La autoridad de la sinrazón

Por: Antonio López Sánchez

La autoridad de la sinrazón
La autoridad de la sinrazón

El policía multa al chofer, y le pone seis puntos en su cuenta, porque el parabrisas del auto (un auto estatal con vaya usted a saber cuántos años de uso, de una empresa estatal socialista), está rajado. Según la autoridad, la visibilidad disminuye y eso es un peligro para la seguridad de la circulación.

El inspector entra en el quiosco de venta de libros y descubre que en un estante falta el precio de uno de los títulos. Amparado en la resolución tal y la disposición más cual, procede a imponer una multa de cinco mil pesos. La muchacha que atiende el lugar (es su primer día de trabajo) rompe en llanto.

El teléfono fijo de un periodista, luego de unas largas lluvias, queda mudo, sordo y hasta ciego. Tras casi contratar un ejército de aliados para reportar la rotura, y esperar un mes y casi otro, al fin sucede el milagro. Una mañana hay un corto timbrazo, que no llega a tiempo para responder, pero que deja oír el tono de discar y anuncia que el aparato fue arreglado. Sin embargo, en una de las dos cajitas de la casa, persiste un molesto ruido al hablar y escuchar. Dicha cajita fue ajustada, un par de años atrás, por otro técnico que, ante la ausencia de una pieza, hizo un enchufe directo de los cables. El remiendo funcionó, pero quién sabe si ya no da más. En la posterior llamada de chequeo, al explicar todo lo anterior, los compañeros del lado de allá afirman, con total dominio y sin mediar una pregunta más: “Ah, eso es el equipo. Usted debe cambiar el equipo”. La escena de la llamada de control, quizá ante el tono algo sarcástico del periodista en respuesta, se repite una segunda vez. Otra vez saben, de modo mágico, casi telepático, técnicamente infalible: “Cambie el equipo, compañero, usted debe cambiar el equipo”.

Los tres episodios tienen a la cola serios asuntos que vale la pena analizar. Vayamos por partes, como el inefable Jack The Ripper. ¿Cómo en un país donde escasea la comida, las medicinas y las más importantes piezas de repuesto para hacer funcionar la infraestructura energética, un policía va a exigir a un chofer, estatal, tener un parabrisas inmaculado? ¿Dónde los venden, dónde están para que su empresa los compre? ¿Cómo se exige algo que el país al que pertenece la empresa no está en condiciones de hacer posible? ¿Olvida quizás ese policía que la institución que mantiene inmaculados los parabrisas de los patrulleros tiene posibilidades que casi nadie más tiene en Cuba?

Hablamos de que es vox populi que no pocos de los choferes estatales, a muy duras penas y por sus propios medios, inventivas y bolsillos, mantienen caminando los autos ante la falta casi total de todo. No hay que decir a qué niveles de eficiencia productiva descenderá cualquier organismo si, además de todas las restricciones de energía y carencias de los más elementales insumos que viven a diario, también debe paralizar (más) su parque automotriz. No sé otras, pero la mayoría de las empresas que este escriba conoce, redacciones, editoriales, a duras penas tienen uno o no tienen carro. Ocho horas de trabajo se van en ir de un lado a otro en una gestión (cuyo éxito depende de si del otro lado hay luz, si llegó la persona, hay parabrisas buenos).

Por otro lado, ¿de veras la estabilidad económica nacional se vendrá abajo por un precio que falta en una hilera de libros? ¿Ese inspector no encontrará más jugosas posibilidades, de ejercer su trabajo y hacer justicia quiero decir, en tantas tiendas y agromercados y establecimientos públicos que violan a mansalva las más elementales normas de higiene, calidad, precios, distribución, orden de las colas y demás demonios que sabemos? ¿Por qué no ponen igual energía en multar a los que ya viven, como en un trabajo de ocho horas, de hacer colas, comprar y revender carísimo? Todo esto a ojos vista y con la anuencia o la complicidad de muchos de los que deben combatir tales fenómenos. Rasga la piel de un extremista y encontrarás un oportunista, reza el viejo Perogrullo en los oídos.

La única empresa que se dedica a la telefonía en el país debería mirarse un poco menos al ombligo de las ganancias y atender más a las necesidades del pueblo al que se supone debe servir y al que bien caro cobra. Para no hablar del pésimo servicio que ofrecen en múltiples esferas, solo pondremos un par de ejemplos de la desidia que ya mina sus visiones. Trate de reportar un número y verá como envejece sin que nadie le responda por horas y horas, para no hablar del nuevo método de reporte por mensajería donde jamás se sabe quién lee, o no, lo enviado. En este caso que se narra, un par de veces adujeron que los técnicos fueron y no encontraron a nadie en casa. Muy bien, teléfono roto y dejamos de trabajar hasta que sus majestades aparezcan (aquí entraría además el tema de que casi todos los servicios de este país, de por sí demorados y casi nunca logrados a la primera, están diseñados para que uno vaya en horario de trabajo, o sea, están hechos para gente que no trabaja). Con tantas comunicaciones posibles hoy, ¿es tan difícil decir, mire, usuario (digo, no, usuario ya no, ahora somos clientes), iremos tal día a arreglar su daño, espere?

Lo otro linda con el parabrisas fantasma en cuando a falta de visión y sentido común. Cambie el equipo. ¿Dónde? Asómese a las tiendas, casualmente son propiedad de la misma, contaminada y única compañía telefónica del país. Mire el precio de los teléfonos posibles, en MLC, esa moneda que no percibimos en nuestro sueldo, y calcule los años de trabajo necesarios para comprar uno. Por tanto, seguimos oyendo con ruido.

El genial Antoine de Saint-Éxupery pone en boca de su sempiterno Principito una reflexión fantástica. El Principito pide al Rey que ordene al sol que se ponga. El monarca entonces pregunta que, si ordena a un general que vuele de flor en flor o que escriba una tragedia o se trasforme en ave marina y el general no cumpliera la orden, de quién sería la culpa. Sería vuestra, contesta el Principito. El Rey afirma entonces: “Exacto. Es necesario exigir a cada uno lo que cada uno puede dar (…) La autoridad reposa ante todo en la razón (…) Tengo derecho a exigir obediencia porque mis órdenes son razonables”.

Así, aunque dura lex sed lex, en interpretar y aplicar esa ley no cabe el oportunismo, el extremismo o la irracionalidad. Males mayores y más urgentes aquejan a nuestro país para cebarse en nimiedades o cegueras. Hace falta más razón, mucha más razón, transparencia y sentido común en la aplicación de la autoridad. Un papel aguanta todo lo que en su superficie se escriba. Los encargados de hacer cumplir tales preceptos son quienes tienen que aterrizar un poco en la realidad y no castigar banalidades en actos que no pocas veces esconden todo tipo de coyundas y corrupciones. Banalidades que son, las más de las veces, también consecuencias de los males mayores que vivimos. Sin contar que tales castigos, más que educar, crean más descontento, más malestar, más divisiones.

Así, podemos seguir todos en función de hacer más en pos de las tan necesarias soluciones que, casi ya en ahora o nunca, reclama nuestro país. Así, no será necesario cambiar de equipo. Ω

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