufriente, rechazado, burlado, sacrificado, insultado, silenciado, victimado… con quien podemos identificarnos tantos y tantas veces. Ciertamente no fue Jesús el Mesías triunfante y desbordante, liberador del yugo de los romanos, que los judíos deseaban y esperaban. Su misión salvadora iba a ser mucho más profunda, abarcadora y universal. Particularmente significativa es, en este sentido, la lectura del cuarto cántico que nos ofrece la liturgia del Viernes Santo, retrato vivo de Cristo en su pasión y muerte. Contemplémoslo en silencio, como si estuviéramos ocultos en la penumbra de aquellas escenas, sin perderlo de vista, atentos a cada palabra y movimiento. Con su pasión y muerte, Cristo nos ofreció y sigue ofreciendo la lección humana más auténtica y valiosa sobre cómo hemos de vivir la vida de cada día como ofrenda agradable a Dios. Nadie en la historia de la humanidad ha hablado tan claro y tan profundo en carne propia sobre la esencia del ser humano desde la ofrenda de sí mismo.

Pero tal ofrenda no fue ni es nada fácil, sino todo lo contrario. Podríamos llegar a pensar que Cristo sintió angustia y vacío interior ante el abandono del Padre. El salmo 21, pronunciado por el mismo Jesús desde la cruz antes de morir, parece sugerirlo. Sin embargo, no parece que Cristo muriera desesperado sino todo lo contrario, confiando en el Padre como siempre lo había hecho. El salmo 21 concluye con unos versos en los que el salmista expresa su absoluta confianza en Dios. Era el salmo que cualquier judío piadoso pronunciaba en momento difíciles, especialmente antes de morir. Pero Jesús sí sintió la angustia y el dolor del sufrimiento, y quizás también la distancia de Dios, aunque no su abandono, el abismo entre la finitud humana y la infinitud de Dios, entre lo temporal y lo eterno, entre la nada y el todo, entre el fracaso total y la fecundidad escondida que sólo en Dios y desde Dios germina.

Cuando nosotros nos tomemos en serio el Evangelio y nuestra identificación con Cristo también llegaremos a sentir el vértigo y la angustia que el mismo Cristo sintió ante la Cruz, antes o después, en un modo u otro. Forma parte de la siembra para que la semilla del Reino germine y dé fruto. Es signo evidente del fracaso aparente y de nuestra incapacidad para comprender los planes de Dios. Sólo confiando y esperando en Él, nunca nos sentiremos defraudados. Porque Él camina en nuestros pies llagados, sufre en nuestros corazones destrozados, llora con nuestras lágrimas y sangra por nuestras heridas.

Él es el Hijo de Dios crucificado ante quien el centurión romano, o cualquier hombre o mujer de corazón limpio y buena voluntad, se siente interpelado. Él sigue vivo y presente en cada ser humano violentado, aplastado, atropellado, privado de libertad. Su Cruz es la cruz de tantos y tantas que no le conocen pero que le representan con sus vidas rotas, fracasadas, inmoladas, olvidadas. Es el mismo Cristo del Calvario que sigue necesitando Cireneos dispuestos a compartir su sufrimiento y dolor. Es el mismo Cristo que en el pobre, en el enfermo, en el emigrante, en el desheredado, en el privado de libertad, en todo aquel marcado por su Cruz, espera una mano amiga y un hombro cercano dispuesto a compartir el peso y la fatiga.

Sintámonos dichosos cuando sus marcas nos marquen, cuando sus llagas nos hieran, cuando su rostro nos identifique; seamos valientes cuando se nos ofrezca la oportunidad de compartir su Cruz en los hermanos y hermanas que sufren en cualquier modo o lugar.

 

Oración

 

Así: te necesito de carne y hueso.

Te atisba el alma en el ciclón de estrellas, tumulto y sinfonía de los cielos;
y, a zaga del arcano de la vida, perfora el caos y sojuzga el tiempo,
y da contigo, Padre de las causas, Motor primero.
Más el frío conturba en los abismos, y en los días de Dios amaga el vértigo.
¡Y un fuego vivo necesita el alma y un asidero!
Hombre quisiste hacerme, no desnuda inmaterialidad de pensamiento.
Soy una encarnación diminutiva; el arte, resplandor que toma cuerpo:
la palabra es la carne de la idea: ¡Encarnación es todo el universo!
¡Y el que puso esta ley en nuestra nada hizo carne su verbo!
Así: tangible, humano, fraterno.
Ungir tus pies, que buscan mi camino, sentir tus manos en mis ojos ciegos,
hundirme, como Juan, en tu regazo, y, -Judas sin traición- darte mi beso.
Carne soy, y de carne te quiero.

¡Caridad que viniste a mi indigencia, qué bien sabes hablar en mi dialecto!
Así, sufriente, corporal, amigo, ¡Cómo te entiendo!
¡Dulce locura de misericordia: los dos de carne y hueso!

 

Tú me mueves, Señor.

 

No me mueve, mi Dios, para quererte

el cielo que me tienes prometido;

ni me mueve el infierno tan temido

para dejar por eso de ofenderte.

 

Tú me mueves, Señor; muéveme el verte

clavado en esa cruz y escarnecido;

muéveme el ver tu cuerpo tan herido;

muéveme tus afrentas y tu muerte.

 

Muéveme, al fin, tu amor, y en tal manera,

que, aunque no hubiera cielo, yo te amara,

y, aunque no hubiera infierno, te temiera.

 

No me tienes que dar porque te quiere,

pues, aunque lo que espero no esperara,

lo mismo que te quiero te quisiera.

Amén.

 

(Himnos de la liturgia de las horas)

 

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