Vivir entre cadáveres

Por: José Manuel González-Rubines

Movimiento animalista cubano
Movimiento animalista cubano

Nunca pudo imaginar aquel perrito –sobre todo porque los perros son incapaces de imaginar o razonar cualquier cosa– que él, o su cadáver para ser más exactos, daría de qué hablar y menos que figuraría impreso en página alguna. Un desafortunado evento, el último de su existencia, lo condujo a eso.
Como quizás todos los días, aquel pequeño can blanco y canela, de raza criolla –que es la raza de los sin raza– se dispuso a cruzar la Avenida Independencia (Boyeros) por su intersección con la calle San Pedro, a solo una manzana de la habanera Plaza de la Revolución. Esa mañana, marcada con el fuego de lo nefasto en el hilo de su perruna vida, tuvo la mala suerte de hallar en el camino a un chofer distraído que, de un solo y certero golpe, lo mandó a dormir el sueño eterno.
Comienza ahí la historia que motivó estas líneas, pues quien escribe tuvo la desdicha de pasar por la “escena del crimen” tan solo unos instante después de haber sido este perpetrado, cuando el cuerpecito sin vida reposaba aún caliente sobre el césped del separador. En aquel momento, se impuso una callada condolencia por la terrible suerte del animal y, acaso, un mal pensamiento –formulado por lo bajo, como quien no quiere la cosa– lanzado como dardo envenenado contra el chofer. Entonces, eso fue todo.
Terminado el día, en ese momento llamado tarde-noche por los cubanos y ocaso por los diccionarios, regresaba sobre mis pasos y mucha y muy desagradable fue mi sorpresa cuando casi me tropiezo con el perrito. Lo imaginaba ya descansando en algún lejano paraje, a la merced de carroñeros igual de lejanos, pero no, allí estaba aún, mostrando lo que los tafonólogos –científicos que por extraños motivos estudian los procesos de descomposición– llaman rigor mortis, la clásica rigidez de los cadáveres.
“Por la madrugada se lo llevarán”, pensé esperanzado. Pero, parafraseando a Augusto Monterroso: “cuando desperté, el cadáver todavía estaba allí”. Había avanzado del estado fresco, el primero de la descomposición, al hinchado y lanzaba sus olores al viento, salpicando el mediodía con los olores menos simpáticos que nariz alguna pueda desear.
Sin ánimos de ser demasiado gráfico, únicamente diré que en aquel sitio transitó el cuerpo por todas las etapas de la putrefacción. Con su hedor matizó el tránsito por el pedazo de avenida a caminantes y choferes, quienes en su presencia invariablemente se llevaban la mano a la nariz y a la boca, como quien quiere disimular una sonrisilla furtiva.
Todavía allí están sus restos, algo de piel y huesos, en su “isla de descomposición cadavérica” –dirían los avezados–, como regalo de algún concienzudo trabajador de Servicios Comunales a los paleontólogos del futuro. A solo una manzana de la sede del Gobierno de la República, en una de las arterias más concurridas de la capital, un perro murió y se fosilizó sin que nadie recogiera su cuerpo.
Pero esta historia sería solo un suceso aislado si no fuera por una realidad, ajena a los eventuales accidentes, mucho más profunda y antropológica: en nuestra ciudad pululan por doquier restos de animales que la infestan con su putrefacción. Las causas varían y van desde la insensibilidad de algunos hasta el actuar negativo de adeptos de prácticas religiosas, aunque todas tienen su raíz en la falta de civilidad que, para nuestra desgracia, ya es sello distintivo de amplias masas de conciudadanos.
¿Cuántos no hemos retorcido la cara, en una mueca de disgusto y lástima, ante el cuerpo de un pequeño gatito o perrito, abandonado en una bolsa y muerto de crueldad? ¿Quién no ha visto el cadáver de un gallo o las patas de un chivo en un cruce de calles o a los pies de un árbol?
Desde que el Homo sapiens es Homo sapiens –y aun antes, cuando era un ser más simiesco y peludo– los animales cohabitan con nosotros como una parte imprescindible de lo que somos. Esa convivencia ha configurado nuestra identidad como especie dominante, pero llamada a la protección de las otras, por eso es impensable, por horrible y falto de lógica, que la indiferencia y la crueldad sean nuestros premios por la lealtad y el amor que nos dispensan.
No son seres inferiores y dependientes, puestos aquí únicamente para satisfacer nuestras necesidades, sino los compañeros de viaje –muchas veces, los únicos– a los cuales acudimos en busca de consuelo y compañía. Una cultura de la sensibilidad y el respeto hacia aquellos con quienes convivimos debería ser parte de nuestro ADN; tendría que ser, además, integrante del amplísimo concepto de humanidad del cual nos vanagloriamos.
También impensable resulta que algunas personas se atribuyan el derecho de dañar la ciudad con cadáveres y olores putrefactos, arguyendo como excusa que es la expresión de su fe. Cualquier forma de libertad personal, la de culto incluida, termina donde comienza el espacio colectivo y es la ciudad ese espacio por excelencia. Como la humanidad, tendría que ser la civilidad un componente orgánico y central de nuestra formación como ciudadanos.
De todo ello derivan preocupantes cuestiones que este periodista dejará para reflexiones futuras, propias o ajenas: ¿Hasta cuándo funcionarán mal los servicios de recogida de desechos? ¿Cuánto demorará en llegar una tan pedida ley para la protección de los animales? ¿Cómo pueden regularse manifestaciones de fe que atentan contra la convivencia? Como todas las preguntas, estas invitan a buscar respuestas. Ω

10 Comments

  1. Y así continuaremos hasta tanto Cuba tenga una ley (o muchas) para la protección animal. Nada justifica el abandono. Tampoco el maltrato. Todos somos hijos de Cuba, pero también hermanos en la naturaleza. Por el civismo pasa su cuidado y protección. Ser decente incluye a los animales.
    A rescatar valores hemos sido convocados. Solo espero que también se entienda como valor su cuidado y protección.

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