El camino de la Virgen

Por: Pedro Luis Landestoy (pllandestoy@gmail.com)

El verano de 2012 fue para mí un momento de grandes cambios. Terminaba la etapa de estudiante y comenzaba mi vida profesional. Toda la dinámica, las costumbres, las prioridades, los horarios que hasta entonces habían marcado mi ritmo existencial se transformaban radicalmente y se abría un futuro de muchos sueños, pero también de incertidumbres.

Algo más hacía del 2012 un año especial: Cuba estaba de jubileo. Se cumplían 400 años del hallazgo por los “tres Juanes” de la imagen de María de la Caridad flotando en las aguas de Nipe; una virgen pequeña que acoge, sin embargo, a toda una nación desbordada incluso de sus fronteras físicas y siglos de historia trascurridos “al pie de sus altares”.

Grandes momentos había dejado ya esa celebración en mi memoria, transcurridos mientras concluía los exámenes finales de quinto año y preparaba la tesis de grado. El primero, recibir a “La Mambisa” —esa imagen de la iglesia santiaguera de Santo Tomás ante la cual fue bautizado Maceo y que peregrinó en 1952 y en 2011 por todos los pueblos, ciudades y bateyes de esta tierra nuestra— en mi entrañable parroquia del Cerro, cuyos muros no aguantaron con el mar de pueblo que acudía a rezar y venerar al sagrado icono en el que confluyen fe y patria, y en la escalinata de la Universidad de La Habana, cuando el estudiantado y los profesores de la Alma Mater Havanensis le tributaron honores a la madre de los cubanos. Luego, en marzo, la visita del Santo Padre Benedicto XVI, quien quiso ser también peregrino de la Caridad y regalarle a la Virgen del Cobre la “Rosa de Oro”.

Sin embargo, el suceso espiritual más trascendente que he vivido ocurrió en el mes de agosto de ese Año Mariano. Un grupo de jóvenes habaneros quisimos hacer el “Camino de la Virgen”, una ruta de peregrinación que parte de Playa Morales, donde pisó tierra cubana por primera vez la imagen bendita, y que termina en el Santuario Nacional del Cobre, lugar de su morada. Fueron 175 kilómetros con cinco paradas que, en cuatro días de oración, silencio y cantos, prepararon mi alma para comenzar un nuevo camino.

Salimos hacia el oriente cubano el 8 de agosto, coincidiendo con la fiesta de Santo Domingo de Guzmán, y llegamos al amanecer del 9 bajo la mirada de Edith Stein. Tras un recibimiento en el obispado de Holguín por monseñor Emilio y un almuerzo en la parroquia de Mayarí, nos pusimos rumbo a Nipe, precedidos por un copioso aguacero que refrescó el calor estival de esas tierras, pero enlodó el camino de cinco kilómetros que dista desde los márgenes de la bahía más grande de Cuba hasta la carretera asfaltada. La ida en camión, el regreso a pie.

El cayo de la Virgen fue el lugar donde los hermanos indios Juan y Rodrigo de Hoyos y el negrito Juan Moreno se embarcaron hacia las salinas para recolectar tres tercios de sal, o sea, donde comenzó la historia de la identidad, primero criolla y luego cubana. Desde su orilla se divisa el actual cayo del Obispo, llamado Francés en el siglo xvii, donde pernoctaron los tres jóvenes para refugiarse de la tormenta según el testimonio de Moreno. Llama la atención en el lugar la abundante población de mangle y, sobre todo, la inmensa cantidad de conchas de caracoles que casi alfombra la totalidad del suelo, de una diversidad de formas y colores como un mosaico natural que engalana el sitio. En un promontorio de hormigón se alza una cruz de madera en cuyo transepto está a bajorrelieve tallada la imagen tradicional de la Caridad con la barca a sus pies. Las aguas de la bahía eran de un gris azulado, como el cielo plomizo. Anochecía. Entonces comenzó nuestro viaje. Ahí rezamos todos el Ave María, oramos también en silencio, contemplamos la escena del hallazgo, escuchamos el testimonio del anciano Juan Moreno narrando ese día de 1612. El lugar es hermoso a la vista, pero es más sobrecogedor al espíritu.

El primer tramo debía conducirnos a Cueto, a veinticinco kilómetros de ese punto de arranque, donde pasaríamos el resto de la noche y toda la mañana. Decidimos, dada la canícula del mediodía oriental, caminar siempre desde el ocaso y durante la madrugada. El primer cuarto del camino había que hacerlo por terreno no asfaltado y anegado por el aguacero vespertino. Debíamos andar a prisa porque pretendíamos que la oscuridad nos alcanzara ya en la carretera. Caminar juntos cantando y rezando nos aliviaba el cansancio y, además, al ser la primera de las jornadas, todos rebosábamos de gozo y esperanza.

Nuestros rosarios fueron el bordón de este grupo de peregrinos, lo rezábamos juntos hasta tres veces durante cada tramo. Algunos, otras más en silencio. En ocasiones, ni siquiera las fuerzas nos daban para repetir las oraciones, pero nuestros dedos pasaban las cuentas o simplemente las sosteníamos con fuerza, porque era esa fuerza la que nos permitía seguir adelante.

Las comunidades de los pueblos donde llegábamos proporcionaban alimento y descanso, pero sobre todo el cariño y la acogida. En Cueto, muchos laicos alojaron en sus casas a algunos de nosotros, otros dormimos en la parroquia atendidos con la comunidad de religiosas y por el párroco. Celebramos misa antes de partir al segundo día de camino. Era la fiesta de San Lorenzo, el diácono que entendió cuál era la verdadera riqueza de la Iglesia, esa misma que se nos mostraba en plenitud en aquellos días: gente pobre, carente de todo lo material, pero capaz de compartir con alegría y autenticidad lo poco que tenía.

El segundo tramo distaba 22 kilómetros desde Cueto hasta Alto Cedro, pero en medio era imprescindible un pequeño desvío hacia el que —en rigor— debería ser el primer sitio de posta: Barajagua. El otrora hato fue donde tuvo la Virgen de la Caridad su primera capilla, los tres muchachos llevaron allí la bendita imagen. Hoy, es un poblado de poco más de tres mil habitantes en cuya iglesia (sucesora de aquella ermita que fue la primera morada de la Virgen), preside la imagen más grande de la Madre de los cubanos. Gran regocijo sentimos todos ante aquel templo desde ahí, tras un momento de alabanza y oración, retomamos el camino.

Alto Cedro fue el lugar donde descansamos de esa segunda etapa. En ese pueblo, tan conocido por la canción de Compay, no hay templo católico, pero sí iglesia, pues los fieles conforman una hermosa comunidad que nos cobijó e insertó. En sus casas, todas de madera con techos de guano o tejas de fibrocemento, dormimos y comimos; y en una de ellas tan pequeña como la Porciúncula de Asís celebramos la misa a Santa Clara (pues era 11 de agosto) antes de partir hacia el tramo más largo y el que más esfuerzo demandó.

El peregrinaje está diseñado para que haya un tercer descanso en el pueblo de Mella, nombre actual del antiguo central Miranda, en la provincia Santiago de Cuba, pero a diferencia de la localidad anterior, aquí sí había templo, pero no iglesia, al menos en ese 2012 en el que caminábamos tras las huellas de la madre. Es por eso que todos decidimos recorrer el sendero desde Alto Cedro hasta Palma Soriano de una vez, lo que significó 40 kilómetros y más de diez horas de trayecto. Comenzamos a andar a las seis de la tarde y llegamos sobre las 4:30 de la mañana. Fuerte fue el reto, mas ayudaba el paisaje hermoso, el grupo de amigos en que nos habíamos convertido y, sobre todo, el ideal que nos inspiraba: la Virgen caminaba con nosotros y en ella y en su Hijo encontrábamos las fuerzas físicas y espirituales para seguir. El lema de nuestro grupo era: “No hay Gloria sin Cruz”. Lo entendimos bien al llegar y quitarnos los zapatos. Las ampollas no faltaron, sin embargo, la alegría fue inmensa.

Era domingo y ya solo distaban 28 kilómetros para el añorado encuentro con la Virgen en su Santuario del Cobre. La eucaristía siempre precediendo nuestra partida, alimento indispensable para cada tramo del viaje. Este dolió más pues teníamos los pies en carne viva por el último trayecto, pero recordaré siempre cuando, aun faltando mucho camino, avistamos iluminada la torre del Cobre, entonces nos abrazamos y comenzamos a cantar aquel Salmo 121: “¡Qué alegría cuando me dijeron: ‘Vamos a la casa del Señor’! Ya están pisando nuestros pies tus umbrales, Jerusalén”. Llegamos a su puerta entrada la madrugada, felices, habíamos peregrinado por aquel camino que forjó la identidad cubana, aquel que —como el de Nazaret a Ain Karim— recorrió María para visitar al pueblo que esperaba y vio una luz grande.

Caminar con y hacia la Caridad fue la experiencia más grande en mi vida de fe. Como cubano y católico siempre agradeceré al Padre y a la Iglesia de Cuba ese acontecimiento fundamental de aquel verano de 2012.

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