Ha llegado el final del curso lectivo 2018-2019, es un buen momento para hacer memoria agradecida del paso de Dios por nuestras vidas durante este tiempo de formación. En septiembre comenzábamos una nueva etapa en la historia del Seminario cubano, cuando por primera vez después de muchos años la sede arquidiocesana de La Habana no abría sus puertas para seminaristas de todos los cursos sino a los estudiantes a partir del segundo año de Filosofía. Daba inicio así la nueva modalidad estructural que la Conferencia de Obispos Católicos de Cuba acordara para la formación sacerdotal: quedaba el Propedéutico San Agustín en el legendario Camagüey; el Filosofado San Basilio Magno, en la primada tierra caliente de Santiago de Cuba; y nuestra casa de La Habana como Teologado para todos los seminaristas del país, con la salvedad de que aquellos que ya habían comenzado la Filosofía en San Carlos la terminasen sin tener que irse al oriente cubano.
En el lluvioso octubre tuvimos la habitual celebración del día del Seminario, acompañados por el lema del curso: “Llamada, seguimiento y misión”. Más de ochocientas personas se acercaron a compartir con nosotros la experiencia formativa de la vida cotidiana. Luego comenzábamos los ejercicios espirituales que nos predicó el padre José Miguel Martínez exhortándonos a una profunda vida de oración y santidad. En noviembre la Fiesta San Carlos Borromeo nos invitaba a imitar sus virtudes y unos días después nos alegraba la apertura del año jubilar por los 500 años de la fundación de la Villa de San Cristóbal de La Habana, cuyo himno ha compuesto nuestro hermano cienfueguero Jesús Emmanuel Gómez Apesteguía.
En diciembre, la Santa Navidad encendió de guirnaldas nuestra vida y a ese gozo se unieron las vacaciones de fin de año, una buena oportunidad para la familia. La Jornada Mundial de la Juventud en Panamá al comenzar el año 2019, nos sorprendía con la posibilidad de ampliar la participación de los seminaristas. En semejante fecha nos visitaba monseñor Jorge Carlos Patrón Wong, obispo secretario de la Congregación del Clero para los Seminarios, quien nos manifestaba el afecto por Cuba del Santo Padre y también el del Dicasterio al que él representaba.
En febrero nos llegaba el cambio de semestre, con nuevas expectativas. Desde el primero de marzo, cuando comenzó la Cuaresma, la Iglesia nos invitaba a la conversión y a la penitencia. La Semana Santa, del 14 al 18 de abril, siempre de pastoral en alguna parroquia de la diócesis de origen, a la vez que nos introducía en los Misterios Pascuales de nuestra Salvación, nos permitía penetrar profundamente en el servicio como futuros pastores.
Mayo recibía a nuestras familias con las puertas abiertas. Es cierto que la esperanza cristiana nos hace descubrir el amor del Padre más allá de nuestras dificultades, por eso vale la pena recordar que no ha sido un año fácil para la comunidad del Seminario, en cuanto a la dimensión relacionada con la familia. El fallecimiento de varios padres, abuelos, amigos queridos o cercanos ha estado presente en casi todo el curso. También la realidad dolorosa de la enfermedad ha afectado profundamente nuestra estancia. El dolor por los que sufren en casa, físicamente lejos del Seminario se hace muy fuerte. La impotencia del querer ayudar y saberse incapaz, lo agudiza. Pero la oración de los hermanos, la compañía solícita, la buena atención de los superiores y las llamadas, mensajes o sencillamente timbres que se reciben en esos momentos, ayudan a descubrir una Iglesia amante y entregada al servicio de los demás.
En junio los exámenes finales del segundo semestre, la difícil prueba de bachillerato de los que terminan la etapa formativa y la salida a las vacaciones nos reta a un encuentro profundo con Cristo, que nos ha llamado a ser seguidores y misioneros de su amor en esta tierra. Este curso que finaliza no es una página que se cierra, al contrario, es parte esencial del camino que comienza todos los días en la confirmación del sí ante el Altar del Sacrificio santo y santificador. Por este curso que finaliza agradecemos al Señor, tensiones, lágrimas y sobre todo su amor. Vamos a las vacaciones, adoloridos por las cargas del camino, pero felices de haber compartido los padecimientos de Cristo (Col 1.24). Una vez más, Dios ha escrito una página de misericordia en nuestras vidas, “no con tinta, sino con Espíritu Santo; no en tablas de piedra sino en corazones de carne” (2Cor 3.3). Ω
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