“La envidia es la primera forma de parentesco”.
Unamuno
Los males sagrados
Existen males sagrados, antiquísimos males que azotan al cuerpo mortal del hombre. La lepra, la epilepsia y algunos otros que la medicina científica no ha logrado todavía reducir al concepto de enfermedad, sustrayéndolos de ese territorio en que el alma humana siente la maldición, el estigma. No son simplemente enfermedades, sino señales, marcas de algo que parece no puede hacerse visible sino de esta horrible manera. Pero el estigma es muchas veces, huella y efigie de un objeto lejano y amado que ha descendido a dejar su impresión como prenda cierta de semejanza en el ser en que ha caído. Los males sagrados son estigmas, porque señalan y mantienen aparte al ser hollado por ellos.
Y este apartamiento de quien sufre un mal sagrado le señala como algo o alguien de otro mundo. La barrera que le separa de los demás no es una cualidad, sino la señal de que algo de otro mundo le posee y como no puede enteramente no estar en este visible, se descompone. Como si en tales males se mostrase la lucha incesante de los modos de ser en una misma existencia, ninguno capaz de vencer, seres arrebatados a la vida en que están por algo o alguien que no pudiendo hacerlo por completo se contenta con marcarlos.
Tales enfermedades parecen tener su trasunto en la vida moral, espejo de los verdaderos males sagrados, que se asientan en el alma de los mortales. Podemos reconocerlos en diversos caracteres. El primero parece ser el del respeto que inspiran, respeto que traza un círculo de silencio en torno. Este vacío es la primera manera de padecimiento exasperante para quien lo sufre.
La envidia corresponde sin duda a esta clase de males. A pesar de lo mucho que de ella se ha hablado, siempre le produce un círculo de silencio en torno suyo cuando aparece. Impone respeto e imprime carácter y como ningún otro mal sitúa lejos y aparte a quien la padece imprimiéndole un estigma. No es una pasión exactamente y aun la idea de pecado parece dejar escapar algo de su esencia, pues pecado es también la avaricia o la ira y no tienen ni el carácter de estigmas ni ningún otro de los múltiples que señalan a los males sagrados y que por el momento encerramos en ese vacío, en ese silencio apretado que se hace en torno suyo. Pertenecen al mundo de lo sagrado. Y la primera acción de lo sagrado es enmudecer a quienes lo contemplan.
Aunque este enmudecimiento y este silencio tal vez no sea la primera reacción que hayan experimentado los hombres, sino solamente la defensa contra algo de lo sagrado, algo que hace temer o esperar el contagio, la contaminación. Contagio, contaminación, que lo sagrado produce en el mundo. Y en su virtud sea este el primer carácter que tendríamos que reconocerle para identificar a estos males sagrados: la acción contagiosa, ante la cual en determinadas situaciones la conciencia humana, el saber o la experiencia, levanta ese muro de silencio y respeto. El respeto viene a ser nada más que la acción defensiva ante la capacidad contaminadora de lo sagrado. “Respeto sagrado”, es decir respeto para que lo sagrado no nos contamine, muro que marca la diferencia de vida, de planos vitales; límite y frontera de nuestro ser y de otra realidad tremenda infinitamente activa y repelente a un tiempo.
Señales de lo sagrado: la destrucción
Actividad incesante en su foco último, contagio en su contacto con nosotros, parece ser la primera manifestación de lo sagrado. Contagio no siempre de males. Más bien, el mal sagrado es como estigma, mal en quien se imprime, pero no un anuncio de un mal análogo del foco de donde irradia. Extraña ambivalencia, vacilación esencial, definitoria de los males sagrados que parecen ser un mal tanto más terrible porque el foco de donde proceden puede muy bien no serlo; como si el mal estuviese solamente en haberse dejado contagiar, en haberse acercado a algo que no debía, en haber sido arrebatado y contaminado por ese algo infinitamente activo. Por eso estos estigmas no son retratos, huellas, sino contagios, contaminaciones.
Y tales contagios toman la forma caprichosa y arbitraria, la forma informe propia de lo que no es ni puede quizá “ser”; las múltiples, infinitas formas de la destrucción. Todos los males sagrados, los físicos y los morales, no aparecen con forma y figura propia, sino como algo inapresable, huidizo y sin definición. Tal vez en ello estribe una de las analogías de las enfermedades corpóreas por su carácter irreductible a forma y dotadas de una sorprendente actividad. Es la destrucción, la destrucción en marcha que no produce forma alguna, que no es imagen de un cuerpo en otro cuerpo, ni tiene figura; que es múltiple, acción huidiza e incaptable.
La destrucción con carácter ilimitado, capaz de alimentarse a sí misma es un proceso inacabable del que no se vislumbra el término. Destrucción que se alimenta de sí, como si fuese la liberación de una oculta fuente de energía y que remeda así a la pureza activa y creadora, su contrario. Tal es la ambivalencia radical de lo sagrado.
Distingamos, pues, de la simple destrucción, que tiene un límite fijado de antemano –cosa sumamente tranquilizadora–, esta otra destrucción propiamente sagrada, sin término y sin fin. Destrucción pura que encuentra alimento en sí misma. Las enfermedades corporales que aparecen de esta manera son portadoras de una promesa de vida inacabable como si el mal para poder persistir cuidara de la duración de su presa. Algunas de las llamadas comúnmente pasiones, como la envidia, destruyen al ser que la padece y que al mismo tiempo cobra bríos por ella misma. El consumido por la envidia encuentra en ella su alimento. Una destrucción que se alimenta a sí misma; tal parece ser la primera, original, definición de la envidia.
Y mientras lo sagrado vive y se manifiesta fuera del hombre, puede oponérsele ese muro del respeto aislador. Respeto que es solamente acción defensiva que no disuelve, ni transforma lo sagrado en lo único que lo salva definitivamente: lo divino. El respeto como la resignación son actitudes defensivas, modos de resistencia y nada más, nunca modos de creación, de verdadera actividad transformadora. Lo sagrado del mundo físico fue trasformado hace ya muchos siglos en lo divino, por el pensamiento: lo sagrado de las montañas, ríos y volcanes, de los fenómenos espantables, en la divina fysis, a la que corresponde la tranquilizadora noción de “naturaleza”. Se hace aquí alusión, naturalmente, al pensamiento de Aristóteles.
Mas cuando lo sagrado vive en el interior del hombre, en su vida misma, cuando se asienta en su centro íntimo y vital y conforma, destruye, su vida, alguna acción debe ser intentada para transformar la fuerza incontenible en su contrario; su contrario que lleva implícito, según la ambivalencia de lo sagrado.
Ambivalencia de lo sagrado; de ahí su manifestación en señales, en estigmas, su capacidad de contagio. De ahí también la destrucción. Y respeto y resignación no valen ante sus avances, porque tal crecimiento infinito pide ser salvado. Y salvarse no es sino descubrirse, al contrario, es decir, convertirse. La conversión de la envidia, ¿será posible?
En la vida humana, conversión ha de ser siempre transformación, metamorfosis, quizá transfiguración. Es decir, ascensión en la escala de las formas, ganando modos más altos del ser.
La conversión, metamorfosis de la envidia, ¿no será un proceso absolutamente necesario en este hacerse continuo que parece constituir el ser del hombre?
Avidez de lo otro
Avidez de “lo otro” podría ser la forma más benévola de señalar la envidia. Y antes que la avidez, que es el sustantivo, la esencia, llama la atención el término “lo otro”. Es la referencia a “lo otro” lo que toma aquí especial sustantividad, destacándose.
En el mundo español, tan especialmente azotado por la envidia, alguien extraordinario ha escudriñado en su fondo. Don Miguel de Unamuno la ha abordado de dos modos: en la novela Abel Sánchez, historia de una pasión y en un drama no muy advertido por la crítica y la atención pública, El otro. El drama dice ya en su título con desnuda elocuencia lo substantivo de ese otro, que es el término, el objeto de la envidia… El otro, lo otro, sustantivado. Y la genialidad del poeta llega a no dar nombres a los protagonistas del drama, de la tragedia; en verdad es el otro, el hermano. El envidioso y el envidiado no tienen nombre: son el uno y el otro, quizá solo máscaras distintas de un único ser dividido.
Tal parece ser el tormento distintivo de este mal sagrado. Tormento del uno por el otro; tormento del otro que no tendría que ser visto así.
Avidez de lo otro podría ser igualmente la definición del amor. Sin que pudiera ser nota distintiva el tormento producido por la envidia, porque el amor según las quejas de quienes lo padecen, es tormento en grado sumo y, como la envidia, tormento que se alimenta de sí mismo. Amor y envidia son procesos del alma humana en que el padecer no produce ninguna disminución; el padecer es su alimento.
La misma definición parece convenirles, “avidez de lo otro”, a esta pareja de contrarios que son envidia y amor. La ambivalencia del mundo de lo sagrado se hace manifiesta como siempre. Y esta ambivalencia es la que necesita ser interpretada.
La avidez es propia de algo que necesita crecer, crecer o transformarse, dejar de ser lo que es; algo que se encuentra en estado transitorio, algo que es conato de ser. No tiene avidez aquello que puede ya permanecer en sí mismo, lo que tiene entidad y reposo. La avidez es la llamada en lo que todavía no ha llegado a su ser, y tiende a adquirirlo de alguna manera.
Y así Platón, a través de una voz sagrada, la de la sacerdotisa de Mantinea, hace al amor hijo de la carencia. Es lo que tiene de naturaleza ávida, de ansia, de necesidad hecha activa. Mas, en el amor el objeto a que se dirige no es sentido como otro. Y sin duda que este sentido del otro o de lo otro es donde debe hallarse el abismo que separa el amor de la envidia. ¿Qué significará este otro en la envidia que tan lejos la lleva de su hermano el amor? ¿Cómo es sentido el otro en la envidia?
Avidez de “lo otro”; comunidad de amor y envidia, a lo menos en un primer sentido, pues bien pronto en el amor “lo otro” se transforma en lo uno. La envidia, en cambio, mantiene obstinadamente la alteridad de lo otro, sin permitírsele que toque la pureza de lo uno.
Y, al mantener lo otro como otro, crece la avidez y llega al frenesí. El poseso de la envidia no puede renunciar a eso otro. Sin duda que, en lo más íntimo de su vida, algo sucede que le mantiene ligado a eso otro, extraño y más yo que su propio yo. ¿No será que el envidioso se ve a sí mismo vivir en él?
El mundo de la tragedia griega aparece como la frustración de seres en quienes la sustancia genérica no permite medrar a la figura propia. Drama entre el padre, ese padre que representa a los padres todos, y el hijo, el drama más terrible de la Antigüedad. Ningún héroe de tragedia alcanza la soledad, esa soledad necesaria para ser uno mismo. Pues, en verdad, la identidad personal nace de la soledad, de esa soledad que es como espacio vacío necesario que establece la discontinuidad. Parece haber sido necesario pasar como un acto en la historia ese período del desamparo humano, del final del mundo antiguo, para que pueda nacer el hombre solo; el hijo del hombre verdadero.
La resistencia genérica en el incesto trágico parece estar muy relacionada con la envidia, forma de parentesco trágica en que el uno no puede desprenderse del otro, en que el llamado a ser uno, no encuentra su unicidad y se siente vivir en el otro.
Mas la diferencia entre envidia y amor parece encontrarse en la visión: el amor ve al otro como uno; la envidia al que podría ser uno como el otro.
La visión del semejante
Verse vivir en otro, sentir al otro de sí mismo sin poderlo apartar. El envidioso que parece vivir fuera de sí, es un ensimismado; invidere ya dice por su composición el dentro que hay en ese mirar a otro. Mirar y ver a otro no afuera, no allí donde el otro realmente está, sino en un abismal dentro, en un dentro alucinatorio donde no encuentra el secreto que hace sentirse uno mismo, en confundible soledad.
Verse vivir en otro ensimismadamente. El ver vivir a otro en el espacio externo, en el fuera, no es, ni trae envidia. Ver objetivamente, es decir, ver a cada cosa y a cada ser en el espacio que le sea adecuado, es lo propio del que ya no puede envidiar. Porque solamente se puede envidiar al semejante.
Ver a las cosas que no viven y aun a las que viven vida diferente de la nuestra no parece que pueda llevar a la envidia. Las cosas y las criaturas vivas no humanas aparecen en un espacio diferente de ese en que vemos –al cabo de muchos esfuerzos– a los semejantes. Ver a un semejante parece ser la clave de la envidia y con ello del propio ser. Porque en la visión del semejante va implicada la interioridad, el dentro que es nuestro espacio, al cual nos retiramos y que nos confiere la suprema distinción. Cómo nos sintamos en ese verdadero espacio vital, está relacionado con la visión del prójimo, con la comunidad; con el logro del ser individuo de la especie humana en soledad y comunión.
Ver a un semejante es ver vivir a alguien que vive como yo, que está en la vida a mi manera. Solo él puede ser sentido en esta implicación de la envidia, porque solo él puede estar implicado en mi vida. Y es que al ver al semejante no le vemos objetivamente en el espacio físico, sino que siento su vida en mi vida. Ver adecuadamente al semejante es la prueba suprema de la visión.
El individualismo moderno nos ha acostumbrado a que creamos estar viviendo solos: el prójimo adviene a mi soledad, que vale tanto como mi existencia ya completa; partiendo de ella conozco, veo y siento a mi prójimo. El espacio vital o interioridad estaría libre de implicaciones; el dentro donde el hombre se ensimisma, según Ortega dice en su Ensimismamiento y alteración, ¿es un espacio libre, un lugar donde no nos encontramos más que nosotros mismos? ¿Es un retiro vacío? ¿Cuál es la estructura de este lugar donde continuamente nos retiramos?
Ha sido interpretado de distintas maneras a lo largo de la historia del pensamiento. La interioridad como tal es descubierta por el cristianismo que, mediante san Agustín, se incorpora al pensamiento y a la creencia del hombre común. Antes del cristianismo, en Grecia, es alma; después de la revelación de san Agustín, en otro trance decisivo, será conciencia en Descartes. Pero la cuestión, según nosotros la vemos, no coincide exactamente, pues se refiere no al lugar interior, psique o conciencia donde vivimos, nos movemos y somos, donde percibimos las cosas todas, sino esa interioridad específica humana donde la vida del semejante está implicada.
La vida del semejante no es percibida como la del resto de las cosas y criaturas, tiene lugar en otro plano, más interior. Para ver al semejante nos adentramos. Y hay grados diferentes en este adentramiento. Si para percibir y conocer lo no semejante realizamos un movimiento de salida, como si quisiéramos llegar hasta los linderos de nuestro ser, asomarnos a nuestros propios límites, para ver y percibir al prójimo, contrariamente, nos hundimos en nosotros mismos y desde este dentro de nuestra vida lo sentimos y percibimos. De ahí, ese carácter peculiar de la percepción del yo ajeno que tiene siempre un tono, provocando una tensión, porque nos sentimos afectados mucho más. Frente al mundo exterior creemos vivir dentro de unos límites, nos sentimos defendidos; frente al semejante nos sentimos al descubierto, como inmersos en un medio homogéneo de donde emergemos a la vez.
En realidad, toda percepción del semejante es secreta, tiene lugar en algo no manifestable, en un medio que no coincide, en modo alguno, con el medio que hemos dado en llamar físico y que corresponde a los sentidos. Tampoco con la conciencia. Es otro medio, el medio de la interioridad donde tal percepción tiene lugar. Y en ella, sentimos unitariamente a la persona que es el prójimo, y a su lugar en la existencia. Y la sentimos como se siente toda realidad, por los límites con la nuestra, por su acción sobre nosotros. Pero, lo que en nosotros padece la realidad de la persona semejante, es algo mucho más profundo que lo que se siente afectado por las cosas no vivas y por las criaturas vivas que no son nuestros semejantes; ante él nos sentimos comprometidos, y en peligro; nos sentimos acrecentados o disminuidos.
Todo ver a otro es verse vivir en otro. En la vida humana no se está solo, sino en instantes en que la soledad se hace, se crea. La soledad es una conquista metafísica, difícil, porque nadie está solo, sino que ha de llegar a hacer la soledad dentro de sí, en momentos en que es necesario para nuestro crecimiento. Los místicos y los poetas hablan de la soledad como algo por lo que hay que pasar, punto de partida de la “ascesis”, es decir, de la muerte, de esa muerte que hay que morir, según ellos, antes de la otra, para verse, al fin, en otro espejo.
La visión del prójimo es espejo de la vida propia; nos vemos al verle. Y la visión del semejante es necesaria precisamente porque el hombre necesita verse. No parece existir ningún animal que necesite contemplar su figura en el espejo. El hombre busca verse. Y vive en plenitud cuando se mira, no en el espejo muerto que le devuelve la propia imagen, sino cuando se ve vivir en el vivo espejo del semejante.
Solo al verme en otro me veo en realidad, solo en el espejo de otra vida semejante a la mía adquiero la certidumbre de mi realidad. Creer en la realidad de sí mismo no es cosa que se dé sin más, parece ser que es certidumbre recibida de un modo reflejo, porque creo en mí y me siento vivir de verdad, si me veo en otro. Mi realidad depende de otro. Y esta trágica vinculación engendra, a la vez, amor y envidia. De la soledad, de la angustia, no se sale a la existencia en un acto solitario, sino a la inversa, de la comunidad en que estoy sumergido, salgo a mi realidad a través de alguien en quien me veo, en quien siento mi ser. Toda existencia es recibida. Y ya después de esta certidumbre previa, necesaria, donde la envidia acecha, puede advenir la conquista de la soledad. Soledad relativa a los semejantes, desprendimiento de ellos; adentramiento en busca de otros espacios donde, lejos de los hombres, no estoy solo, sino que me busco en un espejo más allá del tiempo humano, del que algunos hombres han dado testimonio.
La envidia, mirada de través, es la visión en un espejo que no nos devuelve la imagen que nuestra vida necesita. De ahí, la ambigüedad de la envidia, y esa especie de vínculo que se establece entre el que envidia y el envidiado. Vínculo que ronda con la complicidad, porque inevitablemente se siente que, si el envidiado –espejo– enviase al poseso de la envidia la imagen que espera y necesita, le rescataría del infierno en que yace. Y quizá la envidia provenga de la turbiedad del envidiado, que no mantiene su interior transparente, sino que, empañado por alguna pasión indiscernible para él, no le refleja como debiera. Leibnitz dice que “el hombre es el espejo consciente de la vida universal”. A este espejo consciente parece imposible que nadie le envidiara por encontrar en él la limpia y nítida imagen que de su ser espera. Llegar a ser ese espejo consciente es la perfección de lo humano, mas no su común realidad.
Y así, la envidia se sale con la suya en tornar equívoco lo envidiado. Juego de miradas, de existencias que se ven y miran vivir la una en la otra, en la esperanza de encontrar la imagen que necesitan de sí mismas; ambigüedad azarosísima de la participación.
Participación e identidad
Visión y vida no son distintas; en lo humano la visión engendra la vida. Hay divisiones que nos hacen o ayudan a ser. La vida humana necesita ver para ser vida. “Vivir para ver” y ver para vivir. La visión libera a la vida, mas la visión de sí mismo trae el grado supremo de libertad.
Pero si la visión de sí mismo no es directa sino refleja, a través de un semejante, la libertad es adquirida por medio del otro. Somos, pues, por otro y con él.
Libertad es identidad. Parece que el fin a que la vida tiende sea la formación de lo que se ha llamado en el lenguaje de la filosofía moderna, “sujeto”, la formación de un sujeto; y sujeto es identidad.
Pertenece a la esencia trágica de la vida el necesitar del otro aun para la libertad. De no ser así, la tragedia sería un juego o un equívoco o, como muchas mentes modernas han creído, una aberración, algo definible en patología. Pero el logos del pathos, del padecer trágico, es muy otro.
La tragedia no es sino la expresión de la comunidad o participación anterior a la definición del individuo. Como larvas o conatos de ser, los personajes de tragedia se identifican con sus pasiones, con aquello que les pasa. Nada tienen ni son: lo que les pasa y nada más. Y así, ante la Razón Histórica o cualquier otra teoría sobre el hombre y la vida, tendremos que interrogar con el infinito temor que tales preguntas envuelven, acerca de si el hombre no irá en busca de su identidad más allá de sus pasiones, más allá de los sucesos de su vida; si no irá buscando esa identidad pura y libre que le confiera el carácter de ser sujeto de lo que le pasa, pero no simple paciente de su pasar.
Y este pasar se mueve en la participación. ¿Estribará ahí la envidia? ¿En verse en el pasar siempre equívoco e injusto?
No podría nacer la envidia de sentir la vida como suceso y pasión, porque así serían vistos también los demás, “los otros”. En la pasión todo es otro y nada es uno, pues nada permanece. Pero, si buscamos la identidad de ser alguien por encima y más allá de lo que nos pase y de lo que pasemos, entonces no podrá surgir la envidia. Porque la envidia es pasión del otro, pasión de la identidad de otro, pasión de la libertad de otro, en la vacilante unidad y libertad de uno mismo.
La envidia, la más ensimismada de las pasiones, que transcurre por debajo del pasar y las pasiones y toma en ellas su pretexto. La envidia no es, ni tiene sentido, sino hendida como fría espada entre esa busca de la identidad y la libertad –más allá del acontecimiento y aun de la pasión– como ante una promesa suprema, aunque indiscernible.
La envidia está en el camino de la soledad y si el que está acometido por ella la lograra, cesaría. No cabe envidia en soledad, porque únicamente adquiere soledad el que de algún modo y en algún sentido ha logrado acercarse a la identidad que es quietud y reposo y certidumbre.
Atravesadamente surge en el camino de la soledad, cuando quien lo anda necesita vivir en la participación. La envidia convierte al semejante en “el otro”. Pero ¿qué sentido tiene esta torcida conversión? Quien padece de envidia necesita convertirse en uno y no puede, por hallarse intrincado, implicado en el semejante, sin poderse desprender. La envidia convierte en sombra de una vida ajena a la vida propia.
Sombra del otro, tal se siente el que envidia. Unamuno lo hace ver así lúcidamente en su genial relato Abel Sánchez. “Sombra de un sueño”, según Píndaro, que tanto repite Unamuno, mas vanamente sombra del otro. ¿Cómo el semejante puede ser convertido en “el otro”?
La raíz de la soledad
¿Estamos en verdad alguna vez solos? Aislamiento, incomunicación no son soledad. Tampoco el desamparo común, única cosa sentida en común de los tiempos modernos. Los muchos desamparados buscan juntarse en uno, en espera quizá de que aparezca el Padre común: “¡Proletarios de todos los países, uníos!”.
En Unamuno, quien por ello no trasciende la concepción trágica de la vida, la soledad no se logra nunca. En el fondo de la soledad, el hombre se siente sombra, sombra de un sueño, sombra del otro, cosa que aparece con mayor hondura religiosa en el drama El otro, que en el relato novelesco. Ser a medias, tropieza con su mitad, con su alter, siempre en el asecho; obstáculo insuperable de su supremo anhelo: la unicidad. La envidia nace en el anhelo de ser individuo, de ser único, ante la promesa suprema de ser realmente individuo. El semejante es entonces el otro, y su semejanza se convierte en el desmentido máximo de su pretensión.
Dice santo Tomás que los ángeles constituyen una especie cada uno. Mientras que, según vemos, el hombre, aspirando a ser único, ve por doquiera el semejante. Y así se explica tanto padecer buscado y el martirio de tantos en persecución de la unicidad, de la soledad sin nombre, de verse en fin la cara, de encontrar una imagen de sí, que tenga realidad inconfundible.
En la Pasión divina hay un momento supremo en que parece que se detiene para decidirse, suspendida sobre el abismo infinito. Jesús está solo ante su destino; en soledad completa ante él. Un ángel le alarga el cáliz de su inajenable padecer. Misterio en que lo humano obtiene su liberación suprema de la tragedia de ser sombra del semejante. El ángel aparece siempre a los que logran la soledad; ¡es la imagen sagrada de la soledad! Y el hombre que lo haya sentido cerca, aun sin verlo, estará libre para siempre del asecho de la envidia; del torcido ensimismamiento donde la mirada se desvía ante el equívoco espejo.
Pasión incompleta la del hombre que no haya vivido su hora a la manera humana, lejos de todo y sin sombra. Entonces se nace a la soledad, algo ya imperecedero. Pues no se verá en el semejante, ni tendrá nada de él.
Pero también cabe desdecirse en el Huerto de los Olivos, desviviendo el destino, arrepintiéndose de la Pasión. Sobre las frentes de aquellos que pertenecen a pueblo tan azotado por el mal sagrado de la envidia como el español, debería levantarse esta visión del instante en que la soledad hace nacer al hombre en su seno de madre. Porque solo la soledad cura de la interrumpida pasión, de la fracasada eucaristía.
Tomado de Orígenes, La Habana, t. 3, núm. 9, 1946, pp. 11-20. Cotejado con la versión de El hombre y lo divino, México, Fondo de Cultura Económica, 1955, pp. 257-270. De esta se han incorporado las correcciones de ortografía y redacción introducidas por la autora, así como aquellas variantes del texto que esclarecen pasajes que parecían confusos o incompletos.
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