VI Domingo del Tiempo Ordinario

Por: padre José Miguel González Martín

Palabra de Hoy
Palabra de Hoy

13 de febrero de 2022

Bendito quien confía en el Señor y pone en el Señor su confianza.

Si Cristo no ha resucitado, nuestra fe no tiene sentido.

Jesús les dijo: “Bienaventurados los pobres, porque de ustedes es el reino de Dios”.

Lecturas

Primera Lectura
Lectura del Profeta Jeremías 17, 5-8
Esto dice el Señor:
“Maldito quien confía en el hombre, y busca el apoyo de las criaturas,
apartando su corazón del Señor.
Será como cardo en la estepa, que nunca recibe la lluvia;
habitará en un árido desierto, tierra salobre e inhóspita.
Bendito quien confía en el Señor y pone en el Señor su confianza.
Será un árbol plantado junto al agua, que alarga a la corriente sus raíces;
no teme la llegada del estío, su follaje siempre está verde;
en año de sequía no se inquieta, ni dejará por eso de dar fruto”.

Salmo
Sal 1, 1-2. 3. 4 y 6
R/. Dichoso el hombre que ha puesto su confianza en el Señor.
Dichoso el hombre que no sigue el consejo de los impíos,
ni entra por la senda de los pecadores, ni se sienta en la reunión de los cínicos;
sino que su gozo es la ley del Señor, y medita su ley día y noche. R/.
Será como un árbol plantado al borde de la acequia: da fruto en su sazón
y no se marchitan sus hojas; y cuanto emprende tiene buen fin. R/.
No así los impíos, no así; serán paja que arrebata el viento.
Porque el Señor protege el camino de los justos,
pero el camino de los impíos acaba mal. R/.

Segunda Lectura
Lectura de la primera carta de San Pablo a los Corintios 15, 12. 16-20
Hermanos:
Si se anuncia que Cristo ha resucitado de entre los muertos, ¿cómo dicen algunos de entre ustedes que no hay resurrección de muertos?
Pues si los muertos no resucitan, tampoco Cristo ha resucitado; y, si Cristo no ha resucitado, nuestra fe no tiene sentido, seguimos estando en nuestros pecados; de modo que incluso los que murieron en Cristo han perecido.
Si hemos puesto nuestra esperanza en Cristo solo en esta vida, somos los más desgraciados de toda la humanidad.
Pero Cristo ha resucitado de entre los muertos y es primicia de los que han muerto.

Evangelio
Lectura del santo Evangelio según San Lucas 6, 17. 20-26
En aquel tiempo, Jesús bajó del monte con los Doce, se paró en una llanura con un grupo grande de discípulos y una gran muchedumbre del pueblo, procedente de toda Judea, de Jerusalén y de la costa de Tiro y de Sidón.
Él, levantando los ojos hacia sus discípulos, les decía:
“Bienaventurados los pobres, porque de ustedes es el reino de Dios.
Bienaventurados los que ahora tienen hambre, porque quedarán saciados.
Bienaventurados los que ahora lloran, porque reirán.
Bienaventurados ustedes cuando les odien los hombres, y los excluyan, y los insulten y proscriban su nombre como infame, por causa del Hijo del hombre.
Alégrense ese día y salten de gozo, porque su recompensa será grande en el cielo. Eso es lo que hacían sus padres con los profetas.
Pero, ¡ay de ustedes, los ricos, porque ya han recibido su consuelo!
¡Ay de ustedes, los que están saciados, porque tendrán hambre!
¡Ay de los que ahora ríen, porque harán duelo y llorarán!
¡Ay si todo el mundo habla bien de ustedes! Eso es lo que sus padres hacían con los falsos profetas”.

Comentario

De nuevo hoy el Señor nos regala su Palabra que es luz para nuestros pasos y fuerza que nos impulsa en la vida; se acerca a nosotros con un mensaje que invita a poner nuestra confianza sólo en Él, mensaje a la vez exigente y comprometedor, ante el que no podemos permanecer inertes o indecisos. Hay que tomar partido, apostar, optar, decidirnos.
En la primera lectura, el profeta Isaías contrapone la doble actitud que tantas veces se contrapone también en cada uno de nosotros. Por un lado, llama maldito a quien pone su confianza en el hombre y sus cualidades o capacidades propias o ajenas, en las cosas de este mundo, en el poder, en el saber, en el tener, apartando su corazón de Dios. Y predice para él la esterilidad y la infelicidad a través de imágenes bien elocuentes: “será como cardo en la estepa, que nunca recibe la lluvia; habitará en un árido desierto, tierra salobre e inhóspita”.
Por otro lado, llama bendito a quien confía y pone su confianza en el Señor; notamos que reduplica la expresión como para remachar el clavo, como para que quede bien claro. Y predice, para quien opta por esta actitud, la fecundidad y la felicidad a través de otra serie de imágenes, totalmente opuestas a las anteriores, no menos expresivas y elocuentes: “Será un árbol plantado junto al agua, que alarga a la corriente sus raíces; no teme la llegada del estío, su follaje siempre está verde; en año de sequía no se inquieta, ni dejará por eso de dar fruto”.
Por tanto, estamos ante la maldición o la bendición, no como algo que viene de arriba arbitrariamente sino algo por lo cual podemos optar y depende de nosotros. En la vida podemos ser malditos, estériles, infelices, o benditos, fecundos y felices. ¿Cuál es tu opción? Seguro que todos queremos lo segundo, pero ¿ponemos los medios para ello? Es decir, ¿ponemos la confianza en el Señor siempre en modo total y absoluto?
Pero, ¿qué es confiar en Dios? ¿En qué consiste poner la confianza en el Señor? Recuerdo una frase preciosa de San Juan Pablo II que nos puede ayudar a entenderlo mejor: “Pon todo en las manos de Dios y verás la Mano de Dios en todo”. Ciertamente confiar en el Señor no significa no hacer nada, quedarse mirando al cielo, esperando pasivamente. Hemos de poner de nuestra parte lo que está a nuestro alcance para ser instrumentos de Dios, porque Dios siempre cuenta con nuestra inteligencia, decisión, empeño. Nos ha creado a su imagen; somos sus mejores intérpretes y colaboradores. Hay un viejo refrán que dice: “reza como si todo dependiera de Dios; trabaja como si todo dependiera de ti.” Ha sido atribuido a San Ignacio y muchos piensan que recoge el espíritu ignaciano: entregando todo a Dios en la oración, y luego trabajando sin descanso para realizar el trabajo que el Señor nos encomienda.
En el evangelio de hoy también nos encontramos la contraposición de las bienaventuranzas frente a las malaventuranzas. Jesús llama bienaventurados a los pobres, a los hambrientos, a los que lloran, a los que son odiados, excluidos, insultados y proscritos por su Nombre. Y en modo alternativo y contrapuesto se lamenta de los ricos, de los saciados, de los que ríen, de los que todo el mundo habla bien. Es importante comprender que Jesús no condena a los segundos para salvar a los primeros. Sencillamente indica dónde radica la bienaventuranza, es decir, la auténtica fecundidad y felicidad, la bendición que trasciende la vida terrena.
Los segundos son aquellos que han optado por poner su confianza en el dinero y en el poder, en los medios humanos, en la alegría pasajera y mundana, en el cuidado de la imagen, la adulación y el bien decir de la gente sobre ellos. Serán estériles, infecundos y, a la larga, infelices con un corazón vacío y solitario.
Los primeros son los que, por suerte o por desgracia, por opción personal o por imposición de la vida, no tienen nada ni a nadie; son los que pasan hambre y sed de comida y bebida, de medicinas, de casa, de trabajo, de afecto y cariño; son los que sufren lo indecible, los que no paran de llorar, los que son insultados, calumniados y despreciados impunemente, los que son excluidos y descartados en cualquier ámbito social, los que son perseguidos incluso encarcelados o asesinados porque han decidido ser fieles a lo que Dios les pide o simplemente coherentes con su propia conciencia. A estos, solo a estos, Jesús llama bienaventurados, suertudos, afortunados, acertados, bendecidos. De ellos es el Reino de Dios, su recompensa será grande en el cielo. ¡Qué tremendo! ¡Qué cambio de mentalidad y paradigma nos pide Jesús! Ciertamente estos fueron, son y serán los que más se asemejan a Cristo. Porque Jesús fue todo eso: pobre, hambriento, sediento, sufrido, despreciado, insultado, calumniado, excluido, encarcelado y asesinado como un vil malhechor en la Cruz.
La Palabra de Dios de hoy remueve profundamente nuestras conciencias y nos invita a pensar en qué estamos poniendo nuestras prioridades, cómo estamos empleando el tiempo y la vida. Porque la vida, como nos dice San Pablo en la segunda lectura, no acaba con la muerte. Nuestra fe nos asegura que Cristo ha resucitado y está vivo y glorioso junto al Padre; también nosotros esperamos resucitar con Él, con su gracia venceremos el pecado y la muerte. El Dios de la vida nos ha creado para vivir eternamente. Somos ciudadanos del cielo, moradores de la Casa del Dios y caminamos hacia el Padre. Nadie se va a quedar aquí; la vida terrena un día acabará. Por eso, consideramos que cualquier sufrimiento o contradicción en este mundo es pasajero. Digamos con Santa Teresa de Jesús: “Nada te turbe, nada te espante. Todo se pasa. Dios no se muda. La paciencia todo lo alcanza. Quien a Dios tiene, nada le falta. Sólo Dios basta”.
La victoria de la bendición sobre la maldición está asegurada por medio de Cristo. Bendigamos siempre, a las personas, a las cosas, los momentos, las circunstancias. No maldigamos ni reneguemos nunca. Hagamos todo el bien que podamos, ayudemos a todos particularmente a quienes más lo necesitan. Y el día que nos vayamos para siempre dejaremos las cosas de este mundo, pero nuestro corazón irá lleno de buenas obras y rubricado con los nombres de todos aquellos, conocidos o desconocidos, a los que servimos, ayudamos y queremos. Busquemos el Reino de Dios y su justicia, y lo demás se nos dará como añadidura. Jesucristo, y sólo Él, es nuestra esperanza.

Oración

Señor Jesús, hermano de los pobres,
frente al turbio resplandor de los poderosos te hiciste impotencia.
Desde las alturas estelares de la divinidad bajaste al hombre hasta tocar el fondo.
Siendo riqueza, te hiciste pobreza.
Siendo eje del mundo te hiciste periferia, marginación, cautividad.
Dejaste a un lado a los ricos y satisfechos
y tomaste la antorcha de los oprimidos y olvidados, y apostaste por ellos.
Llevando en alto la bandera de la misericordia
caminaste por las cumbres y quebradas detrás de las ovejas heridas.
Dijiste que los ricos ya tenían su dios
y que sólo los pobres ofrecen espacios libres de asombro;
para ellos será el sol y el reino, el trigal y la cosecha.
¡Bienaventurados!
Es hora de alzar las tiendas y ponernos en camino
para detener la desdicha y el sollozo, el llanto y las lágrimas,
para romper el metal de las cadenas y sostener la dignidad combatiente,
que viene llegando, implacable, el amanecer de la liberación
en que las espadas serán enterradas en la tierra germinadora.
Son muchos los pobres, Señor, son legión.
Su clamor es sordo, creciente, impetuoso y, en ocasiones, amenazante
como una tempestad que se acerca.
Danos, Señor Jesús, tu corazón sensible y arriesgado;
líbranos de la indiferencia y la pasividad;
haznos capaces de comprometernos y de apostar, también nosotros,
por los pobres y abandonados.
Es hora de recoger los estandartes de la justicia y de la paz
y meternos hasta el fondo de las muchedumbres entre tensiones y conflictos,
y desafiar el materialismo con soluciones alternativas.
Danos, oh Rey de los pobres, la sabiduría para tejer una única guirnalda
con estas dos rojas flores: contemplación y combate.
Y danos la corona de la Bienaventuranza.
Amén.

(P. Ignacio Larrañaga, Encuentro 58)

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