El problema

Por: Francisco Almagro Domínguez

Francisco Almagro Domínguez
Francisco Almagro Domínguez

Los golpes de la adversidad son muy amargos,
pero nunca son estériles.
Renán

 

I
Mi querida profesora Rosa Gaínza, fallecida fuera de la Patria que tanto amó, había desarrollado hacia la mitad de los setenta una técnica de terapia de grupo muy particular. Según su concepción de las neurosis, ansiosas o depresivas, el individuo que caía en una crisis de este tipo, además de cierta predisposición del sistema nervioso, estaba atrapado en una nebulosa llamada conflicto.
El conflicto, explicaba la doctora Gaínza, se originaba a partir de la incapacidad para satisfacer una necesidad vital. Pero esa insatisfacción no se debía a la ausencia de recursos o posibilidades materiales, sino a una contrariedad interior de la que no era consciente el individuo ni sabía, por sí mismo, como superarla. Necesidades vitales humanas eran, para ella, además de la alimentación, el descanso y las relaciones afectivas y sexuales, el trabajo y el esparcimiento o diversión.
Siguiendo su original teoría, todas las personas nos movemos entre conflictos cual campo minado. Salir ileso de tan peligrosa aventura se debe a la capacidad de cada uno para llevar esos conflictos a categoría de problemas, y una vez allí darle solución o disolución a los mismos. Mientras el conflicto es algo oscuro e indescifrable, el problema es concreto y visible. El conflicto enferma, paraliza. El problema agobia, obstina, pero es inevitable una salida por acción activa o pasiva –no hacer nada puede ser una manera de hacer algo.
Pongamos un ejemplo: Un individuo no puede dormir bien. Es una necesidad vital insatisfecha. Al preguntarle sobre las condiciones para dormir dice tener un buen cuarto, cama cómoda y aire acondicionado. Al poner la cabeza en la almohada, le dan las tantas y no logra conciliar el sueño. No sabe por qué. Tiene todas las condiciones para un buen dormir y no lo logra. Está en el nivel de conflicto. Pero si le quitaran la corriente eléctrica y tuviera calor, o que compartir su cuarto o cama con otras personas, entonces estaría ante un problema concreto que resolver o disolver: acostarse en el portal de la casa o en el Muro del Malecón hasta que viniera la luz eléctrica, o conseguirse un pim-pam-pum para dormir y dejarle la cama a los demás.
Llevar el conflicto a problema y darle una solución –o una disolución– es, según la querida profesora, lo más difícil, pues los seres humanos casi siempre optamos porque lo bonito sea bueno y de paso, nos salga barato.
II
Del conflicto lo desconocemos casi todo. Y pudiera decirse, casi con absoluta seguridad, que la cara visible o carta de presentación, como el famoso témpano de hielo, no es ni un octavo de lo sumergido en el agua. El conflicto es sinónimo de incertidumbre. La doctora Gaínza hablaba de una pelea de boxeo donde sólo se alumbra a uno de los contrincantes; vemos la lucha y hasta los efectos de los golpes, pero desconocemos el adversario.
Un estudiante minutos antes de un examen está en conflicto. Sus reacciones –transpiración, ganas de orinar, dolor de cabeza– atestiguan la zozobra. En cuanto le ponen nen delante la hoja con las preguntas, pasa a la categoría de problema: suspende o aprueba. Un joven quiere declararse a una muchachita –desconozco si eso todavía se usa– y antes de decirle una palabra, su corazón late apresurado, y le olvida hasta el nombre: conflicto. Una vez frente a ella, está en un problema: habla de su amor o lo calla para siempre. Un hombre maduro siente un fuerte dolor en el pecho y mientras lo trasladan al hospital está muy nervioso, intranquilo; su pensamiento le dice que puede ser o no ser grave: conflicto. En el hospital, tras realizarle el electrocardiograma donde se comprueba que sí tiene un infarto, el individuo se tranquiliza inexplicablemente. Tiene ante sí un problema concreto: la muerte o la vida. Aunque no todo depende de él, por lo menos debe poner la parte que le toca, que es estar calmado.
De todos los conflictos, tal vez sean los que encaran al hombre con sus valores éticos o morales los más serios. Dentro de ellos, no los que contraponen el bien al mal –problemas concretos–, sino allí donde a un supuesto bien se le opone otro bien.
Regresemos a los ejemplos anteriores. El estudiante puede llevar su conflicto al nivel de problema copiando de otro alumno, traerse un chivo o lo que, por desgracia, está proliferando hoy día: comprar el examen. La justificación del estudiante pudiera ser válida: si desaprueba el examen no podrá graduarse para ayudar a su madre, quién ha lavado y planchado para pagar sus estudios. Del mismo modo, el joven enamorado pudiera resolver el conflicto –amoroso, es decir, espiritual– elevándolo a la categoría de problema material: comprar con regalos el favor de la muchacha. Nada de palabras. Una invitación a un hotel o un campismo, y una vez allí, forzar las cosas. A fin de cuentas, fue ella quien aceptó y sabía a lo que se arriesgaba. Para el hombre del infarto, los médicos ya se han encargado de clarificar su conflicto: a partir de ahora, hay que relajarse y cooperar.
III
Nunca los sin-flictivos, aquellos que no tienen contrariedad con nadie ni con nada, llegan a parte importante alguna. Y es que los conflictos, ineludibles, no son malos en esencia. Es más, un buen conflicto es siempre la antesala de una posible solución.
Sin embargo, no es fácil convertir conflictos en problemas. Aunque los conflictos paralizan, deprimen, las soluciones o disoluciones suelen ser dolorosas y caras, y los individuos y los pueblos posponen lo que ellos saben que tarde o temprano tendrá que suceder para que se arreglen las cosas. También es cierto que la vida muestra cierta circularidad en espiral: vamos de un conflicto a su solución una vez que problema, y la misma solución generará otro conflicto. La línea horizontal se aleja en la medida que caminamos hacia ella. Es, ni más ni menos, el camino que hacemos en este mundo: conflicto-problema-solución-nuevo conflicto. Podemos quedarnos contemplando la línea en el horizonte sin caminar. A veces es más cómodo. Cuesta poco. Pero nunca sabremos que hay más allá de la delgada línea yacente; una línea que, por lo menos, sirve para caminar.
De cómo los estrategas y los políticos fabrican las guerras podemos tener excelentes ejemplos sobre llevar conflictos a problemas para dar soluciones finales a ciertos asuntos. Es un modelo manoseado, pero desgraciadamente muy actual como para obviarle: la guerra y ocupación de Irak. El conflicto entre Sadam Hussein y el actual gobierno de los Estados Unidos no empezó con las armas de exterminio masivo. Sus orígenes, como el de cualquier conflicto, se remontan al pasado lejano, tal vez en los días del padre del actual presidente. Por algún motivo que también, como en todo conflicto, es sombrío, las relaciones entre ambos gobiernos comenzaron a hacer agua después de haber navegado juntos un buen trecho. La invasión de Irak a Kuwait a principios de la década del noventa del pasado siglo llevó el conflicto a problema: había que liberar a Kuwait.
Ahora, a pesar del largo historial de crímenes de Hussein –se le achacan millones de muertes de los suyos– todo estaba en el ámbito de conflicto hasta que… ¡aparecieron las armas de exterminio masivo –en la mente de los ciudadanos norteamericanos. El conflicto se hizo problema: Hussein y sus armas eran un peligro para la Humanidad. Había que actuar. Había que resolver un problema. Como cada solución engendra un conflicto de manera dialéctica, después de la guerra hay otro conflicto: las facciones nacionalistas e integristas que luchaban contra Hussein –muchas conocidas terroristas de siempre– lo hacen ahora contra el ejército invasor. Si los ocupantes dejan Iraq en ese deplorable estado, habrán perdido; pero si se quedan y no logran estabilizar el país con sus propios ciudadanos, habrán perdido también. Moraleja: no todo es llevar el conflicto a problema para darle una solución. Hay cierto costo ético que está por encima de resolver o disolver las cosas.
IV
La mayoría de los cubanos tenemos… ¿conflictos o problemas? Es un criterio muy personal, y, por tanto, discutible, pero la mayoría de los cubanos tenemos más problemas que conflictos, y no, precisamente, porque lo veamos todo muy claro. Tal vez hayan, al menos, un par de condiciones para ello.
En primer lugar, la subsistencia diaria impide detenerse a contemplar el horizonte, a filosofar cómo debe o pudiera ser esto o aquello. Cualquier dificultad, sea con la alimentación, el dormir, la pareja, el trabajo o la diversión, debe ser resuelto lo antes posible. La palabra resolver se nos ha vuelto voz de primer orden: aquí lo que hay que hacer es acabar de resolver.
Hay que decirlo con toda franqueza: el cubano medio acaba de almorzar y en la sobremesa está pensando cómo resolver la comida de la tarde. Ya no pregunta cuánto se gana en determinado trabajo sino qué se resuelve allí. De una persona interesante no se pregunta su nombre o cuales son sus gustos sino qué y cómo resuelve –interprétese, recibir remesas, trabajar en una firma o alquilar su casa. Acudimos a una playa, una fiesta o un centro cultural si se puede resolver un pomo –léase, anestesiar la conciencia.
Estas urgencias en la mecánica del vivir, si bien no aumentan en apariencia las cifras de trastornos mentales menores, sí se reflejan en una indolencia moral que gana terreno día a día. El agobio de resolver o disolver problemas tan sencillos como arreglar una pila de agua, una filtración del techo o un paquetico de café para el desayuno va desgastando a la persona humana, su capacidad de pensar, de colocarse más allá de las fronteras. Va apareciendo lo que Hannah Arendt –notable ensayista y pensadora judía del siglo xx– llamaba la banalidad del mal: se hace el daño sin reparar en el prójimo, sin saber por qué, y a veces con intención, como si en el otro fuera el responsable de todas nuestras desgracias. Y viene entonces la segunda consecuencia del poco ejercicio ético por ausencia de conflictos en la conciencia: el todo vale, el no hay más ná, el no coger lucha, el aquí lo que hay que hacer es no morirse –acostumbrada frase de resignación en el barracón de esclavos, según Moreno.
Esto es grave. Cuando resolver a toda costa suplanta la pugna interior entre el bien y el mal, y aún entre el bien y el bien, no se sabe de lo que puede ser capaz un individuo. El sedentarismo ético es inmune a toda acción positiva. Puede el Estado gastarse, como lo está haciendo, millones de pesos en arreglar un policlínico que, una semana después de la inauguración, todos los tragantes estarán tupidos o tapados, las puertas no abrirán o lo harán al revés, y no habrá tomacorrientes en el laboratorio.
No hay Estado que pueda resolver todos los problemas de sus ciudadanos. Eso no existe, probablemente no existirá nunca, al menos en la dimensión que queremos o imaginamos. Y tampoco sería aconsejable. El ocio de problemas, el sedentarismo problémico –sobrenadar en conflictos existenciales– es la otra cara de la moneda: altas tasas de suicidio y consumo de drogas en países muy desarrollados.
En la famosa democracia griega, los únicos que podían sentarse a filosofar, a plantearse conflictos, eran los individuos cuyas necesidades vitales estaban satisfechas. Detrás de las geniales ideas de Demócrito, Parménides, Platón y Aristóteles había miles de esclavos que no sabían leer, y eran quienes les servían la mesa, preparaban sus baños o complacían sus inclinaciones sexuales.
En nuestro caso, habrá que invertir la ecuación: tratar de resolver, de verdad, ciertas necesidades esenciales de las personas. O si se prefiere, dejar un margen suficiente para que sean ellas mismas quienes vayan dándole solución a algunas. Sólo entonces se empieza a pensar en lo que está bien o está mal, en lo que está bien y lo que estaría, todavía, mejor.

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