6 de septiembre de 2020
“Donde dos o tres están reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos”,
dice el Señor.
Lecturas
Primera Lectura
Lectura de la profecía de Ezequiel 33, 7-9
Esto dice el Señor:
“A ti, hijo de hombre, te he puesto de centinela en la casa de Israel; cuando escuches una palabra de mi boca, les advertirás de mi parte.
Si yo digo al malvado: ‘Malvado, eres reo de muerte’, pero tú no hablas para advertir al malvado que cambie de conducta, él es un malvado y morirá por su culpa, pero a ti te pediré cuenta de su sangre.
Pero si tú adviertes al malvado que cambie de conducta, y no lo hace, él morirá por su culpa, pero tú habrás salvado la vida”.
Salmo
Sal 94, 1-2. 6-7. 8-9
R/. Ojalá escuchen hoy la voz del Señor:
“No endurezcan su corazón”.
Vengan, aclamemos al Señor,
demos vítores a la Roca que nos salva;
entremos a su presencia dándole gracias,
aclamándolo con cantos. R/.
Entren, postrémonos por tierra,
bendiciendo al Señor, creador nuestro.
Porque él es nuestro Dios,
y nosotros su pueblo,
el rebaño que él guía. R/.
Ojalá escuchen hoy su voz:
“No endurezcan el corazón como en Meribá,
como el día de Masá en el desierto;
cuando sus padres me pusieron a prueba
y me tentaron, aunque habían visto mis obras”. R/.
Segunda Lectura
Lectura de la carta del apóstol san Pablo a los Romanos 13, 8-10
A nadie le deban nada, más que el amor mutuo; porque el que ama ha cumplido el resto de la ley. De hecho, el “no cometerás adulterio, no matarás, no robarás, no codiciarás”, y cualquiera de los otros mandamientos, se resume en esto:
“Amarás a tu prójimo como a ti mismo”.
El amor no hace mal a su prójimo; por eso la plenitud de la ley es el amor.
Evangelio
Lectura del santo evangelio según san Mateo 18, 15-20
En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos:
“Si tu hermano peca contra ti, repréndelo estando los dos a solas. Si te hace caso, has salvado a tu hermano.
Si no te hace caso, llama a otro o a otros dos, para que todo el asunto quede confirmado por boca de dos o tres testigos. Si no les hace caso, díselo a la comunidad, y si no hace caso ni siquiera a la comunidad, considéralo como un pagano o un publicano.
En verdad les digo que todo lo que aten en la tierra quedará atado en los cielos, y todo lo que desaten en la tierra quedará desatado en los cielos.
Les digo, además, que si dos de ustedes se ponen de acuerdo en la tierra para pedir algo, se lo dará mi Padre que está en los cielos. Porque donde dos o tres están reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos”.
Comentario
Jesucristo sigue instruyendo a sus discípulos y a nosotros también. El evangelio de hoy nos ofrece tres enseñanzas de Jesús: la importancia de la corrección fraterna, la potestad de perdonar en la comunidad eclesial, y el valor comunitario de la oración. Ciertamente todas ellas tienen un hilo común que es, frente al individualismo de una vivencia introspectiva y solitaria de la religión, la relevancia de vivir la fe cristiana en comunidad, en la comunión de la Iglesia. Nos encontramos con el llamado “discurso eclesiológico” del evangelio de San Mateo, porque se contemplan en él las normas de comportamiento básicas de una comunidad cristiana: perdón, comprensión, solidaridad.
Esta perspectiva humana y cristiana que Jesús nos ofrece hoy choca de frente con el mundo individualista y egoísta en el que nos toca vivir, donde oímos con frecuencia que poco importa lo que los otros hagan “siempre que a mí no me perjudique de manera directa e inmediata”; “allá cada cual con sus cosas”. Individualismo que está impregnado de un egoísmo brutal, y que se manifiesta a todos los niveles… familiar, laboral, social, internacional…
Jesús nos invita a pensar que, tanto en la relación con Dios como en la relación entre nosotros, se da una corresponsabilidad que no podemos eludir. Somos corresponsables los unos de los otros porque vivimos en sociedad, porque Dios nos ha creado en comunidad, porque el ser humano es un ser relacional. Y la fe, como realidad humana y cristiana, también se vive en comunión y en comunidad, en la Iglesia.
Por eso hemos de asumir con naturalidad la nada fácil tarea de la corrección fraterna. Se trata de un ejercicio de caridad, de una obra de misericordia… una de las obras de misericordia: corregir al que se equivoca. Cada uno de nosotros somos el centinela del que nos habla el profeta Ezequiel en la primera lectura, invitados a proclamar la Palabra de Dios íntegramente, sin subjetivismos o matices acomodaticios.
Buscar la verdad y vivir en la verdad es el principio que nos debe impulsar siempre; pero la verdad debe ir acompañada del amor. La verdad sin amor puede convertirse en espada que hiere, en losa que aplasta. Santa Teresa de Jesús invitaba siempre a esperar llenarse de amor a alguien para después llevarle a la verdad.
Hemos de corregir como Dios nos corrige, con paciencia, con misericordia. En la corrección fraterna debemos evitar las arrogancias, los prejuicios, los puritanismos, la prevalencia de la ley o la norma sobre la persona, las imposiciones injustificadas sin argumentos, los reduccionismos acomodados de la verdad, los personalismos, la falsa humildad que no deja de ser un ejercicio solapado de soberbia.
A veces es penoso el modo con el que corregimos, sin discreción, sin saber esperar el momento adecuado, falto de tacto humano y de caridad cristiana. En lugar de hacer como dice Jesús, lo hacemos al revés… primero propiciamos que se entere todo el mundo del problema, lo ponemos en boca de todos, y luego “algún alma caritativa” se atreve a acercarse a corregir al hermano afectado, del que ya todo el mundo ha hablado.
Corregir a los demás lleva consigo un alto nivel de autoexigencia; debiéramos ser capaces de corregir antes con el ejemplo que con la palabra. También lleva consigo un grado enorme de humildad y empatía… quizás el pecado de los otros ha sido alguna vez también el nuestro… o algún día lo será.
Jesús nos recuerda que la potestad de atar y desatar, es decir, de perdonar, de restablecer la comunión con Dios y con los hermanos, es una tarea, una misión encomendada a toda la comunidad, a la Iglesia. En la medida en que la vivimos individualmente, siendo capaces de perdonar, pidiendo perdón tantas veces como haga falta, hacemos que nuestra comunidad eclesial viva como comunidad reconciliada y reconciliadora, consciente de ser reflejo de la misericordia del Padre, que hace salir cada día el sol sobre justos y pecadores. Qué bueno que lo vivamos a través del sacramento de la reconciliación tantas veces cuantas necesitemos. Dios no se cansa de perdonarnos, somos nosotros los que nos cansamos de pedirle perdón, a Él y a los hermanos.
Así mismo una comunidad en la que todos nos sentimos corresponsables los unos de los otros, no sólo de las tareas y funciones, que vive el perdón como expresión máxima del amor fraterno, orará unida, pidiendo juntos lo que más conviene. Será una comunidad no sólo reunida físicamente en el nombre de Jesús, sino también unida por su Espíritu. La celebración de la Eucaristía dominical visibiliza la comunión en Cristo, que se hace presente en su Palabra y en el sacramento de su Cuerpo y de su Sangre, en medio de todos los que profesamos nuestra fe en Él, y que vivimos su mandamiento de amarnos como hermanos, como Él nos ama.
El texto de San Pablo a los Romanos lo resume magistralmente. Vivir la fe en Cristo es vivir en el amor fraterno. Dios quiere que nos amemos como hermanos, que vivamos de hecho y con hechos la fraternidad. “Obras son amores, y no buenas razones”, dice el refrán. Quien ama de verdad y de corazón, cumple con toda la ley, con todo lo que Dios quiere de nosotros; pues la plenitud de la ley es el amor. Amar de verdad y de corazón, amar a los demás como Dios nos ama, especialmente a los menos amables o amados, mirar a los otros como Dios nos mira, pensar en ellos como Dios nos piensa, no hace daño nunca sino todo lo contrario; hace mucho bien, nos hace mucho bien y mucha falta. En este sentido, San Agustín decía: “Ama y haz lo que quieras”. Quizás hemos de reconocer que todavía nos falta mucho para vivir el amor con tal libertad de espíritu. Pidámoslo juntos con fe al Señor, pues Él nos ha dicho que “si dos de ustedes se ponen de acuerdo en la tierra para pedir algo, se lo dará mi Padre que está en los cielos”.
Oración
Danos, Señor, la gracia del amor fraterno.
Amor sincero de hermanos, de hijos de un mismo Padre, nuestro buen Padre Dios.
Haznos capaces de perdonar siempre, aunque nos siga doliendo la ofensa.
Ayúdanos a ser humildes de corazón para corregir desde el amor y el cariño sinceros.
Capacítanos para recibir la corrección sin juzgar a quien nos corrige, con gratitud aunque se equivoquen.
Danos, Señor, la gracia del amor fraterno.
Que no hiramos al otro con la palabra, que no utilicemos el sarcasmo, la ironía malsana o el desprecio en la conversación con los hermanos. Que sepamos escuchar antes de hablar, que hablemos con sensatez y delicadeza. Que seamos capaces de poner en tela de juicio nuestros propios criterios. Que nos dejemos iluminar.
Que nuestros silencios no sean evasivos o malintencionados, sino receptivos y orantes.
Danos, Señor, la gracia del amor fraterno.
Que nuestro gesto sea siempre cordial y amistoso, que nuestra sonrisa sea sincera y sin hipocresía, que el saludo no falte en nuestros encuentros y despedidas.
Que sepamos descubrir lo que el otro necesita antes de que nos lo diga.
Que sepamos interpretar el sentir de los demás para empatizar mejor con ellos.
Que dejemos a un lado lo que estamos haciendo cuando alguien nos requiera para ayudarlo, aunque sea en algo poco importante.
Que no mostremos rechazo o desagrado ante los pobres, enfermos o necesitados.
Danos, Señor, la gracia del amor fraterno.
Que sintiéndonos reconciliados contigo, Señor, y con los hermanos, seamos siempre reconciliadores y nunca generadores de divisiones o disputas.
Que no seamos chismosos o breteros, calumniadores o sembradores de intrigas.
Ayúdanos a vivir la fe en comunidad y en Iglesia, sin individualismos ni egoísmos.
Enséñanos a orar teniendo en mente las necesidades de los demás antes que las propias.
Que nuestras celebraciones eucarísticas sean siempre sacramento de comunión contigo y con los hermanos, en la escucha de tu Palabra, en la comunión de tu Cuerpo y de tu Sangre.
Danos, Señor, la gracia del amor fraterno.
Amén.
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