Mientras pienso en el río de Pessoa

Ilustrador: Karoll W. Pérez.
Ilustrador: Karoll W. Pérez.

Para mi padre, El Americano, Manín,
Fosforito, Ernesto Trucutú,
Roberto Vargas, Alfredo Fumero
y tantos otros que amaron el pequeño estadio.

Juran unos versos memorables del poeta portugués Fernando Pessoa: “El Tajo es más bello que el río que corre por mi pueblo. / Pero el Tajo no es más bello que el río que corre por mi pueblo / porque el Tajo no es el río que corre por mi pueblo”. Cada quien, a falta de un río grande, parece tener uno pequeño, al que se le puede querer tanto o más que a cualquier otro río del mundo, por muy caudaloso y célebre que sea.
Yo no tengo precisamente un río para querer hasta el delirio. Tengo un estadio de béisbol. Bueno, que digo un estadio, un terrenito de béisbol al pie de unos almendros, el de un pueblecito llamado Ceiba del Agua. Más bien, tenía, porque ahora es un terrenito muerto, por desgracia. Un terrenito que poco a poco se fue desdibujando en medio de un paisaje silencioso; un terrenito donde ya no se sabe dónde están el box, el home plate, la tablita del montículo; un terrenito donde las vacas, los chivos, los caballos pastan frescamente sobre la antigua grama (hoy frondoso hierbazal), sobre la cual tantos jugadores corrieron, batearon, fildearon, pifiaron, sufrieron… bajo el grito emocionado que sumía a las “gradas” de rústica piedra en un verdadero manicomio.
Me duele hasta los huesos tanto abandono, tanta historia sepultada en el fondo de la indiferencia. Alguien me dijo una vez: “si personalidades y acontecimientos más importantes están en la total desmemoria, ¿qué puedes esperar de tu estadio?”. Tiene razón. Acabo de leer que uno de los más grandes fotógrafos de Cuba, el célebre Chinolope, autor, entre otras, de las célebres imágenes de Lezama junto a Cortázar, y reportero estelar de las revistas Times, Life y Paris Match se encuentra en la penuria más dolorosa y ya no espera ni candidaturas al Premio Nacional de Artes Plásticas, ni un milagro que lo devuelva a la luz y al sitial que tanto merece. Es apenas un caso. No voy a citar otros. No pretendo que este artículo tenga cien páginas de lamentos.
En el terrenito de Ceiba del Agua vi lo que ahora cuento y recuento a los que entonces estaban muy lejos de nacer: un pelotero que jugara en la Serie Nacional, por muy mediocre que fuera, cuando llegaba a jugar a esta clase de terrenitos demostraba por qué era diez veces superior a los que no llegaban al clásico nacional. En este terrenito vi a Bernardo Moré, con una recta de espanto, liquidar por la vía de los strikes a diecisiete contrarios y soportar apenas tres hits (muy mal bateados, por cierto). El propio Bernardo, pitcher de los Industriales, solía perder más juegos que ganarlos en la Serie Nacional.
Años más tarde, en otro estadio del municipio, observé en pleno calentamiento a un pitcher zurdo del equipo Cuba. ¡Qué decepción! ¡Ni la mascota del catcher sonaba con sus lanzamientos! Apenas comenzado el pleito, la novena municipal le dio batazos de todos los colores y por todas las bandas. ¡Y ese era el pitcher zurdo estelar del equipo Cuba! ¡Madre mía! Bernardo Moré quemaba la mascota, ponchaba a Mazzantini en la pelota provincial y no era un pitcher de mucha alcurnia en los equipos Industriales de la mitad de la década del setenta.
En este terrenito vi a Carlos Cepero, short stop de los Industriales con serios problemas al bate, castigar sin piedad a cuanto pitcher local se le puso enfrente. Era el clásico “out por regla” trocado en verdugo una vez que abandonaba los rigores del Latino, el Capitán San Luis, el Sandino… y otros estadios de alta clase.
Y vi a Pedro el Quemao Márquez, primera base derecho nada sobresaliente en las Series Selectivas, echar un “plomazo” tan violento por el área de tercera base, que el jugador de esta posición, evidentemente espantado ante aquella pelota que viajaba hacia él como un disparo de bazuka, solo atinó a levantar un pie y dejar que la bola cruzara libremente bajo su spike. Los chistes que despertaría aquella “pierna recogida a tiempo” bien merecerían estar en una antología de humor criollo.
Son apenas unas pocas anécdotas las que he narrado. Pero anécdotas que uno disfrutó en el estadio de su infancia y adolescencia, donde cada sábado y domingo, las novenas de nombres más impensables arribaban, a veces desde la capital cubana, para batirse con la novena local, compuesta por peloteros de limitado talento, pero siempre dispuestos a entregarse en cuerpo y alma a la mayor pasión deportiva del pueblo cubano.
Y en ese terrenito traté, sin resultado, de llegar a ser pelotero. La escaramuza no duró demasiado. Al duro no la veía pasar. Tres strikes… y fuera. Definitivamente no sería pelotero, sino escritor y periodista. Y ahora, viendo lo que he logrado en ambas profesiones, me resigno a no haber sido un lanzador de 100 millas por hora o un cuarto bate temible como Antonio Muñoz, Cheíto Rodríguez u Orestes Kindelán.
Sin embargo, nunca necesité un puesto en la grama para disfrutar intensamente de cada juego celebrado en aquel terrenito, al que dos hombres ya en edad madura y hoy fallecidos, Malala y Macario, cuidaban como la niña de sus ojos para que siempre estuviera verde y lozano y dispuesto para la contienda beisbolera.
Un día las autoridades deportivas decidieron que el terreno se llamaría Sergio Lara, nombre de un recio y jovial mulato conocido popularmente como Maceo, a quien, ya en plena vejez, con un swing casi descolgado, vi sacar la pelota de línea por la banda del jardín izquierdo. Un nombre como ese merecía un estadio que poco a poco fue apagando su fervor. Lo que no merecía fue la desidia absoluta que vino a “premiarlo” después.
Pessoa, entre tantos ríos descomunales, nunca vio uno mejor que el sencillo río de su pueblo; yo nunca encontré, entre tantos estadios de renombre, un estadio mejor que el humilde terrenito de pelota de Ceiba del Agua. Ω

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