Literatura cubana hoy: entre avatares y espiritualidad

Por: Rafael de Águila

“La causa completa y su efecto son simultáneos…”
Santo Tomás de Aquino

Nunca antes existieron en Cuba tantos seres —¡tantos jóvenes!— afanados en el empeño —finalidad sin fin, llamó Emmanuel Kant al arte— de escribir. De preverse en nuestra sagrada ínsula cierta hipotética relación, a saber, cantidad de habitantes versus cantidad de escribientes, hoy día la proporción sería alta.

El lector potencial de la actual literatura cubana se enmarca en un círculo estrecho, en gran medida conformado por los propios escritores, quienes se esfuerzan en serlo, o seres en vínculo con el arte y la literatura. El cubano —otrora gran lector— hoy, me temo, se afana en leer menos. Desde la probable causalidad asoman los precarios avatares. Ellos presionan y condicionan.
Si antes, en el tropel de los pasados dos decenios, pululaban —con molesta alta recurrencia— en la literatura cubana personajes tales como balseros, prostitutas, drogadictos, reclusos y matavacas —literatura aquella que rompía los cánones del realismo socialista o la falsa epicidad para recrear lo más sucio del entorno social cubano— hoy son otros los caminos, otra la espiritualidad, otros los tiempos, otras las reglas, según el reverenciado autor de la Summa Theologiae. “Oh, tiempo, oh, costumbres”, sostuvo Cicerón. Bullen tiempos y costumbres y en el año 2000 afloró una generación literaria otra: la Generación Año Cero. Los personajes fetiches de la última década del siglo XX desaparecen para manifestarse lo que la crítica especializada identificará como personajes ahítos de desencanto y enfermos de distopía.

La literatura —el arte todo, también lo religioso— forma parte de lo que en filosofía se denomina conciencia social. Espiritualidad. No hay Arte —ni Religión— sin espíritu. Tomás de Aquino sostuvo que el arte establecía sus propias reglas. John Ruskin —quien influyera de manera rotunda en Mahatma Gandhi— tomó al Arte como expresión de la sociedad. Ambos postulados se imbrican. En la Cuba de hoy el panorama literario exhibe características que emanan desde la espiritualidad —aquello que acorde a Santo Tomás exhibe sus propias reglas— al tiempo que, desde Ruskin, toma como fuente al entramado social.

No son hoy los tiempos en que, acorde a Ortega y Gasset, las generaciones demoran en conformarse quince años. Son tiempos ultradinámicos. Enmarcadas en ese dinamismo las generaciones se suceden con pasmosa celeridad. Pocos años separan hoy a modos de pensar, de sentir —de pensar lo sentido y de sentir lo pensado—. La literatura, el arte todo, es hija de ese pensar lo sentido y, muy especialmente, de ese sentir lo pensado. Una nueva generación literaria, conformada por jóvenes menores de treinta y cinco años, escribe hoy en Cuba, una generación profusa, variopinta, conformada —¡más que nunca!— por muchachas. La profusión hace difícil toda taxonomía. Esa nueva generación literaria parece ficcionalizar la intrascendencia de la cotidianidad en textos talados de emoción, de dolor, de alegría, de ardor. Es la ataraxia, el vacío, la inmovilidad. Ficcionalizan el vacío con la abulia de un desdeñante desdén. No son gregarios: son individualizantes. Cunde el desinterés, la catatonia, la lobotomía, la zombifización. Convierten en literatura la precariedad intrascendente de lo cotidiano. No agreden. No juzgan. No anhelan. Solo respiran en el Aquí y en el Ahora. No sufren el desencanto —¡no conocieron encanto alguno!—. Ni la distopía, ¡porque no conocieron la utopía!

Remedan el coloquialismo del habla cotidiana, la sencillez estructural, la autorreferencialidad —muchos personajes son escritores— y la linealidad de las historias. Tiene lugar una fuga del cronotopo insular-textos en los que el sitio en el que trascurre lo narrado se ubica distante en el espacio —el extranjero—, o distante en el tiempo —el pasado de la nación, o el futuro, de ahí el marcado auge de la ciencia ficción—. Si hasta hace unos años se observaba un patente énfasis en lo citadino —La Habana devenida personaje literario—, hoy es tendencia una literatura escrita —vivida y sufrida— en provincias: multitud cada vez mayor de autores piensan lo sentido y sienten lo pensado ya no desde capitales provinciales sino desde zonas rurales. Desde esos precarios avatares llega una suerte de realismo sucio de villorrio, vivencias de lo vivido, pensado —y sufrido— en tales entornos. Es una literatura triste. Con algunos de esos libros he llorado.

Asoma el personaje del recluso bajo la aureola de una culpa asignada desde los susodichos precarios avatares: el recluso como víctima. Comienzan a aparecer textos cuyos personajes pueden ser catalogados de vulcanólogos: triste legión que asume la supuesta “visita a volcanes centroamericanos”, en aras de emprender la peligrosa caminata hacia los destellos del Norte allende un río. Cierta literatura se afilia al absurdo, aquella otra echa mano a elementos del discurso postmoderno: la vida del cubano ya no en su amada ínsula sino en su ser-en-el-mundo-; la fusión entre alta cultura y cultura popular; el empleo de la ironía, la parodia, la farsa, tópicos llegados de la música, la Internet, el chat, el entorno de los seriales televisivos. Hoy la fuente es menos gráfica y cada vez más visual.

Y es que el arte, todo el arte, tiene, como sostuviera Santo Tomás, sus propias reglas, como definiera Ruskin deviene expresión del entorno social. La génesis es la espiritualidad, esa que nutre y alimenta tanto como el diario y biológico alimento nutre al cuerpo. Algo debe regocijarnos: escriben hoy en Cuba más seres que nunca, a despecho de precariedades y avatares. Las grandes obras llegarán. Los precarios avatares desaparecerán. Por hoy se testifica. Para testificar ¡ese pensar lo sentido y sentir desde nuestro vía crucis lo pensado!, entre otras cosas, existe el arte.

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