Errar, de humanos. Rectificar, ¿de periodistas?

Por: Antonio López Sánchez

El más repetido chiste de nuestra profesión afirma que los médicos entierran sus errores; los abogados los encierran y los periodistas los publican. Solo quien revisa por horas una página, al derecho y al revés, y luego descubre en la ya irreversible versión impresa (al menos las digitales, hoy tienen remedio) una errata mayúscula, sabe la desazón y malestar que esto causa. Claro, una errata, además de sumar chistes y anécdotas (algunos impublicables luego), por lo general no trae consecuencias mayores. Lo peor es cuando se transmiten trabajos erróneos, enfoques equivocados o textos o imágenes lejanos del sentido común o que contradicen alguna dura realidad.

Como periodista, como parte de nuestra profesión, hay que prever que un fallo o un criterio torcido, puede escaparse y salir a la palestra pública. Errare humanum est, también se aplica, por supuesto, a la profesión de comunicar para todos. Recuerdo, cuando trabajaba en una revista de alcance nacional, tener que ir a un pequeño pueblo de provincia a reparar el daño que una colega causó sin querer. En el pequeño villorrio, sin agua desde hacía meses, se laboraba sin descanso en un acueducto. La redactora escribió que las obras ya eran una realidad y que el poblado nadaba feliz en la abundancia acuífera. Casi hay una rebelión entre los enardecidos y sedientos vecinos al leer el texto. No obstante, el órgano de prensa reconoció el error, rectificó y publicó la realidad. Los lugareños lo agradecieron y las autoridades nos apoyaron para subsanar el desliz, solo atribuible a nuestra publicación.

Tales temas se complican cuando los trabajos, sobre todo en las páginas oficiales nacionales, divulgan desatinos tremebundos y luego no se entera uno de que haya consecuencia o rectificación alguna. Por lo general, aunque puede suceder en temas diversos, en buena medida se trata de errores y dislates que defienden a capa y espada algún logro del sistema político cubano o que atacan al imperialismo. Equivocarse a favor, por absurda que sea la metedura de pata, no importa. No digo que se empale públicamente al autor en cuestión, aunque alguno lo merezca, por lo ridículo, arcaico y hasta absurdo de ciertas defensas. De hecho, no es el periodista, sino el órgano a quien este responde, el que debe asumir los errores y remediarlos. Por mero respeto a los receptores, alguna rectificación es indispensable. Ahora, cuando los rotativos más importantes del país dan la callada por respuesta a aluviones de críticas, y no las del enemigo (que siempre las habrá, se haga bien o mal algo), sino las de especialistas, otros periodistas, voces diversas autorizadas en sus materias o del pueblo en general (para el cual se trabaja), la confianza y credibilidad de tales medios quedan bastante malparadas.

Se afirma como noticia verídica que hay una hambruna en Estados Unidos, donde, por supuesto, también hay pobreza, pero ni por asomo se acerca a las harto sabidas imágenes en países tercermundistas con crisis humanitarias. Se intenta presentar como un logro social de la Revolución cubana que los femenicidios en Cuba son inferiores a los de otros países (en un trabajo que, además de un supino desconocimiento de las teorías de género, muestra cómo una estadística bien torturada dice y apoya lo que uno desea), desde la idea reduccionista, reaccionaria e insensible de que una mujer muerta es un número y, si tenemos menos muertes, somos mejores. Todavía muchos materiales de la prensa escrita, radial y televisiva, se regodean en logros productivos y abundancias disímiles, cuando precios, carencias y colas en la calle muestran todo lo contrario. Sin contar, sobre todo en las de la televisión, una lluvia de criterios sosos, valores noticia insignificantes o triunfalismos desproporcionados y hasta redacciones con flagrantes tropezones idiomáticos y de contenido. Dan ganas, ante tales elogios, recordar la consabida sentencia: “no me defiendas, compadre”.

Todos esos hechos exhiben falta de preparación, acomodo a la idea fácil de que defendernos y combatir al enemigo es la única razón de ser de cada nota (si hablamos mal de los malos, por torpe que sea la razón y por ajeno que sea el tema, no hay problema) más una falta de profesionalidad preocupante. Encima, logran que los destinatarios no ya desconfíen, sino que cambien de fuente de información al sentirse manipulados, engañados o tratados como párvulos sin criterio propio.

Un periodista, famoso o no, una vez que publica un trabajo es un líder de opinión, porque además de informar se supone que cuenta con las cualidades y conocimientos necesarios para analizar un problema y trasmitirlo a sus conciudadanos. Cualquier tonto en las redes tiene los medios para publicar cualquier absurdo. Un periodista tiene la obligación de ser riguroso, de contrastar fuentes, de apegarse lo más posible a la verdad, de que la ética y la seriedad le sirvan de escudo. Si se equivoca, se supone que un corrector, un jefe de redacción y un director, desde otra visión, deben corregir o detener la publicación de una barrabasada. Si aun así se divulga un yerro, y eso se sabe de inmediato, debe asumirlo el medio y dar la cara a sus lectores.

Un médico no desenterrará sus fallos. Un abogado puede tardar años y esfuerzos en liberar el suyo. Los periodistas y, sobre todo, los medios, siempre pueden publicar mañana, ya sin errores, una versión mejor. Ω

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