Salir de la zona de confort: Taller para cineastas

Por: Berta Carricarte Melgarez

Fotograma del documental El año en que no hubo año.
Fotograma del documental El año en que no hubo año.

Ser joven, desde mi punto de vista y mi experiencia, es una condición mental. Perdón por usar un lugar común, y al propio tiempo de tan gratuita mención. No obstante, lo cierto es que “joven ha de ser quien lo quiera ser”, como dice el bolero. En ello influye poco la edad biológica, y aunque se trata de un tema que tiene muchísima tela por donde cortar, creo que una de las premisas fundamentales para reconocer que estamos ante una persona joven, es constatar su necesidad de aprender. La sed de conocimiento es un síntoma de innegable juventud. Aprender sobre esto y sobre lo otro, porque “me puede servir en el futuro”, da una clara idea de cuán joven se siente una persona. Otro rasgo es la capacidad de adaptación, así como la necesidad de experimentar cambios, de revolucionar, de hacer algo diferente, novedoso, lo que también pudiera ser “salir de la zona de confort”. Hay mucha gente vieja que no rebasa los veinticinco años, y personas de la mal llamada “tercera edad”, que van por el mundo con una libreta de proyectos bajo el brazo, con lo cual acusan una adolescente vitalidad. Visto así, la Muestra Joven ICAIC –que se realiza anualmente– puede ser una vitrina capaz de transparentar la verdadera edad artística de realizadores que, según su carnet de identidad, tienen menos de treinta y cinco años.
Organizado por la Fundación del Nuevo Cine Latinoamericano y la Asociación Católica Cubana para la Comunicación (SIGNIS Cuba), con la colaboración de la Muestra Joven ICAIC, el 1ero. de abril se celebró el XVI Taller Talentos para el Futuro. La sala de proyecciones Walfredo Piñera acogió a un grupo de videastas noveles, quienes compartieron experiencias con veteranos realizadores interesados en la producción de cine joven.
Ocho obras completaron esta vez la nómina seleccionada para el taller: cinco cortos de ficción y tres documentales. Mantengo el sistema de categorías aplicado en la Muestra ICAIC, aunque si fuera más precisa, me atrevería a decir que solo se presentaron dos documentales, porque el tercero corresponde a lo que hace buen rato se denomina videocreación (o videoarte); groso modo, se trata de un tipo de obra audiovisual que sobredimensiona la importancia de los elementos formales, los convierte en aspectos protagónicos, para que lo importante sea, ante todo, el cómo y no tanto el qué. Los primeros antecedentes de esa práctica en el espacio internacional podrían localizarse asociados a la vertiente experimental de la producción cinematográfica de la década de 1920, así como al trabajo de artistas de la plástica. En Cuba se pueden considerar piezas como Now de Santiago Álvarez, también precursora del llamado video clip; así como Coffe arábiga, entre otras similares de Nicolás Guillén Landrián y Cosmorama de Enrique Pineda Barnet.
Un poco más cercanas en el tiempo, se reconocen como videoarte Oscuros rinocerontes enjaulados (muy a la moda) (1990), de Juan Carlos Cremata; y Amor y dolor (1990), de Enrique Álvarez. Precisamente desde la década de 1990 hasta la actualidad, se ha expandido el número de obras que pueden ser clasificadas bajo este rubro, sin menoscabo de otras clasificaciones que les puedan ser endilgadas. Artistas plásticos como Néstor Siré y Juan Carlos Alom han presentado obras que sostienen un perfecto diálogo con disímiles modalidades de producción audiovisual, por lo que han encontrado cabida en diferentes ediciones de la Muestra ICAIC.
En el caso del Taller, nos referimos a Home (Alejandro Alonso, producción de la Escuela Internacional de Cine y Televisión, EICTV), con una fotografía muy contrastada y manipulada como si fuera un material de archivo. Desde mi parecer como espectadora, Home expresa el derrumbe, el fenecimiento, la obsolescencia asociados a un concepto de nación; concepto que parte de algo muy concreto como la ciudad, el país, un recuerdo, un mapa, unas coordenadas o el nombre de “Cuba”, que, como pueblo, ciudad o villa, existe en al menos ocho estados de Norteamérica. Como todo buen videoarte en la misma medida que hermetiza su discurso, se vale de diversos recursos expresivos (la banda sonora, entre ellos), para proveer al destinatario de un repertorio poético que nutra su experiencia y guíe su interpretación del hecho artístico.
En cuanto a los documentales, me gustaría comenzar por Los viejos heraldos (Luis Alejandro Yero, producción EICTV), donde se ofrece un pequeño panorama de la vida de un matrimonio nonagenario compuesto por Tatá y Esperanza. Mientras el viejo cuida un horno de carbón durante largas jornadas, y Esperanza se ocupa de las tareas domésticas, la televisión –único objeto suntuoso en aquel desvencijado bohío– transmite el proceso asambleario que llevó a la presidencia al sucesor de Raúl Castro. El mayor logro estético de este corto radica en la perfecta polaridad que logra entre el evento político-mediático que supone un hecho histórico novedoso, y la realidad íntima de dos ancianos sumergidos en la ruina material, en lo que constituye el principio del fin de un ciclo de vida en pareja. Quizás el antecedente de este video lo constituya el documental Verde Olivo (2017), con excelente dirección, fotografía y edición de Celina Escher, y también producido por la EICTV. En este caso, el longevo matrimonio es liderado por Teresa, vieja luchadora comunista, muy bien informada de la realidad nacional a través de los medios de prensa: el periódico Granma, la radio y la televisión. Seguidora incondicional de Fidel y Raúl, celebra la visita de Obama, acontecimiento que sigue a través de la pantalla; sin dejar de corregir su entusiasmo por ese momento histórico, al recordar la cruenta discordia que ha caracterizado las relaciones de Estados Unidos con la Revolución cubana. Al propio tiempo –y en esto ambos cortos se dan la mano–, las condiciones de vida de esta luchadora sempiterna, plantean una sutil contradicción entre el oropel propagandístico de la política pública, oficial, y la realidad cotidiana de la humilde mayoría.
En cuanto al documental El año que no hubo año (Fernando Almeida, 2017, producción independiente), es un ejemplo de lo que la inventiva más lozana es capaz de crear. Sin estudios académicos sobre cine, a golpe de pura intuición y reinterpretación de todo el acervo visual que acompaña el desarrollo de cualquier sujeto nacido en los últimos veinte o veinticinco años, Almeida logra construir un discurso sincero y estéticamente loable, sobre un tema cerrado a la discusión oficial en el presente, pero muy debatido entre los afectados: el servicio militar, con énfasis en la prestación obligatoria de los que acceden a la universidad y ven retrasadas sus expectativas de estudio durante un larguísimo año. Almeida no escoge los tradicionales modos de contar una historia o de documentar un hecho; se salta las convenciones del género, y tampoco sigue a pie juntillas las normas de una presunta dramaturgia ortodoxa, que se vende como inapelable. No es que con ello se convierta en pionero de ninguna estética anticipada. Simplemente maneja su instrumento de filmación (su teléfono celular) con libérrima voluntad, adaptándose a las circunstancias de su proceso fílmico: inmediatez, espontaneidad, sorpresa, capacidad de discriminación de datos, manejo inteligente y poético de los recursos expresivos del lenguaje audiovisual, ética en el planteamiento de sus tópicos, y lo no menos importante, una plataforma conceptual, lo suficientemente sólida como para sostener un punto de vista sin fisuras ni ambivalencias.
Con respecto a los cortos de ficción, quizás lo más endeble se localice en el titulado Alberto (Raúl Prado Rodríguez, 2018) y Generación (Meilin Quiles Durañona, 2018, producción FAMCA). El primero cuenta la historia de lo que Alberto descubre al regresar a Cuba después de muchos años de ausencia. El problema radica en que el conflicto se precipita demasiado, y queda concluso en el primer tercio de la obra. Todo lo demás se convierte en una redundancia, que deja expuesta la impericia en términos de dirección de actores, diálogos y dramaturgia en sentido general. El segundo (Generación), es una fantasía seudocientífica que pudo haber transitado mejor por los senderos del absurdo y la comedia, antes que aventurarse en un drama sin tiempo para desarrollar un argumento menos facilista y trillado. En su favor hay que destacar la dirección de arte, que le proporcionó un alto grado de coherencia y significación a la imagen; inmerecido esfuerzo ante la banalidad del relato.
Implacables modelos de actuación infantil que nos persiguen desde épocas inmemoriales –no se le debe achacar todo a La Colmenita–, fustigan a los directores del cine cubano cuando introducen niños como protagonistas o secundarios en sus películas. En la actualidad se puede repasar la cinematografía internacional en busca de actuaciones infantiles paradigmáticas: El color del paraíso (Majid Majidi,1999), The Search (Michel Hazanavicius, 2018), Capernaum (Nadine Labaki, 2018). Pero, para como están las cosas con la actuación infantil en el cine de esta Isla, Cositas malas no es un mal ejemplo. También es cierto que la actuación de Coralia Veloz enriquece la puesta en escena, al interpretar a una vieja cascarrabias, cuya gallina ha sufrido cierto maltrato por parte de unos niños. La tesis del corto entrelaza dos elementos bien interesantes. Por un lado, se vale del saber popular cuando señala a quienes juzgan a su semejante a partir de su extracción social, y por otro, lanza un sutil llamado de alerta a la sociedad sobre los modos de educación y cuidado de los hijos. Lo mismo enjuicia a la madre que deja a su prole al cuidado de personas inescrupulosas o taradas, así como a esos padres ausentes que suplen su rol educativo y su indispensable presencia con artefactos tecnológico-domésticos para entretener a sus hijos. Pero, además, el corto deja abierta la especulación acerca de los intrincados senderos que puede atravesar el despertar sexual de los adolescentes cuando carecen de la orientación de los adultos.
De cierta forma el tema de la “educación” es retomado en Flying Pigeon (Daniel Santoyo Hernández, 2018). Un señor de mediana edad, acompaña e instruye a un joven díscolo, sobre cómo ejecutar asaltos a mano armada. A pesar de sumergirse en los territorios de la marginalidad, el corto no pretende esgrimir ninguna especie de lección antropológica, ni ser representativo de una tesis sociológica. En una escena que parece rendir homenaje al cineasta Quentin Tarantino –tan dado a reproducir en sus filmes la espontánea locuacidad de la vida cotidiana– el experimentado vejete inicia una disertación sobre las cualidades humanísticas del futbolista Cristiano Ronaldo, que lo colocan por encima de sus homólogos. Esa escena conjuntamente con la secuencia final, son muy de agradecer; sin embargo, sobra el último plano, es decir, la última imagen, que habrá quedado por bonita, pero en cambio, sacrifica el cierre elíptico, sugerente y perfecto, que ya tenía el filme.
Tal vez la EICTV ha puesto un reto a sus estudiantes: contar mediante el uso de un plano secuencia. Esta técnica de rodaje implica una toma de cámara que transita por diferentes escalas de planos, sin que se produzca corte. Ello implica un máximo nivel de coordinación de la puesta en escena y del manejo de la cámara, así como un despliegue actoral muy bien calculado, pues cualquier fallo significa empezar a filmar la secuencia desde el principio, habida cuenta de que ello puede representar desde unos pocos minutos hasta períodos significativamente largos (la totalidad del filme). Dejando de lado los numerosos detalles involucrados en un plano secuencia, así como las películas y los directores que han hecho uso de él, digamos que es un súper reto lanzarse a narrar algo, en pocos minutos, empleando un recurso semejante.
La Muestra tuvo a bien presentar dos atractivos ejemplos: Fin (2018) del enfant terrible Yimit Ramírez y Los amantes (2018) de Alán González, donde resaltan con agudeza creativa las potencialidades expresivas del plano secuencia. El último corto ilustra un instante de la vida de una pareja avocada a una circunstancia límite; no sabemos qué pasó antes ni qué pasará después de esos ocho minutos en pantalla. Tanto en el caso de Los amantes, como en el de Fin, las situaciones dramáticas donde despega el plano secuencia, se presentan in media res, es decir, cuando ya han dejado atrás todo preámbulo y se aproximan al clímax. Cada una, en su propio estilo y en consonancia con las particularidades de los espacios escogidos y la naturaleza del relato, coloca al protagonista en situación neurálgica, explosiva, con lo cual prevalece la intriga por sobre su resolución formal. Ambas obras concursaron en el apartado de ficción y ganaron, respectivamente, entre otros lauros, el premio a la mejor actriz (Lola Amores) y al mejor actor (Milton García).
Lo presentado en el Taller Talentos para el Futuro, es un buen resumen curatorial de la Muestra ICAIC, que en su más amplia selección tuvo imperdonables resbalones y descalabrantes caídas en algunos momentos. Por ejemplo, incluyó un corto de ficción titulado Cerdo (con guion y dirección de Yunior García Aguilera), que, si bien presume de una aceptable puesta en escena, desde el punto de vista ético es inaceptable por el irrespeto que plantea al manipular una cita bíblica con fines obscenos, por su declarada misoginia y por dejar un mensaje de consentimiento tácito a prácticas sexuales que atentan contra el normal desarrollo de la infancia.
En cambio, cabe mencionar la excelencia del largometraje documental Brouwer. El origen de la Sombra (Katherine T. Gavilán, Lisandra López Fabé, 2019), que por su extensión no podía incluirse entre las obras exhibidas en este Taller.
Desde mi punto de vista, el cine hecho por jóvenes en Cuba, tiende a romper las clásicas molduras de la narración aristotélica, demasiado desacreditada ya por la postmodernidad. Directores como Chantal Akerman, Jean-Luc Godard, Michelangelo Antonioni, Andrei Tarkovski, Shohei Imamura, Nuri Ceylan, Brillante Mendoza, Abbas Kiarostami, Lucrecia Martel e incluso el cubano Tomás Piard, entre otros muchos, han demostrado que se puede hacer un cine al margen de la glosa reiterada y anquilosada de Hollywood. La dramaturgia clásica reducida a encajar en el imaginario dominador del patriarcado, puede ser hábilmente reinterpretada o superada por nuevas estrategias narrativas que sean verdadera expresión de tiempos nuevos, y que sirvan para desalentar las guerras, las fobias, las intolerancias y la ignorancia hija de la pereza. Recuerdo que Abbas Kiarostami (genial director de cine iraní) contaba que la primera vez que leyó un libro sobre cine, no lo entendió, y lo dejó a un lado. Ojalá nuestros bisoños formados o no en escuelas para futuros cineastas, tengan la suficiente arrogancia juvenil para hacer lo mismo, pues más vale ser creativo ignorando la academia, que ser chapucero tratando de imitarla. Ω

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