La familia cubana a referendo: entre la igualdad formal y la libertad relativa

Por: Mario Rivero

La familia cubana a referendo
La familia cubana a referendo

MSc. Mario A. Rivero Errico, abogado y profesor de Teoría del Estado y Constituciones Comparadas

A partir de las novedades introducidas por la Constitución de 2019, una eclosión legislativa se cierne sobre Cuba abarcando todos los órdenes del Derecho, tanto en lo sustantivo como en lo adjetivo. A prisa marcha el legislador, cuya alta misión suele exigir mesura, urgido por cumplir un intenso cronograma de trabajo. Y su prisa preocupa. Llama la atención del observador que entre las muchas normas que dictar solo una habrá de ser sometida a referendo por mandato del constituyente: la que regulará las relaciones familiares. Sorprende, además, que siendo tantas las instituciones presentes en el Derecho de Familia solo de una haga específica mención el magno texto, encargando a los curules su definición conceptual: el matrimonio. Inquieta la más elemental racionalidad jurídica ver cómo el Código Civil, segunda norma en importancia tras la Constitución, queda relegado en este empeño transformador pese a que las relaciones familiares no son sino un espacio dentro del amplio espectro de lo propiamente civil, de suerte que podríamos tener en breve una novedosa normativa familiar asentada sobre nuestro precario Código Civil de 1987, aquejado de vejez prematura. Inquieta, pero ocurre.

Con la última versión del proyecto de Código de las Familias aprobada por la Asamblea Nacional del Poder Popular, inminente se torna el referendo, nueva experiencia legislativa que espera a los votantes cubanos, llamados a las urnas en 2019 para pronunciarnos respecto a la segunda Constitución del ciclo socialista iniciado hace ya seis décadas. El porqué de la próxima consulta popular se remonta, en mi pobre opinión, a las fuertes reacciones motivadas por el artículo 68 del proyecto de Constitución, que al definir el matrimonio como “unión libremente concertada entre dos personas con aptitud legal para ello” daba al traste con lo que fuera la institución matrimonial desde el asentamiento de las primeras familias españolas en esta bella isla cinco siglos atrás, con lo cual se transforma, drásticamente, la estructura familiar y con ello el corpus en pleno de la sociedad cubana. Preocupados al parecer los impulsores del proyecto ante la nada desdeñable posibilidad de que no pocos ciudadanos lo reprobaran solo por admitir el matrimonio igualitario, optaron por una sagaz indefinición y, de tal suerte, el artículo 82 del proyecto en definitiva aprobado por el legislativo y después sometido a referendo se refiere al matrimonio como “una institución social y jurídica” y “una de las formas de organización de las familias”. Al suprimirse la mención al género de los contrayentes quedaba disipado el temor al “voto de castigo”, pero abierta la puerta para que con posterioridad el legislador recuperase el concepto de matrimonio expuesto en el malogrado artículo 68 del anteproyecto constitucional. De recoger el testigo se encarga el artículo 201 del Código de las Familias, colmando así las expectativas tanto de quienes desde los centros de impulsión política han promovido la transformación, como de aquellos que en el ámbito de la sociedad civil están a su favor.

Similar preocupación a la experimentada en su momento por los valedores de la nueva Constitución sentimos ahora no pocos cubanos conscientes de que el referendo, si bien en apariencia otorga un plus de legitimación a cualquier decisión política, puede resultar un mecanismo engañoso que, lejos de potenciar, malogre la calidad democrática necesaria en un proceso de toma de decisiones. Tiene este proceder el mérito de convertirnos a todos en legisladores, como aquellos atenienses que reunidos en ekklesia adoptaban por sí mismos decisiones cruciales para la vida de la polis. Sucede, sin embargo, que dos mil años después el ágora se fragmenta en colegios electorales distribuidos por toda la geografía nacional, desapareciendo con la dispersión su originario espíritu de asamblea. Pierde el referendo con ello el beneficio de la discusión característico de la democracia ateniense, donde todos podían exponer en igualdad de condiciones sus criterios, contribuyendo con el intercambio generado a la adopción definitiva de la decisión. El ágora del siglo xxi, por desgracia, no permite tal cosa, limitando al votante a expresar su apoyo o su rechazo a la propuesta in integrum, de ahí que habrá quienes acepten el pretendido Código de las Familias para beneficiarse de postulados que consideren favorables, asumiendo pasar por los que estimen lesivos a sus intereses; en tanto otros podrán negarlo todo motivados por algún precepto incompatible con sus convicciones, perdiendo así la posibilidad de servirse con cuanto trae de bueno. Contra estos argumentos nuestros cabría alegar que, si bien son ciertos, habrá primado en definitiva la voluntad mayoritaria, como es propio de sociedades democráticas. Tal explicación parece, en principio, irrefutable, porque la pluralidad intrínseca a cualquier conglomerado humano hace que en ningún proceso de toma de decisiones sea posible satisfacer completamente a todos los partícipes. Y es que de eso precisamente se trata, de pluralidad.

Sucede que la opción triunfadora entre varias como resultado de un ejercicio de votación es expresión de la opinión mayoritaria, esa que en materia política solemos denominar opinión pública, no solo porque la sustenta un subconjunto numéricamente importante dentro del megaconjunto que es la sociedad, sino porque su objeto lo constituyen asuntos que, en tanto a todos nos conciernen, son de naturaleza pública. Ahora bien, la opinión emergente tras la apertura de las urnas no surge por generación espontánea en el electorado, sino como resultado de la interacción ocurrida entre el bagaje de conocimientos, principios, ideas y valores de que cada sujeto es portador, y los flujos de información circulantes en el sistema constituido por la sociedad. Parece fácil enunciarlo, pero se trata en verdad de un complejo proceso de interacciones múltiples, plagado de alimentaciones y retroalimentaciones, marchas y contramarchas, que incide especialmente sobre aquellas personas menos interesadas en los asuntos públicos, cuyos criterios suelen ser permeables y maleables en tanto cuentan con escaso sustento informativo propio. Ese amplio sector, al que por su tendencia a inclinarse hacia uno u otro extremo del debate en razón de las influencias recibidas del medio exterior solemos denominar electorado pendular, suele operar como factor dirimente de la contienda política cuando ninguna de las opciones en disputa ha logrado fuerza suficiente como para triunfar por sí.

Ante tal realidad cobra especial importancia el manejo que de la información se haga durante la preparación del referendo, concebible solo desde una óptica plural, porque plural ha de ser necesariamente una actuación política para considerarla democrática. El deber de garantizar al votante acceso a información varia corresponde al Estado, que a través de la entidad rectora de la consulta establece y hace cumplir las reglas necesarias, constituyendo el correlato de un muy elemental derecho humano: el de acceder a diversidad de fuentes informativas. Por otra parte, si desde la oficialidad es dable transmitir información para la promoción de una determinada posición relativa al objeto del referendo, como está sucediendo en nuestro caso, ha de serlo también para la sociedad civil. Téngase en cuenta a tal respecto que el gobierno, gestor privilegiado de los intereses estatales, suele estar signado por ideología y disciplina partidistas, que hará valer de cara a la consulta popular. Resulta entonces necesario mitigar la inevitable prominencia que su posicionamiento le confiere en aras de garantizar equidad en la consulta, y uno de los recursos para lograrlo consiste en potenciar la capacidad de transmitir información desde diversos ángulos en similares condiciones. No olvidemos que la originaria democracia ateniense se fundó sobre la igualdad, entendida en varias formas: isonomía (igualdad en ley), isegoría (igual derecho a expresarse en la asamblea) e isocracia (igual participación en el gobierno).1 Más allá de las transformaciones que el devenir de los siglos impone, las democracias de hoy no pueden concebirse ajenas a una praxis de la igualdad capaz de rebasar los términos meramente formales en que las leyes suelen enunciarla, procurando su plena realización en el ejercicio político. Y si bien tal plenitud pudiera resultar quimérica, no ha de serlo nunca el afán por lograrla, del cual el poder público tiene necesariamente que fungir como protagonista. El Estado cubano, al reconocerse constitucionalmente como democrático en el primer artículo de su Constitución, queda vinculado por las connotaciones inherentes a dicha condición, de ahí que deba trabajar en procura de la igualdad también de cara a la venidera consulta popular.

Durante la preparación que antecede al acto del sufragio, sea motivado por un proceso competitivo en pos del acceso a dignidades públicas o por una consulta popular —legislativa o no—, los flujos informativos suelen desplazarse con sentido de verticalidad descendente desde la superestructura política hacia las bases de la sociedad que, adoptando una actitud esencialmente pasiva, constituyen su natural destino. En las sociedades de partidos la multiplicidad informativa se garantiza mediante la actuación de esas entidades, que transmiten información acorde a la postura asumida ante determinado tema, y si bien en ocasiones su ejecutoria puede resultar tendenciosa, siempre garantizarán una diversidad de visiones al conjunto de la ciudadanía, preferible en última instancia al adoctrinamiento monolítico resultante de una postura única. Cuba, nuestra patria, no constituye un estado de partidos al dar cabida solamente a una organización de tal clase, colocada en posición supraordenada respecto a las instituciones estatales por mandato del artículo 5 de la Constitución. Si a ello sumamos el monopolio sobre los medios de comunicación estatuido por el artículo 55 de la propia Carta Magna a favor de lo que denomina “organizaciones políticas, sociales y de masas”,2 tributarias todas del único partido, la situación resulta especialmente compleja. Ello, sin embargo, no ha de ser óbice para que el Estado, en tanto que democrático, de derecho y justicia social,3 cumpla con el deber de poner tales medios en adecuada proporción a disposición de los interesados en la promoción del debate,4 con independencia de sus respectivos posicionamientos. Solo así se honraría el principio de igualdad, enunciado en el artículo 1 de la Constitución de 2019 y consagrado definitivamente por sus artículos 42, 43 y 44; en otro caso el sustantivo no sería sino mera retórica adaptada a gusto desde el tríptico francés.

No es secreto que las malas prácticas, reiteradas, tienden a asentarse como malas costumbres, y las malas costumbres, si se repiten, generan efectos duraderos sobre el objeto de su impacto. Cuando se trata de prácticas a nivel macro de la sociedad esta suele sufrir las consecuencias tanto en el orden básico, o sea, el de la individualidad, como a escala de conjunto. Es así que, al parecer guiados por el hábito de reflejar una visión única y carente de matices en relación con los hechos relevantes, nuestros medios de comunicación no han tenido lugar más que para la loa en el caudal de horas dedicadas a la promoción del proyecto de Código de las Familias. Prominentes especialistas en campos como el Derecho, la Psicología o la Sociología, han desfilado ante cámaras y micrófonos buscando convencernos de que votemos a favor. Hemos visto también personas comunes entrevistadas al azar manifestándose lapidariamente en pro del nuevo código y la duda, tan necesaria siempre, nos asalta: ¿acaso en esos trabajos periodísticos de campo no ha existido siquiera una opinión distinta, o estamos ante un cuidadoso empeño de edición? Ellos sabrán, nosotros suponemos. No ha faltado siquiera quien, guiado por el afán de lograr la aprobación del soberano, retomara la concepción Schmittiana de amigo-enemigo expresando —a veces insinuando— que quienes digan sí al código estarán a favor de la Patria, en tanto quienes lo reprueben estarán en su contra. En mi pobre opinión, el amor a la patria —ara y no pedestal,5 como nos enseñó el Maestro— nada tiene que ver con nuestra posición respecto a una ley hecha por los hombres, porque ni siquiera los hombres que fungen como titulares de las funciones públicas tienen derecho a identificar sus ideas con ese bien excelso que es la patria. En la discusión respecto a cómo hemos de organizar nuestras familias no puede haber lugar para el discurso de barricadas, siempre presto a ahuyentar la razón y el humano sentimiento, porque es desde los sentimientos y con un vasto ejercicio de razón como se crían y forman los hijos, seres humanos nuevos a quienes vemos —con palabras del padre Félix Varela— como la dulce esperanza de la patria.

Para mejor comprender la importancia de la información de cara a la venidera consulta popular, vale la pena hurgar en nuestra historia política reciente, marcada por dos referendos constitucionales que se saldaron con altísimos niveles de aprobación. En el primero, efectuado el 15 de febrero de 1976, se alcanzó un 97,7 % de apoyo al proyecto;6 en el segundo, que tuviera lugar el 24 de febrero de 2019, los votos a favor sumaron el 70,30 % del padrón actualizado (86,85 % de quienes sufragaron).7 Ambas cifras, exorbitantes para procesos similares en cualquier otro contexto espacio-temporal salvo, quizás, Corea del Norte, Marruecos y algún otro estado “ideal”, ameritan un análisis cuidadoso, capaz de hurgar en la hondura del fenómeno participativo. Lo intentaremos.

No cabe dudar que el proceso político iniciado en Cuba con el primer día de 1959 contaba en 1976 con apoyo mayoritario del pueblo, sumamente identificado con la propuesta presentada por sus líderes mediante un texto que no venía sino a refrendar cuanto en los hechos existía, haciendo coincidir el país legal con el país real. Cuarenta y tres años y varias generaciones después, el panorama era muy distinto, sin el liderazgo carismático de otros tiempos y con la conducción del país compartida entre una generación histórica envejecida y otra emergente, salida de las escuelas de cuadros, con formación teórica pero carente por completo de historial combativo, algo que en un país hecho a la veneración de los héroes guerreros no es la mejor receta para conectar con las masas. La economía, privada del soporte soviético, hizo de la crisis —no ya de las carencias— nuestra normalidad, y si bien superamos los picos negativos de aquella primera mitad de los años noventa del pasado siglo, se institucionalizó el absurdo consistente en que numerosos productos de primera necesidad solo podían ser adquiridos empleando una moneda con valor veinticinco veces superior al de aquella en que se pagaban los salarios, cuya insuficiencia para solventar las necesidades básicas ha sido reconocida por la alta dirección política del país. Diluidas así las esperanzas de futuro mejor que tanto animaran a los cubanos veinte años atrás, emigrar se convirtió en aspiración máxima para muchos jóvenes, preocupados por no repetir la experiencia de sus padres. Únase a ello la precariedad en que quedaron sumidos servicios básicos como los de salud y educación, amén de la cada vez mayor carencia de viviendas, agravada por derrumbes que van dejando lamentables vacíos en nuestra geografía urbana, y ese 70 % de apoyo popular podría resultar harto cuestionable, sobre todo tratándose de un proyecto que no era portador de cambios sustanciales como para ver en él, razonablemente, la herramienta capaz de llevarnos a la superación de nuestros males, por más que su articulado considere la prosperidad —individual y colectiva— derecho de nuestros ciudadanos, con el deber estatal de garantizarla como contrapartida necesaria.8 A diferencia de la Constitución de 1976, que refrendaba la realidad existente en lo político, lo económico y lo social, esta de 2019 parece concebida para un país futuro —me resisto a decir quimérico—, cuya procura ha de signar nuestros empeños aunque, como el horizonte de que hablara Galeano, se nos aleja cuando creemos acercarnos.

Si dirigiéramos una mirada a las estadísticas quizá nos encontremos con que no pocos votantes de 2019 algún tiempo después fijaron residencia en el exterior, y si bien la secretividad en el ejercicio del voto no permite saber cómo se pronunciaron, es probable que muchos no estuvieran comprendidos en ese 16,55 % de asistentes a las urnas que votaron en contra de la nueva Constitución. La manera más cómoda —y tendenciosa— de asumir el tema sería cuestionar la veracidad de las cifras, de ella nos apartamos. Ahora bien, asumiendo —como asumimos— la certeza de los datos ofrecidos por la Comisión Electoral Nacional, no deja de resultar llamativo el altísimo nivel de aceptación en un contexto social sumamente complejo, como lo era ya el cubano de 2019. La única explicación posible está, a nuestro entender, en el impacto de la información, que entonces, como ahora respecto al proyecto de Código de las Familias, discurrió en un único sentido: el del encomio.

La exclusión de criterios en el espectro informativo comunitario, privilegiando en cambio otros, priva a cualquier proceso de participación popular de su necesaria esencia democrática. Criticar un proyecto legislativo es actitud tan digna como alabarlo siempre que quienes actúen en uno u otro sentido lo hagan sinceramente. Manifestarnos y escuchar a los otros sobre temas que a todos nos conciernen es virtud cívica a la cual no debemos renunciar si aspiramos a ser esa “república con todos y para el bien de todos” de que hablaba el Maestro. Si todos somos todos, no hemos de serlo solo para escuchar lo que quieran decirnos otros, sino también para refutar sus dichos y exponer ante los demás las opiniones nuestras. La democracia de la unicidad no existe, porque al ser diversos en ideas y actitudes los seres humanos conformadores de la comunidad, esta, en tanto que reflejo de aquellos, ha de serlo también.

Teniendo en cuenta que la ciencia política cumple una función descriptiva en tanto observa y analiza la realidad vigente, así como otra proyectiva o de adelantamiento, que busca visualizar desde el presente posibles mutaciones y desarrollos políticos futuros, pero siempre a partir de conocer los estadios anteriores, se impone retornar al proceso que en 2019 culminara con la promulgación de una nueva Constitución para Cuba. Si entonces, como ahora, la información tuvo como razón de ser la promoción a ultranza del proyecto, no sería disparatado prever que el Código de las Familias alcance también un nivel alto de aceptación en urnas. Ahora bien, me atrevo a afirmar que una gran parte de quienes dieron su aceptación en 2019 no votaron realmente por la Constitución, sino por el bagaje informativo que le sirvió de envoltura, pero sin aprehensión profunda de sus postulados. Para demostrar o refutar tal teoría bastaría con la realización de una encuesta que pregunte por temas específicos contenidos en el magno texto, mi predicción, basada en la experiencia, es que primaría el desconocimiento. Cuando he comentado acerca de la potestad de transmitir el dominio sobre infraestructuras, principales industrias e instalaciones económicas y sociales, así como sobre otros bienes considerados estratégicos para el desarrollo económico y social del país, atribuida por el artículo 24 de la Constitución al Consejo de Ministros, mis interlocutores con edad para haber participado en el referendo de 2019 se muestran sorprendidos, llegando algunos a no creerme por considerar semejante poder reñido con los principios que en su opinión sustentan al sistema socialista.9 Nunca escucharon al respecto en los numerosos espacios informativos preparatorios de aquella consulta popular, me dicen, derivando de ahí su incredulidad. Resulta entonces forzoso concluir que no votaron a partir de la comprensión real del proyecto, sino merced a la información sobre el mismo suministrada por las fuentes disponibles. Podrá decirse para mermar razón a los anteriores argumentos que el voto, como actuación de poder, implica para quien lo efectúa un ejercicio correlativo de responsabilidad, debiendo por ende buscar cada cual la información necesaria para formar su propia convicción. Habría razón en ello, pero solo parcial, porque el individuo tiende a asumir como cierto lo recibido a través de los canales oficiales, máxime cuando son los únicos existentes. Así visto, la verdadera responsabilidad no sería individual, sino estatal porque, como hemos dicho ya, corresponde a los poderes constituidos ofrecer garantías de pluralidad, pues son ante todo servidores públicos, y si tienen atribuida por ley capacidad para someternos, incluso por la fuerza, tal potestad —que ha de operar en forma excepcional—, existe solo en función del servicio que prestan a la comunidad. Y no servirá bien quien en los umbrales de una consulta popular potencie determinadas opiniones, en especial si son las suyas propias, suprimiendo en cambio las que le son contrarias.

Ese extraordinario plus de legitimación que a las decisiones políticas otorga su aprobación por el soberano opera solo cuando el depositado en las urnas puede considerarse un voto sustancialmente libre. Se precisa, por ende, que sea emitido en condición de secretividad, también es necesario impedir cualquier forma de violencia o amenaza, así como posibles ofertas de gratificaciones, y el Estado cubano, sin discusión, nos garantiza todo eso, por lo que nuestros trámites electorales se caracterizan por una loable cuota de tranquilidad. Ahora bien, la libertad en el ejercicio del sufragio no depende tan solo de la ausencia de interferencias directas, capaces de influir o determinar la voluntad del sufragante. Su abolición franquea al ciudadano una libertad en el actuar que, por insuficiente, denominamos relativa, mas no la sustancial, posible solo si ha tenido acceso a fuentes variadas de información que le permitan configurar su decisión definitiva como consecuencia de un proceso lógico de análisis racional, no de asumir, reiteración mediante, la voluntad ajena. En este sentido nuestro sistema electoral, lamentablemente, ha quedado debiendo.

No es posible ignorar que los desequilibrios vinculados al manejo de la información durante la preparación del referendo previsto para el 25 de septiembre de 2022, y en especial la unipolaridad que está lastrando nuestro derecho a transmitirla, son consecuencia de la precariedad institucional que padecemos al no contar con un estatuto especial regulador del referendo, capaz de establecer deberes y derechos, imponer límites razonables y garantizar controles eficaces. Muy pobre es el tratamiento dado a ese importante mecanismo de participación, tanto por el constituyente como el legislador en nuestro caso; el primero, a través del artículo 204 de la Carta Magna, reconoció la participación en referendos como derecho de todos los ciudadanos dotados de la necesaria capacidad, encargando al Consejo Electoral Nacional organizarlos, dirigirlos y supervisarlos. Correspondía a la Ley Electoral (Ley 127 de 13 de julio de 2019) desarrollar los términos de su realización, pero se limitó a reiterar en su artículo 258 las potestades atribuidas al Consejo Electoral Nacional por el ya referido artículo 204 de la Constitución. Merced a la absoluta carencia de regulaciones, queda dicho órgano en libertad para organizar, dirigir y supervisar la realización del referendo según su propia consideración. Estamos, pues, ante una potestad de actuación discrecional y autorregulada, atributos que la tornan escasamente garantista y, por ende, insostenible, si de democracia se trata.

Volviendo al inminente Código de las Familias, no resulta posible borrar lo acontecido, el caudal informativo vertido a su favor vertido quedará, y es mínimo ya el tiempo que resta para tratar de equilibrar, más allá de que no se aprecie intención de rectificar, pues mientras se preparan las urnas continúa la avalancha informativa, tan caudalosa o más que antes. Ahora bien, a pesar del notorio desequilibrio existente respecto a la capacidad de comunicar información, favorable a los postulantes de la nueva norma, cuyos detractores no hallan para expresarse otra vía que las redes sociales —también copadas por los partidarios del sí—, hacer que la nueva norma familiar obedezca realmente a la voluntad mayoritaria no debió ser problema de solución difícil: habría bastado con identificar, a partir de las asambleas populares y las manifestaciones más frecuentes en redes sociales, los aspectos de mayor preocupación para la ciudadanía y plebiscitarlos mediante una consulta previa, donde se votara sí o no, de suerte que el voto negativo obligara a suprimir del proyecto el tema rechazado. Una vez depurado el proyecto a partir de los verdaderos sentimientos de la ciudadanía podría realizarse con tranquilidad el referendo. No sería el mismo código quizás, pero sería el código en verdad deseado por quienes habremos de estar y pasar por sus mandatos.

Notas

[1] Si bien son estos tres elementos sumamente importantes, sería craso error reducir a los mismos un fenómeno sociopolítico tan complejo como fue la democracia ateniense.

2 Aunque la Constitución no las identifica, la práctica política considera como tales a los Comités de Defensa de la Revolución, Federación de Mujeres Cubanas, Central de Trabajadores de Cuba, Federación de Estudiantes de la Enseñanza Media y Federación de Estudiantes Universitarios.

3 ARTÍCULO 1. Cuba es un Estado socialista de derecho y justicia social, democrático, independiente y soberano, organizado con todos y para el bien de todos como república unitaria e indivisible (Constitución de 2019).

4 Augusto Pinochet, a quien nadie osaría tildar de demócrata, permitió el acceso de la oposición a la televisión por apenas quince minutos diarios durante los prolegómenos del plebiscito mediante el cual se decidiría si continuaba al frente del país por otros ocho años o se realizaba una transición democrática. La consulta popular, efectuada el 5 de octubre de 1988, dio la victoria al no con el 54,71 % de los votos escrutados contra el 43,01 % logrado por el sí. De haber mantenido a la oposición marginada del espectro informativo, es altamente probable que el militar golpista hubiera continuado los siguientes ocho años en el Palacio de la Moneda, donde llegara el 11 de septiembre de 1971 tras derrocar por la fuerza de las armas el gobierno democráticamente electo de la Unidad Popular.

5 Carta escrita por José Martí en Nueva York el 16 de mayo de 1886, dirigida a su compatriota Ricardo Rodríguez Otero, afirmando, entre otras cosas, que “La Patria necesita sacrificios. Es ara y no pedestal. Se la sirve, pero no se la toma para servirse de ella.”

6 Datos tomados del Informe sobre el resultado del Referendo, presentado al Consejo de Ministros el 17 de febrero de 1976 por Félix Pérez Milián, a la sazón Presidente de la Comisión Nacional del Referendo.

7 Datos tomados del informe rendido por la presidenta de la Comisión Electoral Nacional, Alina Balseiro Gutiérrez, el 28 de febrero de 2019.

8 En el artículo 1, tras definir al Estado cubano y establecer sus principios básicos, se determinan sus fines. La inclusión entre estos de la prosperidad individual y colectiva se aleja de lo visto antes en el constitucionalismo socialista, donde el individuo resultaba relegado por la sociedad y el Estado. El artículo 13, al desarrollar los fines del Estado, incluye en su inciso e) la prosperidad individual y colectiva basada en la consecución de un desarrollo sostenible. Ello constituye una novedad importante respecto a la precedente Constitución de 1976, no obstante, como suele ocurrir con los derechos de prestación a cargo del Estado, la norma no provee mecanismos de ejecución y garantía.

9 En dicho experimento se incluirían también diputados participantes en la legislatura que aprobara el proyecto de Constitución.

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