Toda ciudad –grande, mediana, pequeña– tiene sus símbolos. Ellos representan su carácter, su estilo, su cultura; ellos la definen y expresan su alma. Unos, más universales; otros, más locales, se inscriben en la trama del tiempo, a través de los tiempos, porque cada época nos deja sus símbolos como parte de su legado.
La Habana, sin tener la antigüedad o la extensión de otras urbes americanas, europeas, asiáticas, africanas, o de Oceanía, posee una enorme variedad de símbolos: artísticos, religiosos, urbanísticos, deportivos, patrióticos, geográficos, sociológicos, lingüísticos… Y en cinco siglos de andar, ha visto nacer y perdurar sus emblemas, así como sucesivas generaciones los han asumido, valorado, reinterpretado, y también han dejado huellas, marcas, que luego han devenido símbolos. Los más antiguos son los que están ligados a su nacimiento y formación.
No contentos los colonizadores con los primeros sitios elegidos para establecerse, encontraron lo buscado en el que Sebastián de Ocampo llamara Puerto de Carenas: la bahía de La Habana. En su entorno se asentaron los primeros pobladores y comenzó a crecer la villa. Y en la medida en que crecía iba generando nuevos espacios: para la fe, para el gobierno, para el esparcimiento. Así se construyeron parroquias, plazas, parques, edificaciones; y cuando la villa ya era una auténtica ciudad, podía blasonar de los símbolos que fue generando y aún conserva: la Catedral y su plaza, el Templete, la Plaza de Armas, la Plaza Vieja, la Plaza de San Francisco, la Plaza del Cristo, la Alameda de Paula. Todos cerca del sitio de fundación.
Hacia la cuarta década del siglo xvi, cuando ya el puerto de La Habana era un lugar importante en la estadía de las naves que transportaban tesoros a España, comenzaron a llegar los corsarios y piratas que asolaban el mar Caribe. Entonces la metrópoli española construyó fortalezas que devendrían símbolos de la ciudad: los castillos y torreones encargados de protegerla. Uno de ellos ocupa el lugar más relevante entre todos: el Castillo de los Tres Reyes del Morro.
Y es que, como ciudad marinera, los símbolos más queridos de La Habana están ligados a su litoral: El Malecón y El Morro. El primero es el espacio de mayor socialización de la urbe, el más democrático; cumple funciones de playa, pesquero, parque, paseo, plaza, tribuna, galería; pero igualmente es frontera: marca el kilómetro 0 de dos universos, el acuático y el terrestre. El Malecón es una criatura que mira en dos direcciones a la vez y es enlace entre dos espacios (la ciudad antigua y la moderna), y dos tiempos: pasado y presente, como también es la conexión entre todos los estratos sociales –y hasta extraterritoriales– en su recorrido por tres municipios.
El Morro, por su parte, es el eterno vigía que avisa y despide a los navegantes. Su faro es la primera y la última señal de La Habana. Construido para frenar a los invasores, cuando dejó de cumplir esa función siguió siendo el centinela insomne que representa la bienvenida y el adiós. ¿Y qué habanero no ha sentido, al regreso de un viaje al interior de la Isla, la inefable sensación de llegar a casa, luego de pasar el túnel y avistar El Morro y la bahía?
Las avenidas de Prado, Monte, Reina, Belascoaín, Galiano, Carlos III, configuraron el entramado de crecimiento de la ciudad que irrumpe después de derribadas las murallas en 1863 y toma más fuerza en el siglo siguiente, cuando, durante las primeras tres décadas, termina de forjarse el núcleo cenital del centro con la construcción del Capitolio (1929), el mayor símbolo de la opulencia y el poder gubernamental.
En su expansión hacia el oeste, en la multiplicidad de espacios construidos, la ciudad incorporó nuevos símbolos; entre ellos, la emblemática tríada que conforman el Parque Central, el Paseo del Prado y el Capitolio. Esa zona enmarcada en la calle Prado, rodeada de edificaciones significativas, ha sido escenario de sucesos históricos y eventos sociales que refuerzan su importancia, su vigencia simbólica para la polis.
Ya para entonces, La Habana era La Ciudad de las Columnas, como la nombrara Alejo Carpentier. Sus principales avenidas permitían al caminante estar siempre al resguardo de la lluvia o el sol en los amplios portales de edificaciones sostenidas por columnas adornadas con motivos dóricos, jónicos, corintios, toscanos; un eclecticismo que el autor de El siglo de las luces llamara el estilo de las cosas sin estilo, pero que, sin duda, distingue a la capital cubana.
La primera mitad del siglo xx dejó huellas que han devenido símbolos de La Habana, y varias de ellas, por extensión, de Cuba. No siempre son esencias, algunas son arquetipos. La multitud de cabarets, clubes, bares, casinos, que había en la década de 1950, convirtió a la capital cubana en una de las ciudades con mayor vida nocturna en el mundo. Tropicana y los bares de Playa, con su desfile de visitantes famosos, reforzaron una imagen: la de la gozadera infinita.
La década de 1950 posicionó a El Vedado como sitio imantador en la urbe. Los diversos edificios altos, entre los que sobresale el Focsa; los hoteles Hilton, Capri, Vedado, Saint John, Nacional; el cabaret Montmartre, la red de clubes, cafeterías, restaurantes; las agencias publicitarias, el complejo de Radiocentro, integraron un espacio muy atractivo que creció más aún en la década siguiente.
La época que se abre en 1959 reafirma ese posicionamiento. Las aperturas del Pabellón Cuba, la heladería Coppelia, la Casa de la Cultura Checa, el centro cultural que (por breve tiempo) se instaló en la desaparecida funeraria Caballero, junto al resto de las cafeterías, restaurantes, cines y centros nocturnos de la calle 23, entre Malecón y K, dan lugar al espacio social preferido, venerado por la juventud, de 1960 a 1980: La Rampa.
La Rampa es un símbolo sociocultural de la euforia y el espíritu de la época. Desde Malecón hasta Coppelia multitud de jóvenes deambulaban con libros bajo el brazo –de literatura, filosofía, historia, economía política– y conversaban de Camus, Rimbaud, Sartre, Freud, Marx. Eran estudiantes, profesores, artistas, obreros, intelectuales, diletantes, snobs… La Rampa era una fiesta: “éramos jóvenes, indocumentados y [nos creíamos] felices”, Hemingway dixit.
Los últimos sesenta años han generado pocos símbolos arquitectónicos y urbanísticos en la capital. La Escuela Nacional de Arte (ENA), el Palacio de las Convenciones, el Pabellón Cuba, Coppelia, la Ciudad Universitaria José Antonio Echevarría y el Parque Lenin están entre los más notables.
La ENA ha quedado como referencia de lujo en la arquitectura, mientras el Parque Lenin ha ido rodando hacia el abandono y el olvido. Es una lástima porque la ciudad lo necesita a gritos. Esa enorme extensión de área verde, diversión, esparcimiento, arte, está entre los mejores recuerdos que nos dejaron los años setenta y ochenta. El parque de diversiones, la peña de los juglares, la casa del té, la colina de los muñecos, el anfiteatro, el taller de cerámica, la galería, el acuario, el picadero, los restaurantes, hicieron del Parque Lenin un sitio único, emblemático de La Habana.
Compartiendo espacio geográfico con el parque, la Escuela Vocacional Lenin tiene una fuerte connotación sociocultural en tanto varias generaciones de habaneros estudiaron allí. Ella forma parte de un esquema de educación (las escuelas en el campo) y un esquema constructivo (las edificaciones de prefabricado).
La mayor marca urbanística del prefabricado es Alamar, una extensión de la ciudad cuyos orígenes datan de los años cincuenta, como parte de la expansión hacia el nordeste que incluía más de una decena de repartos. Pero en la década siguiente se convirtió en sitio de hospedaje para colaboradores militares, ingenieros y técnicos procedentes de las repúblicas soviéticas y de varios países de Europa del Este.
En los setenta, Alamar vuelve a estar en el centro de otro proyecto: se convierte en una extensa zona de crecimiento, el lugar donde se ejecuta la mayor cantidad de edificios para viviendas multifamiliares, construidos con la fuerza de trabajo de los futuros residentes (microbrigadistas). Sin embargo, a diferencia de otras comunidades de viviendas prefabricadas, como San Agustín (La Lisa), Alberro (El Cotorro), Altahabana (Boyeros) o el Eléctrico (Arroyo Naranjo), Alamar es un macrorreparto con atributos de ciudad. Por eso, quienes han nacido o vivido largo tiempo allí han adquirido sentido de identidad, sienten que es un lugar especial, distinto, a lo que contribuye la cercanía del mar, el aire con olor a salitre que está en la marca fundacional de La Habana desde hace cinco siglos.
Medio milenio después de fundada, los símbolos esenciales de la ciudad siguen siendo los más cercanos al sitio de su nacimiento.
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