Faulkner: entre la Biblia y la maestría literaria

Por: Miguel Terry Valdespino

palabranueva@ccpadrevarela.org

 

A mi generación literaria en especial, la surgida en la década de 1990 en Cuba, los grandes narradores de esa centuria en Latinoamérica (Carpentier, Borges, Rulfo, García Márquez, Juan Carlos Onetti, Vargas Llosa, Carlos Fuentes…) les resultaron los maestros más entrañables, y desconocíamos, en ocasiones, que un maestro anterior a ellos, el norteamericano William Faulkner (Premio Nobel de Literatura 1949), había sembrado cátedra en el alma de las creaciones de estos imprescindibles de nuestra lengua.

William Faulkner (New Albany, Missisipi 1897-Byhalia, Missisipi 1962) fue autor de un grupo de novelas realmente memorables, entre ellas El estruendo y la furia (considerada su obra cumbre), Mientras agonizo, Las palmeras salvajes, Luz de agosto, ¡Absalón, Absalón! y Desciende, Moisés, entre otras ampliamente aplaudidas de modo parejo por la crítica y el público, una doble suerte que, según el escritor peruano Mario Vargas Llosa, se da en el caso de Faulkner y del colombiano García Márquez…, pero en no muchos más autores.

El sur norteamericano que dibuja Faulkner, como el que dibujaron Erskine Caldwell, Harper Lee y Carson Mc Cullers, entre otros, es duro. Muy duro. Es la parte de las grandes plantaciones esclavistas, la perdedora de la Guerra de Secesión, la cuna del Ku Klux Klan y del linchamiento de negros. Es la tierra que lo dejará marcado a fuego para siempre. Sobre esta parte de los Estados Unidos, aseguró el propio Faulkner en El estruendo y la furia: “No se escapa del Sur, uno no se cura de su pasado”.

Cuentan que Faulkner, creador de un condado imaginario llamado Yoknapatawpha, el cual serviría como modelo para la posterior creación de la Comala de Juan Rulfo, la Santamaría de Juan Carlos Onetti y el Macondo de El Gabo, si bien contó con habilidades fuera de serie para inventar criaturas, puntos de vista narrativos y escenarios verdaderamente renovadores dentro de la literatura, no parecía ser un hombre de una amplia cultura, lo cual le traía como legado que, a la hora de impartir alguna conferencia, el escenario se le convirtiera en un campo de batalla del cual casi nunca salía victorioso.

En cambio, otros aseguran que, desde su adolescencia, fue un voraz lector de autores como Shakespeare, los novelistas rusos, los poetas isabelinos y la Biblia, de donde supo sacar más de una interpretación a la hora de abrirse a las profundidades del alma humana y regalar al cabo piezas tan impactantes en ese sentido como ¡Absalón, Absalón! y Desciende, Moisés.

Él, como miles de autores, no dejaría que su imaginación literaria pasara indiferente ante el texto narrativo más célebre de todos, del cual han sacado copioso zumo escritores y escritoras mayores y menores, creyentes y no creyentes, consagrados y principiantes.

En este sentido, valdría la pena citar al escritor peruano Joe Ilgimae: “Desde hace más de trescientos o cuatrocientos años, la Biblia ha determinado en muy buena medida la identidad histórica y social de Occidente. En consecuencia, el libro ha proporcionado a la humanidad instrumentos factibles para la cita, el fraseo y la remembranza”.

 

La Biblia: una inagotable fuente de inspiración literaria

¡Absalón, Absalón! (1936) toma su nombre del Samuel 19.5, donde aparece una frase del rey David (“Absalón hijo mío, hijo mío Absalón”), pronunciada amargamente luego de conocer la noticia de la violenta muerte de su hijo a manos de Joab durante una batalla feroz.

En ¡Absalón, Absalón!, ubicada en pleno contexto del sur norteamericano, se hará una reinterpretación de esta historia bíblica a partir de la dinastía fundada por Thomas Stupen, un personaje egocéntrico, ladrón, explotador y esclavista, que hace una considerable fortuna, pero no puede evitar que su propia familia termine reventando de odio contra su persona. Tal como lo ha referido el escritor español José Luis Alvarado: “¡Absalón, Absalón! es una pesadilla que se lee como una pesadilla”.

En Desciende, Moisés (1942), una novela que también puede leerse como un conjunto de relatos “independientes”, las referencias tomadas de las Sagradas Escrituras, en especial del Viejo Testamento, serán más extensas, pues Faulkner reinterpreta con tino sutil a personajes bíblicos como Adán y Eva, Esaú y Jacob, el profeta Moisés e Isaac… y los acomoda, con otros nombres y otros dramas existenciales, en el brutal espacio de la geografía inhóspita y maldita de Yoknapatawpha, donde el Edén virginal termina por convertirse en una real pesadilla protagonizada por seres carentes de todo escrúpulo.

 

“Los personajes de Faulkner –así lo ha visto el escritor J. J. Landero– comentan, analizan, cuestionan, interpretan, tergiversan y traducen la Biblia. En resumen: incorporan la Biblia al libro y, a la vez, buena parte de la narración se estructura en torno a los acontecimientos más destacados de la historia del cristianismo. Los relatos, además de un significado alegórico se alzan sobre una relación recíproca compleja con el texto al que se refieren. Algunos de los personajes reinterpretan pasajes bíblicos y analizan el significado de los mismos a medida que toman conciencia de las implicaciones que el cristianismo tiene para sus vidas”.

 

Respecto al mismo autor, hombre de educación protestante rayana en el puritanismo, Ilgimae deja bien en claro este detalle nada simplista: “Es muy conocida la postura de William Faulkner frente a la Biblia. El autor de Las palmeras salvajes solía decir que, para ponerse a tono antes de escribir, releía siempre algunas páginas del Antiguo Testamento”.

Tanto en el primer caso como en el segundo, en Mientras agonizo o en el relato Humo, la capacidad autodestructiva que puede alcanzar una familia, son el plato fuerte de la propuesta faulkneriana.

Decía el escritor español Antonio Muñoz Molina que muchos escritores han entrado a saco a las páginas de El Quijote para tomar de la pieza maestra de Cervantes no pocos referentes para sazonar sus obras. ¿Qué decir entonces de la Biblia?

Desde las Confesiones, de Agustín de Hipona (siglos iv-v), o quizás desde años anteriores, pasando por la Divina Comedia, de Dante, El Paraíso perdido, de John Milton, hasta llegar a autores tan reconocidos como Shakespeare (se afirma que tradujo varios Salmos), sor Juana Inés de la Cruz, León Tolstoi, Virginia Wolf, Jorge Luis Borges, Julio Cortázar, Virgilio Piñera, Emmanuel Carrere, José Saramago, Amor Oz, J. M. Coetzee, Fanny Rubio, Eduardo Mendoza…, hasta conformar una lista sencillamente interminable, las páginas de la Biblia han latido fuerte o en sordina en los acontecimientos que narran, poetizan o dramatizan miles de autores, de fe convencida o de dudosa o ninguna fe, incluyendo, por supuesto, a ese autor extraordinario, maestro de grandes autores, nombrado William Faulkner.

Seguramente ahora, en tiempos de obligado recogimiento, no estaría nada mal detenerse, al menos, ante las soberbias páginas de este par de obras de un maestro de nuestros maestros. Valdría la pena el intento. De verdad que lo vale.

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