Lo (a)normal y lo real

Por: José Antonio Michelena

Cuba-pandemia
Cuba-pandemia

Los rostros de la nueva normalidad

Tres meses después de confirmarse los primeros casos de Covid-19, Cuba comenzará a abrir la sociedad para ir entrando en la llamada nueva normalidad, un término compuesto que no resulta nada placentero, una realidad que no promete ser muy diferente a la que estamos viviendo desde el comienzo de la pandemia.

En el tiempo transcurrido hemos vivido una experiencia inédita que ha variado nuestros ritmos y maneras de existir y nuestras conductas, sobre todo en el espacio público, el cual se ha transformado en un entorno que debemos encarar con recelo y precaución. Fuera del hogar nada es seguro.

Nunca como hasta ahora la sensación de aldea global ha sido tan evidente y notoria. Hemos vivido pendientes de cada noticia que tenga que ver con el virus, desde los medicamentos y terapias hasta el manejo de la crisis por los gobiernos y estados, y estos se han diferenciado en la forma de hacerlo, con mayor o menor fortuna, con mayor o menor transparencia (algunos sin ninguna transparencia).

Las crisis provocadas por la covid-19 están en proceso. Si bien en Asia y Oceanía la situación de salud está bajo control, y en Europa el ritmo de contagios y fallecimientos ha disminuido, en África la pandemia está en ebullición, y América sigue con la peor estadística global, ayudada por la pésima gestión de varios gobiernos.

Sin terapias salvadoras ni vacunas existentes aún, el SARS CoV 2 seguirá con su rastro indeseable hasta que la ciencia lo detenga, pero ya el mundo será otro, porque ya es otro. Así como el VIH/Sida, hace cuarenta años, cambió nuestras conductas hacia las relaciones sexuales, este virus ha modificado nuestras relaciones sociales, nuestro accionar en sociedad, y ha mostrado de manera enfática los rostros diversos de la condición humana.

Claro que no todos nos comportamos igual en el espacio público, claro que no todos hacemos la misma lectura de la frase “percepción de riesgo”; mientras unos la asumen con responsabilidad, otros ni siquiera reparan en ella, o le conceden la más mínima importancia.

Términos como distanciamiento físico también sufren la adaptación que hace cada individuo, y ni qué decir de la palabra solidaridad, tan nombrada en los últimos meses. A nivel práctico, a escala social, todo se entreteje y conforma una realidad compleja, enrevesada, que desborda esquemas y etiquetas, llámense nación o país.

Desde hace noventa días los cubanos (o una buena parte) hemos comenzado el día pendientes de la información que ofrece, a las 9:00 a.m., el Ministerio de Salud Pública, sobre la actualidad del coronavirus. Mientras que los noticieros del mediodía y la noche han aumentado su audiencia significativamente por la misma razón noticiosa. He escrito en otro texto que nos hemos levantado y acostado cada día con la sombra del coronavirus al lado nuestro.

Y, si bien, ha sido un tiempo factible para estar a solas con nosotros mismos y con nuestra familia; para hacer balances, introspecciones, valoraciones existenciales, trabajo intelectual, lecturas… No todos lo han podido vivir así.

En una ciudad como La Habana, de más de dos millones de habitantes, donde varios cientos de miles habitan en viviendas en las que conviven varias generaciones, con dormitorios compartidos, en espacios pequeños, no debe haber sido fácil ese confinamiento prolongado. En esas condiciones, coexistir ya es un reto.

Está, por otra parte, la necesidad de los alimentos. Porque desde antes de entrar siquiera en la fase 1 del coronavirus ya la isla estaba en crisis alimentaria. Las colas para comprar detergente y pollo no llegaron con el virus ni con el 2020. Pero este tiempo las ha potenciado.

Cuba en tiempos de Covid-19
Cuba en tiempos de Covid-19

Hemos visto en estos meses un resurgir de coleros y coleras; de revendedores y revendedoras; de mercaderes, especuladores, traficantes, usureros de productos y de todo lo vendible, comerciable, traficable; de personas que medran de las necesidades ajenas.

En oposición, contrarrestando esos males, han estado quienes sí han sido solidarios y han ayudado a los más vulnerables, con menos recursos para salir a la calle y batallar en las colas, o los han acompañado en su frágil condición. Han sido personas fieles al espíritu del bien, a lo mejor del ser humano.

Pero decir que las primeras son una minoría y las segundas predominan es consuelo de tontos, porque aunque fuera así, ese primer grupo es tan dañino y perturbador que basta esa supuesta minoría para entorpecer el ejercicio del orden, la disciplina y las buenas costumbres en la ciudad.

Cómo vamos a lidiar con esa realidad de ahora en adelante, no sabemos. Porque las colas van a seguir, nuestras necesidades siguen creciendo, y los márgenes y brechas donde opera el desorden están abiertos.

Con un transporte colectivo disminuido y una oferta de productos, bienes y servicios menguada, la nueva normalidad no ofrece un panorama muy alentador.

Mientras tanto, seguiremos usando mascarillas y practicando el distanciamiento físico, con recelo y temor del otro en la vía pública, o en cualquier espacio fuera del hogar, y nuestra naturaleza social continuará atrofiada en esta realidad distópica, nada normal.

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