A propósito del Mensaje del Papa

Por: Pbro. José Miguel González

Una tradición cincuentenaria

El 8 de diciembre de 1967, el Papa Pablo VI, que había concluido y clausurado el Concilio Vaticano II en esa misma fecha dos años antes, sorprendía al mundo con un mensaje dirigido “a todos los hombres de buena voluntad” invitándolos a la celebración del Día de la Paz en todo el orbe el 1 de enero de 1968 y expresándoles su deseo de que, después, “cada año, esta celebración se repitiese como presagio y como promesa, al principio del calendario que mide y describe el camino de la vida en el tiempo, de que sea la Paz con su justo y benéfico equilibrio la que domine el desarrollo de la historia futura”.

El Papa Montini, con su propuesta, se hacía intérprete de las aspiraciones de pueblos y entidades internacionales, de gobernantes, movimientos sociales e instituciones religiosas que, en aquel momento álgido de política de bloques y guerra fría a nivel mundial, sentían cuán necesaria era la Paz y al mismo tiempo cuán amenazada estaba. Su proposición no se limitaba al mundo religioso o católico, sino que buscaba “la adhesión de todos los amigos de la Paz, como si fuese iniciativa suya propia”, para la exaltación de este primer bien que es la Paz, en el múltiple concierto de la humanidad moderna. Aspiraba el Papa a que su iniciativa no solo fuese secundada y asumida por el mundo civil, sino que generase una conciencia universal que, curada de las heridas de los conflictos bélicos, supiese “dar a la historia del mundo un desarrollo ordenado y civil más feliz”. Y proponía algunos puntos comunes que debían caracterizar la Jornada de la Paz: “la necesidad de defender la paz frente a los peligros que siempre la amenazan: el peligro de supervivencia de los egoísmos en las relaciones entre las naciones; el peligro de las violencias a que algunos pueblos pueden dejarse arrastrar por la desesperación, al no ver reconocido y respetado su derecho a la vida y a la dignidad humana; el peligro, hoy tremendamente acrecentado, del recurso a los terribles armamentos exterminadores de los que algunas Potencias disponen, empleando en ello enormes medios financieros, cuyo dispendio es motivo de penosa reflexión ante las graves necesidades que afligen el desarrollo de tantos otros pueblos; el peligro de creer que las controversias internacionales no se pueden resolver por los caminos de la razón, es decir de las negociaciones fundadas en el derecho, la justicia, la equidad, sino sólo por los de las fuerzas espantosas y mortíferas”.

No deja de sorprender la evidente actualidad de los consejos de san Pablo VI. Lo dicho entonces, vale plenamente para el momento presente, amenazado constantemente por las tensiones internacionales, por la carrera armamentista, por los neocolonialismos, por el aprovechamiento indiscriminado de los recursos naturales del planeta, por guerras en caliente en muchos puntos de la geografía mundial, cuyas razones últimas parecen ser la apropiación indebida de las fuentes de energía básicas y la venta de armas.

Recordaba también el Papa, en su mensaje, los sólidos fundamentos que sostienen la verdadera paz: “la sinceridad, es decir, la justicia y el amor en las relaciones entre los Estados y, en el ámbito de cada una de las Naciones, de los ciudadanos entre sí y con sus gobernantes; la libertad de los individuos y de los pueblos, en todas sus expresiones cívicas, culturales, morales, religiosas; de otro modo no se tendrá la paz —aun cuando la opresión sea capaz de crear un aspecto exterior de orden y de legalidad—, sino el brotar continuo e insofocable de revueltas y de guerras”. Así pues, paz entendida como uno de los más altos y universales valores de la vida humana, junto a la verdad, la justicia, la libertad y el amor.

Justificaba el Papa su propuesta no para ceder a una costumbre fácil, o moda del momento, sino para concienciar de una necesidad y una urgencia impostergables, una exigencia que brota de la entraña misma del Evangelio que la Iglesia predica: “lo hacemos porque vemos amenazada la Paz en forma grave y con previsiones de acontecimientos terribles que pueden resultar catastróficos para naciones enteras, y quizá también para gran parte de la humanidad; lo hacemos porque, en los últimos años de la historia de nuestro siglo, ha aparecido finalmente con mucha claridad que la Paz es la línea única y verdadera del progreso humano (no las tensiones de nacionalismos ambiciosos, ni las conquistas violentas, ni las represiones portadoras de un falso orden civil); lo hacemos porque la Paz está en la entraña de la religión cristiana, puesto que para el cristiano proclamar la paz es anunciar a Cristo; «Él es nuestra paz» (Ef 2,14); el suyo es «Evangelio de paz» (Ef 6,15); mediante su sacrificio en la Cruz, Él realizó la reconciliación universal y nosotros, sus seguidores, estamos llamados a ser ‘operadores de la Paz’ (Mt 5,9)”.

Así nacía, el 1 de enero de 1968, la Jornada Mundial de la Paz. El cardenal Roger Etchegaray, presidente del Consejo Pontificio Justicia y Paz, decía en 1998 que la feliz iniciativa de Pablo VI, treinta años antes, “fue como una botella con un mensaje lanzada al mar por Pablo VI. Todos estos mensajes están al alcance tanto de los pequeños como de los jefes de Estado, de los sencillos como de los políticos expertos; en definitiva, al alcance del corazón aún más que de la razón, de la razón aún más que de la fe… Estos mensajes tienen un eco extraordinario incluso en los países en los que los católicos son minoría. Son los textos pontificios citados más frecuentemente en los ámbitos internacionales, y contribuyen así a difundir por todas partes la doctrina social de la Iglesia”.

A lo largo de estos 52 años, el conjunto de los mensajes pontificios para la Jornada Mundial de la Paz, en los sucesivos pontificados de Pablo VI, Juan Pablo II, Benedicto XVI y Francisco, constituyen todo un cuerpo de doctrina católica sobre la paz y la convivencia humana universal. La semilla sembrada por san Pablo VI, hace ya más de medio siglo, está dando sus frutos.

Paz como camino de esperanza

Fiel a la cita y siguiendo las huellas de sus predecesores, y las suyas propias en sus años de pontificado, el Papa Francisco, con fecha 8 de diciembre de 2019, nos ofrecía el texto del mensaje para la LIII Jornada mundial de la Paz 2020, bajo el título La paz como camino de esperanza: diálogo, reconciliación y conversión ecológica.

En el lenguaje cercano y fácilmente inteligible al que nos tiene acostumbrados el Papa Bergoglio, nos dice, en primer lugar, que “esperar en la paz es una actitud humana que contiene una tensión existencial”, que nos lleva a superar las dificultades y a justificar los esfuerzos, incluso cuando los obstáculos parecen insuperables. Y no escatima calificativos ni expresiones para describir la situación de tantos afectados por la falta de paz en el mundo actual: “naciones enteras… tantos hombres y mujeres, niños y ancianos… muchas víctimas inocentes cargan sobre sí el tormento de la humillación y la exclusión, del duelo y la injusticia…”. Se nota que el Papa sabe, que Francisco siente; en su corazón laten los sufrimientos de tantos ignorados y excluidos en cualquier lugar del mundo. Al Papa le duele la guerra, cualquier guerra, a la que llama “fratricidio que destruye el mismo proyecto de fraternidad, inscrito en la vocación de la familia humana”. Guerras que pueden llevar incluso a la destrucción total de la humanidad. Y recuerda lo que él mismo dijo hace pocas semanas en el Parque del epicentro de la bomba atómica de Nagasaki: “La paz y la estabilidad internacional son incompatibles con todo intento de fundarse sobre el miedo a la mutua destrucción o sobre una amenaza de aniquilación total”.  Y añade en el mensaje: “La disuasión nuclear no puede crear más que una seguridad ilusoria”. Concluye Francisco la primera parte de su mensaje con palabras claras y contundentes, recordando que la fraternidad universal es el fundamento de la paz, y la paz es anhelo íntimo de toda persona humana: “Debemos buscar una verdadera fraternidad, que esté basada sobre nuestro origen común en Dios y ejercida en el diálogo y la confianza recíproca. El deseo de paz está profundamente inscrito en el corazón del hombre y no debemos resignarnos a nada menos que esto”.

La segunda parte del texto describe la paz como camino de escucha basado en la memoria, en la solidaridad y en la fraternidad. Sin duda ‘escuchar’ significa mucho más que el simple ‘oír’. La escucha auténtica implica atención, apertura al cambio de criterios, disponibilidad para la seducción, interés por el otro o lo otro. “Escucha Israel” es una de las invitaciones o mandatos constantes que Yahvé Dios hace al pueblo de Israel en la Sagrada Escritura; escucha que porta a la obediencia de la fe. Para el Papa Francisco es muy importante que nos abramos a la escucha de la memoria de lo sucedido en tantas masacres, genocidios, exterminios o guerras vividas por la humanidad, algunas muy recientes. Mantener viva la llama de la conciencia colectiva de sus víctimas es garantía y estímulo para construir un futuro más justo y más fraterno. “La memoria es… el horizonte de la esperanza” dice el Papa. Pero no basta con quedarse en la memoria o el recuerdo – sigue apuntando Francisco –… hacen falta testigos convencidos y artesanos de la paz en el presente, hombres y mujeres que dialoguen en busca de la verdad más allá de las ideologías y de las opiniones diferentes, un camino que se hace juntos “buscando siempre el bien común y comprometiéndonos a cumplir nuestra palabra y respetar las leyes”, un camino que nos transforma, en el que de enemigos pasamos a ser amigos, y de meros amigos llegamos a descubrirnos hermanos. Dice el Papa, “es un trabajo paciente que busca la verdad y la justicia”, porque sin llegar a la verdad no hay verdadera justicia y sin justicia no puede construirse la paz auténtica y duradera. “Es una construcción social y una tarea en progreso” a la que todos contribuimos de manera colectiva, solidaria y fraterna, reconociendo los deberes de cada uno de cara a los demás, para poder salvaguardar también los derechos individuales o colectivos, especialmente de los más débiles o marginados. Y concluye Francisco recordando que “la Iglesia participa plenamente en la búsqueda de un orden justo, y continúa sirviendo al bien común y alimentando la esperanza de paz a través de la transmisión de los valores cristianos, la enseñanza moral y las obras sociales y educativas”.

En la tercera parte, el Papa describe la paz como camino de reconciliación en la comunión fraterna. Verse como personas, como hijos de Dios, como hermanos que se respetan hace posible “romper la espiral de venganza y emprender el camino de la esperanza”. Y nos propone Francisco recorrer el camino del perdón, desde el diálogo entre Pedro y Jesús (Mt 18,21-22: “Setenta veces siete”), como camino hacia la paz. “Aprender a vivir en el perdón aumenta nuestra capacidad de convertirnos en mujeres y hombres de paz”. Sin duda alguna, la fuerza del perdón desarma al enemigo más acérrimo, priva de argumentos a quienes quieren seguir peleando. Recuerda a continuación el Papa Francisco que “la cuestión de la paz impregna todas las dimensiones de la vida comunitaria”, no sólo el ámbito de lo social sino también lo político y lo económico. Y concluye: “nunca habrá una paz verdadera a menos que seamos capaces de construir un sistema económico más justo”, abierto a formas con ciertos márgenes de gratuidad y comunión.

En el cuarto apartado el Pontífice describe la relación entre paz y ecología, y nos propone andar el camino de la conversión ecológica para encontrar la paz. Conversión que significa seguir creciendo en el respeto a la casa común, en el rechazo a la explotación abusiva de los recursos naturales, en la contemplación del mundo creado como regalo de Dios, en “la acogida del don de la creación, que refleja la belleza y la sabiduría de su Hacedor”. Para el Papa Francisco el respeto a la creación no puede separarse del respeto a los demás y del respeto a Dios. Porque Dios es el Creador de todo, y ese todo incluye a todos, no podemos individualmente considerarnos dueños y señores, sino depositarios y administradores, de la inmensa riqueza que nos rodea. Y esa riqueza es un patrimonio común de la humanidad anterior a nosotros y también de las generaciones futuras. Dice el Papa: “Esta conversión debe entenderse de manera integral, como una transformación de las relaciones que tenemos con nuestros hermanos y hermanas, con los otros seres vivos, con la creación en su variedad tan rica, con el Creador que es el origen de toda vida”.

Y concluye el Papa Francisco su mensaje en un quinto y último apartado, en el que usa una frase de san Juan de la Cruz, en su Noche oscura, como título: “Se alcanza tanto cuanto se espera”. Es una invitación a la paciencia y a la confianza en el camino difícil de construir la paz. Hemos de “creer en la posibilidad de la paz, de creer que el otro tiene nuestra misma necesidad de paz. En esto, podemos inspirarnos en el amor de Dios por cada uno de nosotros, un amor liberador, ilimitado, gratuito e incansable”. Los miedos nos atenazan o nos generan más conflictos, pero nosotros hemos de ir más allá, al encuentro de Dios y al encuentro de los hermanos, hemos de “aspirar siempre a vivir la fraternidad universal, como hijos del único Padre celestial”. Para los cristianos, dice el Papa, este camino está sostenido por el sacramento de la Reconciliación, camino de encuentro con Cristo que ha reconciliado todas las cosas, haciendo la paz por la sangre de su Cruz (Col 1,20), y que “nos pide deponer cualquier forma de violencia en nuestros pensamientos, palabras o acciones, tanto hacia nuestro prójimo como hacia la creación”. ¡Qué principio de vida y convivencia tan valioso para la paz!

Finaliza el Papa Francisco su mensaje expresando un deseo universal: “que cada persona que venga a este mundo pueda conocer una existencia de paz y desarrollar plenamente la promesa de amor y vida que lleva consigo”.

También para nosotros

A menudo nos vence la tentación de pensar que este tipo de mensajes no es para nosotros, pues no somos personas conflictivas y no vivimos en una sociedad en guerra; que no necesitamos pensar en la paz porque somos sobradamente hombres y mujeres pacíficos que huimos del conflicto y de cualquier forma de violencia; que somos ecuánimes y dialogantes, auténticos “artesanos de la paz” en cualquiera de los ámbitos en los que nos movemos cotidianamente.

¿Pero, de qué paz hablamos? ¿Qué entendemos por paz? ¿De verdad, nuestro interior está en paz? ¿Nuestras familias viven en paz? ¿Nuestra sociedad carece de conflictos y todos en ella convivimos armónicamente y en paz?

La paz de la que Francisco nos habla no es la mera ausencia de conflictos o guerras, no es el equilibrio de contrarios o adversarios, no es la simple aceptación ‘pacífica’ de todo porque no tengo otra salida, no es la ‘adaptación acrítica’ al medio social en el que nos desenvolvemos.

La paz de la que nos habla el Papa solo se entiende cuando se vive. Y para vivirla se necesita capacidad y deseo de escucha y apertura sincera al Dios creador que nos ha dado la vida y nos sostiene en ella, a los demás como compañeros y hermanos en el camino de la vida y al universo creado como don de Dios que nos envuelve. Aperturas que irremediablemente van acompañadas de silencio e interiorización. La paz del corazón, de la conciencia, que produce el deber cumplido, o el trabajo bien realizado, o la coherencia de vida, es el cimiento básico de otros niveles de paz. Cuando no hay paz en el corazón difícilmente podremos ser artesanos de la paz. La fe cristiana, la confianza en la misericordia del Padre manifestada en Jesucristo, nos propone siempre el camino de la reconciliación, humana y sacramental, para recuperar la paz del corazón. Esa paz no depende de técnicas ni de modos de respirar o acomodar el cuerpo. Depende del deseo sincero de confrontar la propia vida con la verdad de Dios y de uno mismo.

Y desde la paz interior podremos ser artífices de paz en la familia y en nuestros ámbitos de convivencia. Seamos sinceros… necesitamos más paz y sosiego en nuestras familias. Las circunstancias en las que nos toca vivir, las carencias, las limitaciones, las estrecheces económicas y hasta habitacionales nos hacen perder la paz y la paciencia; pero no solo eso, también nuestra forma de pensar autosuficiente, nuestros orgullos y dependencias ideológicas, nuestra falta de autocrítica o nuestros vicios. El Papa Francisco nos ofrece en su mensaje varias sugerencias para crecer en el camino de la paz… no hay soluciones hechas ni recetas de farmacia, porque la paz es una tarea a realizar, un camino a recorrer juntos, en el cual los ingredientes del diálogo sincero, del respeto mutuo, y del perdón y la reconciliación no pueden faltar. Crecer en solidaridad y fraternidad es siempre camino para la paz.

Paz también añorada en los ámbitos más amplios de nuestra sociedad, donde trabajamos, convivimos, participamos, nos divertimos, en fin, nos desarrollamos como personas inteligentes y libres. Todos deseamos vivir en paz. Y por ello, de manera respetuosa y compartida, hemos de estar dispuestos a dejarnos interpelar por este deseo tan humano como esencial. La corresponsabilidad es de todos, pero no al mismo nivel. Es evidente que quienes asumen tareas de organización y gobierno, en cualquier institución, han de implicarse más profunda e intensamente en lo que conduce a la paz social, en la defensa del bien común y de los derechos individuales y colectivos, en el diálogo y en la justicia sociales, en la solución concreta de los problemas especialmente de los más pobres y desfavorecidos, en la lucha contra la corrupción y los favoritismos, en el respeto a la forma de pensar y de expresarse de cada uno, siendo al mismo tiempo la autoridad que garantiza el orden y el cumplimiento de las obligaciones de cada individuo como ciudadano libre. La auténtica paz social será el fruto de ese trabajo colectivo y corresponsable en el que el diálogo respetuoso y la crítica constructiva, sin prejuicios ni resentimientos, nos impulse a ser cada día más solidarios y fraternos, en el que nos sintamos reconciliados y reconciliadores, más defensores de la casa común y más agradecidos, los que tenemos fe, con el Dios creador de todo y Padre de todos, que se nos ha manifestado en Jesucristo, Padre y Príncipe de la Paz, el mismo que nos dice a todos, bienaventurados, dichosos, felices los que buscan y trabajan por la Paz.

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